El mandatario Leonardo Argüello se enfrentó a Somoza, pero aquel lo sacó del palacio presidencial a punto de tanques.
Desde sus primeros días en el poder, hubo roces. No leyó el nombramiento del dictador y éste lo miraba con recelo desde el mismo día de posesión.
FOTOS DE LA PRENSA/CORTESÍA FAMILIA ARGÜELLO
1947
En las roconolas de la vieja Managua se escucha esta canción del maestro Peñaranda: “Se va el caimán, se va el caimán… ¡se va para Barranquilla!/ Se va el caimán, se va el caimán/¡Se va para Barranquilla!”. El coro repite la idea y una rebelión se anuncia desde los parlantes.
La melodía tiene un ingrediente más. En esta Nicaragua significa que se va Él; que la gente ya no lo verá caminar engreído en su uniforme militar haciendo lo que le da la gana. Y Él, El General, es Anastasio Somoza García, jefe director de la Guardia Nacional, gordo, cara ovalada, asomando la calvicie, dueño del Partido Liberal Nacionalista, aficionado al mambo, presidente durante diez años continuos del país y el padrino de la candidatura del hombre que ahora se le rebela, a quien ha pensado como una marioneta el día de la nominación, un títere perfecto de 72 años.
Pero la suerte va esta vez contra el titiritero. El muñeco quiere tener vida propia y Somoza, que erigió una dinastía a punto de sangre y fuego que duraría aún después de su muerte 43 años, aplasta al abogado entrecano, vestido de saco y corbata, zapatos de dos colores, bigote espeso y barba tupida, tal como se ve en la fotografía color sepia que sus familiares conservan más de sesenta años después.
Argüello nunca regresará la banda presidencial, porque muere creyendo que es Presidente de la República.
La historia del ascenso y la caída de Argüello fue dramática. Antes que las roconolas hicieran popular la partida del Caimán, La Prensa publicaba diario esa frase celebrando que Somoza ya no sería Presidente. La oposición presionaba de la mano de su líder Enoc Aguado, ex vicepresidente en la época de José María Moncada, que se presentó como candidato a las elecciones de 1947, en las que el dictador había elegido a Leonardo Argüello Barreto como su candidato.
En esos años, Fabio Gadea Mantilla escuchaba la pegajosa canción y alimentaba su posición política leyendo el periódico. Entendía la situación de Nicaragua bajo la bota de Somoza. Tenía 16 años, aún no podía votar (se empezaba a los 18) y era estudiante del Pedagógico. Eran los años rudos de Nicaragua cuando Estados Unidos apadrinaba a las dictaduras en América Latina y no había a quién recurrir en el exterior.
En la convención para elegir a su candidato en León, los somocistas eligieron a Argüello por orden de su jefe que obvió a dos de sus amigos: Lorenzo Gutiérrez Gutiérrez y Alejandro Abaunza Espinosa. Somoza miró en Argüello el prototipo de gentleman inglés: educado, abogado de profesión, con vínculos familiares con el presidente Juan Bautista Sacasa y relacionado con el presidente José Santos Zelaya, pues uno de sus primos había sido médico de la esposa del caudillo liberal.
“La imagen que se tiene de él, con el paso del tiempo, es totalmente absurda. Para mí el presidente Argüello estuvo a punto de salvar a Nicaragua. Si Leonardo hubiera logrado su cometido ¿cuántas cosas no se hubieran evitado? Guerras y todo. Era un hombre honesto, serio, incapaz de robar un centavo”, asegura Monseñor Federico Argüello, de 95 años, sobrino del Presidente, vestido de guayabera blanca y pantalón negro en su residencia en carretera a Masaya. Que la gente recuerde a su pariente como un fantoche no le causa gracia.
El día que el leonés Leonardo Argüello Barreto aceptó ser Ministro de Gobernación de la administración Somoza recibió un agrio reclamo. Su primo Victorino Argüello, conocedor de las entrañas del somocismo y padre de Monseñor Argüello, le reclamó que hubiera aceptado trabajar con un sinvergüenza. Argüello ―asegura su sobrino― respondió: “Yo soy político Victorino, vos no. Yo voy a acabar con Somoza”.
En la familia, se recordaba a Somoza como un cobarde tras el asesinato a traición contra Sandino en 1934. Discreto, Argüello creyó que la única forma de salvar al país era acabar con el dictador desde adentro, según su sobrino. Calló, se fue abriendo paso entre los círculos más cercanos a Somoza hasta que éste lo eligió como su candidato.
En aquellas elecciones de febrero de 1947, Argüello soportó todas las críticas. Nunca dijo nada, pero cuando todos miraron que se rebelaba a Somoza, la gente empezó a quererlo. Así se lee en los diarios de la época.
Argüello llegó al poder tras esas elecciones consideradas las más fraudulentas de la historia hasta las del año pasado. Según Gadea Mantilla, en 1947 el tribunal electoral era dirigido por Modesto Salmerón que sería, según el veterano periodista, el Roberto Rivas de entonces.
