¡Qué terrible el dilema que enfrenta la humanidad!: tener que aceptar que toda sociedad o nación sea gobernada por un grupito dotado de armas y poder. Realidad inevitable, porque sin una autoridad se cae en la anarquía. Realidad peligrosa porque los que mandan no son angelitos. Son personas falibles, corruptibles y sujetos a malas pasiones, como todas las demás. Darles poder, por tanto, es un riesgo.
El peligro es más obvio cuando quien adquiere el poder es malo. Un malo sin poder puede hacer algún daño, pero uno con mucho, y peor, con poder absoluto, no tiene límites a su maldad. Podríamos pensar entonces que lo ideal sería asegurar que solo asuman las riendas del mando personas buenas. El problema es que aun cuando pudiéramos encontrar tan fantástico mecanismo, el poder, como bien dijo Lord Acton, corrompe a todos; a los malos los hace más malos y a los buenos suele hacerlos malos.
Obviamente, dicho efecto corruptor depende en cierta medida del temple moral de quien lo detenta, y, sobre todo, del grado de poder que ostente. Porque algo que atempera las pasiones y nuestras tendencias egoístas son los frenos morales e institucionales. Cuando estos se debilitan las tentaciones de abusar del poder se multiplican. Gradualmente, imperceptiblemente quizás, el bueno, halagado por su entorno, fácilmente se envanece y ante numerosas oportunidades de enriquecerse, y no pocas veces ante presión de amigos y familiares, sus oídos —y su conciencia— escuchan dulces razones para justificar sus “pecadillos”, o creerse indispensable.
Estas no son teorías. A través de la historia lo típico ha sido que los gobiernos tiranicen u opriman a sus pueblos. Revelador en este sentido fueron las palabras de Jesús cuando, no haciendo excepción, dijo a sus discípulos: “Ustedes saben que los gobernantes de las naciones actúan como dictadores y los que ocupan cargos abusan de su autoridad”. (Mt.20,25)
¿Cómo pues evitar este desenlace tan común? Los filósofos políticos, desde Platón hasta la edad moderna, habían lidiado con este tema. Fue hasta la constitución norteamericana de 1787 que se formularon arreglos institucionales expresamente diseñados para evitar los riesgos de tiranía. Sus principales fuentes de inspiración fueron las ideas de John Locke y la antropología cristiana. Esta, al considerar al hombre como un ser inclinado al mal a consecuencia del pecado original, advertía del peligro de otorgarle demasiados poderes —cautela ignorada por el comunismo, quien, considerando al Estado revolucionario como encarnación del proletariado, no pensó en ningún freno para su dictadura y abrió las puertas a las peores tiranías—. Derivada de la misma antropología estaba el concepto, compartido entonces por todos los padres fundadores, de que el hombre había sido dotado por su creador de derechos inalienables.
John Locke formuló la imperiosa necesidad de separar los poderes del Estado. “Si el príncipe absoluto reúne en sí mismo el Poder Judicial y el Ejecutivo”, señalaba, “no existiría manera de apelar a nadie para decidir en forma justa reparación ante un daño causado por el príncipe”. Porque entonces el príncipe sería juez y parte. Igual ocurre con el legislativo. Este debe ser independiente y electo por el pueblo, pues si el príncipe debe estar bajo el imperio de la ley, no tiene sentido que él las pueda hacer y deshacer a su antojo, porque entonces no estaría sujeto a nada. Adviértase, sin embargo, que el Legislativo debe respetar la ley natural y los derechos inalienables del ciudadano, entre los cuales incluía el de la vida, libertad, y propiedad.
Otro de sus énfasis, patrimonio del liberalismo, es que no puede haber sujeción al poder sin consentimiento popular. En palabras de Rousseau: “Cuando un gobierno usurpa el poder del pueblo, se rompe el contrato social y los ciudadanos ya no sólo dejan de estar obligados a obedecer, sino que tienen la obligación de rebelarse”.
Los gobiernos son, por cierto, un peligro, aunque no necesariamente un mal. Pueden ser buenos en la medida en que estén muy limitadas sus facultades, y operen en un marco constitucional diseñado precisamente para empoderar, no a los que mandan, sino al pueblo soberano. Cuando es al revés lo que resulta es un monstruo, el dios Saturno de Goya que devora a sus hijos.
El autor fue ministro de educación en el gobierno de Violeta Barrios de Chamorro y es el autor del libro de historia “Buscando la Tierra Prometida” (Historia de nicaragua 1492-2019) de venta en librerías locales y en Amazon, versión digital y física.