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El trasfondo de las elecciones de 1984

Arturo J. Cruz Porras

En las elecciones generales de 1984 proliferamos los maniqueos en los dos frentes políticos antagónicos: la Revolución Sandinista y la Contra. Llenos de soberbia caímos en el impudor de adjudicarnos la personificación del bien y achacar a los adversarios la del mal. Animadversión mutua que nos sirvió de simbiosis para lograr lo que unos y otros deseaban: la abstención del sector opositor más representativo en la votación. El Frente Sandinista de Liberación Nacional temía que la oposición, a la que tildaba de “contrarrevolucionaria”, una vez legitimada por elecciones libres representara un obstáculo a su poder popular absolutista. La Coordinadora Democrática Nicaragüense (CDN), por su parte, aborrecía la posibilidad de lo que percibía como deslegitimar a la Resistencia con su participación en elecciones controladas por el FSLN.

En febrero de 1984 recibí con escepticismo el anuncio de elecciones por el FSLN. Estaba afectado por el síndrome del repudio ciego a la participación de facciones opositoras en elecciones que ofrecía el partido oficialista que detentaba el poder. Impulsado por mi antizancudismo visceral, mi opinión, apasionadamente errada, era de que únicamente los “vivos” y “aprovechados” de siempre participarían en las elecciones de los sandinistas.

Con anterioridad, un amigo me consultó sobre la idea de que la CDN nominara a sus candidatos bajo la condición sine qua non de que para inscribirles el FSLN aceptara dar las garantías electorales que la oposición le demandaba. Me pareció razonable. Luego, un líder del Cosep me definió el proyecto en lenguaje de beisbol: “Un día de estos te llamamos para que hagás como que entrás al juego, sin entrar en realidad” (sic). Mi admiración por la oposición interna era tan grande que aceptaba servirle de careadora. No dejé mi puesto en el Banco Interamericano de Desarrollo para regresar a Nicaragua con propósitos ilusos personales.

La tarde que llegué a Managua tuve mi primer aviso de que abstenerse no era el camino correcto. El lema de uno de los partidos decía: la solución somos todos. Al día siguiente, el segundo aviso me lo dio monseñor Obando y Bravo, quien me dijo muy claramente: “Ustedes los políticos toman sus decisiones, pero por el bien de los campesinos creo que ustedes deberían participar”. Después los líderes social cristianos y algunos conservadores me expresaron sus dudas sobre la opción de no inscribirnos.

El FSLN aplicó el método de las “turbas divinas” en nuestros intentos de reuniones bajo techo en León, Boaco y Masaya. Aparentemente, la prensa extranjera prefirió quedarse en la capital el domingo que siete mil chinandeganos no se dejaron atemorizar por las turbas, ocasión en que una dama me hizo llegar un mensaje que leía: “Don Arturo, vaya dígale al mundo que los sandinistas lo engañan”.

Ni los corresponsales pudieron ver en León a unas niñas colegiales que lograron subirse a una banca para enfurecer a la barra protestante cantando en burla desafiante: “¿Qué es lo que quiere la gente? Que se vaya el Frente”. La coyuntura histórica favorecía a los sandinistas. Faltaban años para el fin de la Guerra Fría. En la Revolución una cara de la moneda era preocupante pero la otra era positiva.

El respaldo para los sandinistas dentro de Estados Unidos era considerable, el cual se manifestaba en el Congreso, centros universitarios, grupos religiosos, comités de solidaridad, prensa, círculos de artistas e intelectuales así como en dinero y en especie de simpatizantes. Los liberales del mundo dieron un cheque en blanco al sandinismo.

Una plática en Río de Janeiro, auspiciada por Willy Brandt, socialdemócrata, ex canciller de Alemania y Presidente de la Socialista Internacional buscó un acuerdo para que las eleccciones se celebraran con nuestra participación. Estaban el comandante Bayardo Arce Castaño y su delegación del FSLN, y conmigo, Luis Rivas Leiva, social demócrata secretario-ejecutivo de la CDN y Adán Fletes, social cristiano candidato a vicepresidente. Tuvimos varias sesiones, con la desventaja para nosotros de que los sandinistas escuchaban nuestras conversaciones con Managua, pudiendo de esta manera medir el pulso de la CDN. Clave era mover la fecha de las elecciones de noviembre 4 de 1984 a febrero 28 de 1985. Para los sandinistas el concepto de cese de fuego era equivalente a la rendición del adversario, pues exigían el retiro de las tropas de la Resistencia para octubre 25. Esto último, obviamente, solamente podrían autorizarlo los altos mandos de la Resistencia.