Monseñor Argüello lo recuerda fumándose un habano e instando a la gente a votar con un estilo muy peculiar. “Voten, voten, que luego cuento yo”, decía carcajeándose y se abría paso entre las filas que eran únicamente dos, porque no había voto secreto y la gente se hacía en la hilera de su candidato favorito.
Bastaba que se recorrieran los centros de votación y cualquiera podría saber que ganaba Aguado.
Sin embargo, la Guardia Nacional custodió los votos al final de la jornada, luego vino el recuento (“Voten, voten, que luego cuento yo”, decía Salmerón).
En la práctica, la decisión popular fue invertida. 18 mil votos fueron colocados a favor de Aguado y 184 mil para el fantoche de Somoza, qué pesar, aquel hombre que las pancartas comparaban con Somoza en sus recorridos en campaña, porque eran “savias de un mismo árbol”.
En la explanada de Tiscapa, el primero de mayo de 1947, un sonriente Argüello describió qué diferente sería su posición del papel que le había dado Somoza.
“No seré, tenedlo por seguro, un simple presidente de turno arrastrado por el manso llevar de la costumbre y la tradición”, dijo.
Según el historiador Roberto Sánchez Ramírez, el dictador se encolerizó. Con el rostro colorado, el tirano se preguntaba viendo a su ungido, ¿a qué hora? ¿Desde cuándo los pájaros le tiran a las escopetas?
La sutileza del dictador quedó en evidencia. Veintiséis días después, el carro Buick negro de Argüello giró en el recodo de La Curva, seguido por dos vehículos más que venían de la Casa Presidencial en la Loma de Tiscapa, un edificio construido en la administración Moncada que tenía un estilo “mozárabe o mudéjar”, describió en un artículo el profesor Julio César Sandoval quien fue testigo de estos acontecimientos.
Para cuando el golpe ocurrió, Somoza y el nuevo presidente tenían una historia de encontronazos. “Se apresuró demasiado”, analiza Monseñor Argüello.
En los días previos al desenlace, hubo mucha tensión. En La Prensa, se hablaba de que Argüello no debería emular lo gastón de administraciones liberales como la de Moncada. El nuevo presidente parecía muy seguro de que cambiaría muchas cosas.
En su primera comparecencia pública, omitió leer el nombramiento de Somoza como jefe director de la Guardia Nacional. Esos problemas internos desembocaron en lo inevitable. La casa presidencial fue rodeada de tanquetas y militares.
“Nicaragua vivió 26 días de alegría porque por primera vez un Presidente de la República, caminaba a pie desde la Avenida Roosevelt hasta el Malecón. La gente lo saludaba. Ya había dado declaraciones de que iba a quitar los rieles del ferrocarril que estaban en Montelimar a Somoza. Que no tenían porque pagar sus empleados con los reales del ferrocarril”, se acuerda Gadea Mantilla.
Somoza y Argüello se dijeron de todo, pero el ungido siempre fue comedido en público. El domingo 25 de mayo de 1947 dijo en La Prensa que todo estaba normal. “Entiendo que nunca ha estado el Ejército más fuerte y unido en la actualidad. Tanto los jefes como los oficiales saben que su honor militar les obliga a mantenerse alrededor de la Constitución a la que han jurado defender”.
Pero a nivel privado, Argüello recibió muchos insultos. La esposa de Somoza, Salvadora, mandó a sacar todos los muebles de la Casa Presidencial, porque los consideraba propiedad de la familia.
“La Primera Dama, la esposa de don Leonardo, quiso retener unos jarrones de mata de piedra, pero dijo doña Yoya (Salvadora) gritando: Esos jarrones también son míos. ¿Te los querés robar? ¡Sabía que sos puta, no sabía que eras ladrona! La Casa Presidencial quedó vacía. Don Leonardo mandó a traer sus butacos de junco y todos los asientos de su casa, mientras abajo, en la Avenida Roosevelt, el pueblo gritaba mueras contra La Guardia”, relató el profesor Sandoval.
En las roconolas de la vieja Managua se oía: “Se va el caimán, se va el caimán/Se va para Barranquilla”. La marioneta quería tener vida propia.
A las nueve de la mañana del último día de Argüello en el poder, el presidente mandó a retiro a Somoza. Antes, el director de la Guardia había aceptado la propuesta y pidió tiempo para arreglar unos asuntos. Tenía armado entonces su rompecabezas político y no cabía este traidor.
Cuando recibió la orden de retiro, que le llegó a dejar el secretario privado de Argüello, Somoza soltó una carcajada que se escuchó en toda Managua, según el historiador Roberto Sánchez Ramírez.
El Parlamento declaró loco a Argüello y rodeado por militares el hombre debió irse al exilio. Monseñor Argüello lo encontró en México y cuando regresó a Managua, dejando atrás al tío, no esperaba lo que ocurriría. Ocho días después, le avisaron que había muerto producto de un problema cardíaco. El titiritero vivió en cambio hasta el 21 de septiembre de 1956, cuando bailando mambo en León, celebrando una nueva candidatura presidencial, un poeta sacó su pistola y… ¡boom!