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Mi oficio de politólogo en Nicaragua

Son harto conocidas las desgarradoras frases de Simón Bolívar, al final de sus días: “He arado en el mar y he sembrado en el viento”; y la otra, aún más definitiva, que invita a los latinoamericanos a hacer las maletas, escapar de los países donde nacimos y olvidarnos de ellos: “La única cosa que queda en América es emigrar”.

A pesar de estas advertencias, validadas tantas veces por la experiencia, muchos insistimos en marcar el mar y domar los vendavales políticos de la región con la pluma o con el ordenador. Entre estos Quijotes, probablemente los más dementes seamos los nicaragüenses, quienes, habiendo escuchado a Bolívar, optamos por ignorarlo y creer a Darío cuando nos habló del poder “demiurgo” de la palabra. Rubén Darío no mintió, cuando exaltó el poder de la palabra para crear nuevas realidades. Pero tampoco dijo toda la verdad. No aclaró que no toda palabra es creativa, al menos en países como Nicaragua, en donde, como bien dice Eduardo Zepeda-Henríquez, “se hace la historia, deshaciéndola”. Construyen mundos la palabra de Claribel, Gioconda, Sergio y Ernesto, porque los “nicas” somos capaces de abrir nuestras mentes a la imaginación, no así, a la realidad, que constituye el objeto de la política y del debate político en nuestro país. Por esta razón, dice Zepeda-Henríquez: “El único pensamiento original del hombre nicaragüense es el pensamiento mítico, lo cual puede explicar la pródiga cosecha de la imaginación entre nosotros”. Y remata: “Por eso la filosofía propia de Nicaragua es la poesía, si vale sustituir una por otra”.

Por nuestra incapacidad para enfrentar nuestra realidad, sus limitaciones y posibilidades, no alzó vuelo la palabra política de Sergio, cuando, en 1996, montó su Rocinante como candidato en las elecciones presidenciales de ese año, con un programa orientado a profundizar la reconciliación de Nicaragua iniciada por la presidenta Violeta Barrios de Chamorro, después de la dolorosa experiencia de la Revolución Sandinista en los 1980. Frente a esta “amenaza”, optamos por elegir a Arnoldo Alemán, quien nos ofreció algo más “viril”: borrar del mapa a los sandinistas. ¿Y qué hizo “el gordo” de las “guacas”? Eternizar a los OrMu en el poder. Frente a esto, y con gran sabiduría, nuestro Premio Cervantes desmontó su caballo, optando por la literatura y retirándose de la política. “Tengo más lectores que electores”, sentenció.

Para que la palabra política alce vuelo debe ser escuchada, analizada y debatida. Y Nicaragua es un país de sordos y una sociedad educada en la escuela del dogma religioso, que nos enseña a creer verdades absolutas, pronunciadas con tonos impostados por curas y pastores a granel. De ahí que la duda, que resulta de atender lo que dice el “otro” o la “otra” que piensa diferente a nosotros, o nos refuta, esté proscrita en la vida política de mi país. Así lo confirmé durante la década de la Revolución Sandinista, cuando cualquier comentario crítico que yo hiciera a la conducción de ese proceso, era anulado por cualquier “cuadro” del FSLN con la frase: “Tu problema es que no entendés la historia”, dicho con la fuerza que otorga la idiota creencia de entenderla.

Corriéndome de la tiranía de la certeza, y siguiendo la invitación de Bolívar a emigrar, mi familia y yo hicimos maletas y nos movimos al climáticamente frío, pero humanamente cálido Canadá. Emigré, pero nunca logré cortar emocionalmente con mi país, sobre cuya historia y cultura política he escrito durante más de cuatro décadas, creyendo a Darío y confiando en el poder “demiurgo” de la palabra. Lo he hecho, con la esperanza de contribuir, en la medida de mis exiguas capacidades, al desarrollo de una Nicaragua sin presos políticos, sin exilios forzados, sin hambre, y en paz.