Los sandinistas, sabedores de la renuencia de la CDN, resolvieron exhibirnos. Ahora nos dejaban la opción de retirar nuestra inscripción si para el 25 de octubre la CDN consideraba que no había libertades suficientes para nuestra campaña electoral. Tendríamos tres semanas mínimas para probarlo, sin compromiso. Inútiles fueron mis ruegos a mis nominadores para que me autorizaran a aceptar. Por supuesto, Bayardo Arce estaba bien informado por su colega Tomás Borge, rector de la Seguridad del Estado. En la siguiente y última sesión me confrontó: yo vengo aquí a comprometer al FSLN y Arturo Cruz viene con la evasiva de que tiene que ir a Managua a consultar.

Me puse de pie, decidido a jugármela contra los extremistas del FSLN y de la CDN y me comprometí en términos inequívocos: “Yo sólo soy un candidato, no dueño de ningún partido, pero aún si lo fuera llenaría la formalidad de la consulta. Así que acepto la propuesta del comandante Arce ad-referéndum a quien al mismo tiempo hago aquí la promesa solemne de que si la CDN no me respalda renuncio públicamente dando el motivo de mi renuncia”. En la madrugada fui despertado por un botones que me hizo entrega de un mensaje de Brandt a Daniel Ortega y a mí, expresando satisfacción por lo que él consideraba el inicio de una perspectiva para la paz y nos instaba a seguir dialogando para concretarla.

En el aeropuerto de San José de Costa Rica, donde hice escala de mi vuelo de regreso a Managua, me esperaba Alfredo César, quien me anunció que el jefe de misión de la CIA quería verme y me condujo a su presencia en las afueras de la ciudad. Fui recibido con un regaño. Sin embargo el hombre escuchó mis argumentos de que era un error desaprovechar la oportunidad de “agarrarle el chamarro a los sandinistas”. Al llegar a Managua me fui directo a las oficinas de la CDN. Informé que asistiría a la toma de posesión del nuevo Presidente de Panamá a la cual, dije, era probable que asistiera algún líder sandinista. Uno de los directivos no pudo evitar exclamar: “Claro, los compañeros se juntan!” La indignación me invadió, tome mi maleta y me despedí con palabras espontáneas, “Señores, ustedes no me conocen bien ni yo a ustedes, ¡Adiós!”

Por primera vez en los meses que ya llevaba yo en Nicaragua me llegó a ver el líder que me había anunciado en Washington la invitación a jugar beisbol de mentira. Me dijo que yo tenía toda la razón y que había que prepararse para presentar ideas a Brandt quien estaba por llegar a Managua. En los días siguientes en las oficinas de la CDN había apariencias para “entretenerme”. Tengo libros cuyos autores informan que quien me calmó decía a Washington que “Cruz estaba hacienda disparates”. Lo que debe haber sido bien recibido por los halcones norteamericanos. Los países grandes se entienden entre ellos y me imagino que alguien persuadió a Brandt a variar su posición. En Managua, me dejó atónito al decirme: “Señor Cruz, perdió el barco. Los sandinistas ya no tienen interés”. Varios años después del fracaso del intento de Brandt, leí en los diarios con gran satisfacción que en Sapoá ambos bandos de la guerra civil proclamaron la paz porque “no debía derramarse más sangre de hermanos”.

En medio de la corrupción y el caos institucional vemos remansos. Mucho se debe a valores morales de familia que han sobrevivido, pero más que todo a la evolución de los tiempos. Los jóvenes tienden a ser más objetivos que nosotros, los diarios observan con gran profesionalismo respeto a la verdad. El rol de nuestra generación ya fue llenado por doña Violeta. Si alguna integridad tuvimos ésta descansa en las tumbas de ciudadanos como Pedro Joaquín Chamorro, Manuel Ignacio Lacayo-Terán, Reynaldo Téfel, Pablo Antonio Cuadra, Edelberto Torres o queda en las canas de algunos como Emilio Álvarez-Montalván. Ya es la hora del relevo. Nicaragua merece renovarse poniendo su destino en manos de jóvenes, sin “colas”.

El autor fue miembro del Grupo de Los Doce, Presidente del Banco Central de Nicaragua, miembro de la Junta de Gobierno de Reconstrucción Nacional, Embajador en EE.UU., y candidato presidencial de la Coordinadora Democrática Nicaragüense para las elecciones de 1980, en las que finalmente no participó.

Editorial
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