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Annabelle Sánchez

El gran reto de la tolerancia

Las Naciones Unidas, la Unesco y el Consejo de Europa proclamaron 1995 como Año Internacional de la Tolerancia con un fin: “la defensa de los derechos humanos en cualquier sociedad”. En su enunciado recordaban los fundamentos necesarios de una convivencia pacífica como cauces indispensables para dar un mínimo paso; desde estos organismos internacionales se pedía ayuda a los medios de comunicación y a los educadores, instrumentos elementales para sembrar esos hábitos de tolerancia entre los ciudadanos del planeta Tierra.

La tolerancia, como cualidad que adorna a la persona, lógicamente no parece ser prenda fácil para muchos que destacan, precisamente, porque no ostentan esta joya.

Es sumamente natural que cada uno de nosotros queramos ser respetados en relación con cualquier aspecto de nuestra personalidad. Pero, esto exige también lo contrario: respetar al otro que tengo delante o al lado y que, por distintas razones, no opina como yo, no tiene mi esquema mental, no comparte mis gustos, tiene distintas habilidades y capacidades. El respeto también es una forma de reconocimiento, de aprecio y de valoración de las cualidades de los demás, ya sea por su conocimiento, experiencia o valor como personas. Recientemente escuché esta verdad aplastante: “Si todos fueran como yo, la verdad se agotaría en mí”.

Una mente sana lógicamente concluye: si pienso de esta manera y otro piensa distinto, se está dando el concepto de pluralidad, es decir, de las diferencias de ideas y posturas respecto a algún tema, o de la vida misma. Sin embargo, cuando la pluralidad entra en el terreno de las convicciones políticas y sociales las cosas se ponen difíciles. Así es como llegamos al concepto de intolerancia, es decir, el no tolerar. Fácilmente ante alguien que no piensa, no actúa, no vive, no cree o no milita en el mismo partido político, podemos adoptar una actitud agresiva. Esta actitud se percibe como un atropello a uno de nuestros valores fundamentales: la libertad. La intolerancia puede ser tan opresiva que haga prácticamente imposible la convivencia humana.

Este “gusanillo” que se encuentra en lo más profundo de cada uno de nosotros y que nos impulsa a imponer nuestros gustos, nuestros criterios, nuestros caprichos, nuestro modo de ver a las personas y a las cosas, nuestra propia manera de considerar la existencia humana, nuestras inclinaciones partidarias, nuestras opiniones sobre materias discutibles… nos debe llevar a buscar una salida honesta, propia de seres pensantes. En este contexto, el filósofo contemporáneo Ricardo Yepes dice: “La ideología tolerante asume una verdad importante que no es patrimonio suyo: el pluralismo, la diversidad y la tolerancia son valores irrenunciables, que asumen la forma de un ideal al que aspirar, a partir del hecho evidente de que somos distintos, y hemos de respetarnos como somos, distintos, con opiniones, estilos de vida y valores diferentes”.

Desgraciadamente algunos han querido monopolizar el valor de la tolerancia para aplicársela exclusivamente a sí mismos y, además, lejos de su significado real. En nuestros días se usa la bandera de la tolerancia para justificar la mentira y el error. Quienes piden tolerancia hacia su modo de ser, pensar o vivir, ¿no estarían en la misma obligación de profesar lo que piden hacia quienes piensan distinto y, además, dan argumentos para ello?

Ciertamente no se puede olvidar que la tolerancia nunca se podrá entender como un monólogo. La tolerancia es también un “diálogo” en el sentido etimológico del término: dos palabras en camino hacia un destino común de avenencia. Y sería erróneo perder de vista que el fondo de ese diálogo debe ser el respeto, la mutua comprensión, el interés por el otro, y que la verdad y el bien son sus metas finales. ¡La tolerancia excluye el relativismo!

En Nicaragua el proceso cultural nos ha enseñado que la pluralidad no es una pérdida, sino todo lo contrario: una ganancia. Hemos aprendido a respetar y a convivir con quienes no piensan como nosotros. Sin embargo, los valores como la paz social y la seguridad ciudadana pueden desaparecer si nos empeñamos en imponer nuestra intolerancia. ¡La autoridad civil no pasa de ser un simple árbitro, que organiza los intereses de individuos, que eligen libremente lo que quieren!

La autora es doctora en Ciencias de la Educación.

Opinión Anabelle Sánchez tolerancia Unesco archivo
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