Hoy, en el otoño de mi vida, sigo escribiendo, pero no podría decir con certeza si escribir sobre Nicaragua ha tenido algo de positivo, o ha sido un solemne desperdicio. Difícil para mí evaluar lo que he hecho, porque he escrito y presentado libros en actos en donde nunca nadie me hizo una pregunta, y en donde quienes tomaron el micrófono, aprovecharon estar frente a una audiencia cautiva –una tentación irresistible en Nicaragua– para disertar sobre cualquier cosa, independientemente de que lo que pontificaban tuviera o no que ver con el libro presentado.

También llevo décadas escribiendo artículos de opinión que mueven a algunos a insultarme por ser “de derecha” o por ser “de izquierda” dependiendo de la posición política del atacante y no de lo que yo escribo. Mi amigo Humberto Belli Pereira es la excepción, a esta forma de polemizar, que confirma la regla. También he sido acusado de “indeciso”, calificativo que en Nicaragua es la “letra escarlata” con la que se marca a quienes pecan por no alinearse con ninguna de las pandillas que azotan a mi desgraciado país. Y es que los “no alineados” creamos una insoportable disonancia cognitiva en una sociedad que constantemente te amenaza con el imperativo “¡¿Sos o no sos!?” que nos invita a vestir la camiseta política que nos gusta —o que nos conviene— para convertirnos en el tormento de quienes “no son” lo que nosotros creemos que deben ser. O eras granadino o leonés, en la época de “la anarquía”, cuando las hordas armadas de Granada y León se atacaron y degollaron después de que recibiéramos, con sorpresa, la noticia de nuestra “independencia.” Años más tarde, tenías que ser liberal o conservador, en un país donde casi nadie conocía nada sobre liberalismo o conservatismo, porque éramos un país de analfabetos y, porque la mayoría de quienes sabían leer eran iletrados voluntarios. Ya entrado el siglo veinte, o eras somocista y gritabas “¡Somoza forever!”, o eras sandinista y chillabas “¡Patria Libre o Morir!” En esa pugna murieron decenas de miles de mis compatriotas, solo para estrenar un nuevo grito: “¡El que no brinque es Contra!” La mitad del país se sentó o agarró las armas Made in the USA mientras la otra mitad brincaba.

Hoy seguimos en la misma: o sos sandinista y aceptas como bueno y verdadero todo lo que dicen y hacen Daniel Ortega y Rosario Murillo —incluyendo sus idioteces y su crueldad— o te enrolás en la “oposición” y condenás absolutamente todo lo que hace el gobierno del FSLN, incluyendo la construcción de carreteras, guarderías infantiles o centros de salud. Mientras tanto, en medio de estos dos extremos se agranda el charco de sangre del que se alimentan los vampiros que, de uno y otro lado, nos gritan: “¡¿Sos o no sos!?”

 Pero aclaremos. Esto de “ser o no ser” también es una estafa porque nada es más canjeable y elástico que el ser político nicaragüense. Me tocó vivir la conversión milagrosa de casi toda una población a la “verdad” del marxismo-leninismo en 1979, en una repetición del sospechosísimo milagro de la conversión cristiana de los nativos de América, durante la Conquista y colonización española. Y presencié la reculada masiva que provocó la derrota electoral del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), en 1990, cuando de la noche a la mañana desaparecieron de los escritorios de los funcionarios públicos las copias —no leídas— de El Capital de Marx y las Obras Completas de Lenin, publicadas por la Editorial Progreso de Moscú. También dejamos de hablar de “lucha de clase”, “ateísmo científico” y “materialismo dialéctico” para empezar a usar otros conceptos como la “democracia” el “Estado de derecho” y otros que, en Nicaragua, son casi siempre el santo y seña que nos permite navegar los tiempos y sobrevivir, pretendiendo que creemos lo que con frecuencia ni siquiera entendemos. “¿Cuántas Personas hay en Dios?”, preguntaba mi maestro calasancio con su acento madrileño para confirmar si habíamos memorizado las respuestas del catecismo. Mis amigos y yo respondíamos con la misma certeza con que los sandinistas en los 1980 identificaban a burgueses y proletarios en una sociedad preindustrial: “En Dios hay tres Personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo”. Y bien sabía la militancia sandinista y mis amigos de colegio que, si titubeábamos, perdíamos puntos porque en Nicaragua errar es mejor que dudar.

Ya lo he dicho otras veces: en Nicaragua no existen —ni se permiten— los matices. Consulte usted el diccionario de la Real Academia Española y encontrará que Nicaragua es el único país de habla hispana en donde la palabra matizar significa “embromar” y, más claramente, “joder”. La pluma de quien practica mi oficio es capaz de olvidar todo esto y crear ilusiones discursivas que permiten identificar y sintetizar tensiones y contradicciones en la historia. Hay quienes hasta hacen predicciones “sociológicas” que no pueden fallar: “La dictadura de los OrMu va a caer”. Y yo agrego, para graduarme de astrofísico y adivino: “El sol se va a apagar”.

 Escribir nos permite ordenar el mundo y darle nombre a las cosas para que se queden quietas. Y así, cuando me siento frente a la pantalla de mi ordenador, los insultos y las amenazas que cruzan los actores políticos de mi país desaparecen porque yo los pongo en su lugar; los morteros y altavoces de las protestas guardan silencio porque la magia de mi palabra logró descubrir un arreglo favorable para todos. Y hasta las balas de los francotiradores que dispararon contra los manifestantes en la masacre del 2018 se detienen en el aire, después de que yo leyera la Declaración de Derechos Humanos a los paramilitares del régimen.

Apago mi ordenador. Y se encienden las neuronas que me hacen recordar una realidad sobre la que, quizás, no se debería escribir nada. Pero en mis registros sinápticos se encuentra grabada la imagen del zapatero ambulante que camina anunciando sus servicios bajo la lluvia o el inclemente sol de Managua, rogando a Dios que ese día pueda dar de comer a su familia. Y también conservo el recuerdo de la mujer macilenta que, bajo esa misma lluvia y ese mismo sol, vende su cuerpo en los alrededores de la llamada Asamblea Nacional, donde todos los días se prostituye la ley. Y no olvido, porque ni puedo ni debo olvidar, al campesino Pablo Leal, asesinado en el 2000 a balazos, frente a sus tres hijitos de doce, siete y cinco años, por Alejandro Carrión McDonough, hermano del entonces jefe del ejército general Javier Carrión McDonough, símbolos ambos de la cultura del privilegio que coloca por encima de la ley a cualquier salvaje que porte un apellido de “abolengo”.

Frente a memorias como estas, solo cabe seguir escribiendo, aunque sea para “analizar” la demencia del Carmen y su lucha contra la otra loquera, que con distinta bandera opera como “la oposición”. Escribir que la Sheynnis “conquista Asia” (100% Noticias, 02/04/24) y preocupa a los pre-pre-pre candidatos a la pre-pre-pre presidencia de nuestra pre-pre-pre república porque ¿qué tal si Washington ve en ella la solución para ordenar el manicomio? Escribir para “analizar” el fantástico caso de los expropiadores de ayer, que, expropiados por los expropiadores de hoy, reclaman con indignación que se respete su piñata (LA PRENSA, “Régimen se tomó…”, 21/05/24; “Rafael Solís: no son…”, 25/05/24). O, tal vez, escribir sobre los sacerdotes que, como el cura Benito Martínez, no esperan la segunda venida de Jesús, sino la de Ronald Reagan, el mismo Ronald Reagan que dijo a los nicaragüenses: “Mi paz os dejo, mi paz os doy”, antes de bombardearnos (ver Aciprensa, 16/005/24). Escribir, o tal vez enfundar la pluma, adentrarme en el bosque para escuchar mi silencio y olvidar. ¿Olvidar? El bosque es encantador, oscuro y profundo pero yo tengo promesas que cumplir, y kilómetros que recorrer antes de dormir y kilómetros que recorrer antes de dormir (Robert Frost).

El autor es profesor retirado del Departamento de Ciencias Políticas de la Universidad Western Canadá.

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