14
días
han pasado desde el robo de nuestras instalaciones. No nos rendimos, seguimos comprometidos con informarte.
SUSCRIBITE PARA QUE PODAMOS SEGUIR INFORMANDO.

Elea Valle es una mujer campesina cuyos hijos fueron masacrados por el Ejército en 2017. Óscar Navarrete/LA PRENSA

El calvario de Elea Valle: exiliada, enferma y en el olvido

Elea Valle siente que está muriendo y no sabe de qué. No ha podido hacerse un chequeo médico. Está exiliada en Costa Rica con los hijos que le quedaron después de que el Ejército masacrara a su esposo y sus dos hijos mayores. La crisis de 2018, dice, dejó su caso en el olvido.

Contenido Exclusivo CONTENIDO EXCLUSIVO.

Elea Valle no puede recordar a sus dos hijos mayores sin partirse en llanto. El último recuerdo que tiene es de cuando los despidió porque se iban a encontrar con su padre. Dos días después, el domingo 12 de noviembre de 2017, a las siete de la noche, recibió una llamada que le cambió la vida. 

–Fijate que están las bullas, yo no digo que sea cierto, pero están los rumores que mataron a tus hijos – le dijeron por teléfono. 

Elea habría dado lo que fuera porque hubiesen sido rumores. Yojeisel Elizabeth, de 16 años y Francisco Alexander, de 12, fueron asesinados junto a su padre Francisco Pérez, y desde entonces, la vida de Elea Valle se ha convertido en un calvario.  

La mujer campesina señaló a nivel nacional e internacional al Ejército de Nicaragua como el responsable de la masacre en contra de sus hijos y su esposo. Fue al complejo policial Faustino Ruiz en Plaza el Sol para demandar que al menos le entregaran los huesos de los niños para poder enterrarlos y participó en marchas exigiendo justicia y responsabilizando al régimen de Daniel Ortega. 

De todas sus demandas ninguna se ha cumplido hasta la fecha, y más bien tuvo que salir al exilio junto a los tres hijos que le quedaron y de los cuales, uno tiene capacidades diferentes. Desde el 20 de julio de 2021, Elea Valle vive en Costa Rica y prácticamente sobrevive de la caridad de personas que la ayudan. 

 Una persona que se apiadó de ella le ayuda mes a mes con el alquiler de la pequeña casa improvisada hecha de láminas de zinc en la que vive. “El día que ese señor me deje de ayudar, yo no sé qué voy a hacer”, prevé.  

Elea Valle junto a sus tres hijos en la casa donde viven en San José, Costa Rica. Óscar Navarrete/LA PRENSA

Desde que llegó no ha podido trabajar porque permanece en pésimo estado de salud. Y a pesar de no le ha faltado un lugar donde dormir, sí ha tenido que pasar hambre. Ella y los niños. Además de vivir en depresión, padece de un problema en el colon del cual no está del todo clara porque no ha tenido la atención médica suficiente. “Solo sé que es un problema en el colon que me agarra un dolor horrible”, explica. 

Además, padece de migraña, hipertensión, insuficiencia renal y malestar general. Cuando medio se le calma el dolor del estómago, tiene que lidiar con el dolor de cabeza. 

Semanas después de que le mataron a sus hijos, Elea tuvo que operarse de la vesícula porque tenía tres piedras. Ella no quería someterse a la cirugía. Decía que primero enterraría a sus hijos y después se operaría, pero como nunca le entregaron los restos de sus niños, su situación de salud se agravó y con ayuda de conocidos y un médico que la atendía, consiguió operarse en un hospital privado. No fue a un público porque temor a que la reconocieran y le negaran la atención. 

Con todos los problemas de salud que acarrea, Elea ahora está dedicada al cuidado de su hijo con capacidades diferentes. El pequeño tiene nueve años y está visiblemente desnutrido. “Se me ha enflaquecido bastante desde que llegamos”, dice Elea, quien tiene que ir con él todos los días al colegio para cuidarlo. El niño también ha empezado a expedir un olor extraño, además de padecer de tos y gripe constantemente.  

LEA TAMBIÉN: Ataque a la fe: las principales festividades religiosas prohibidas por Ortega

El menor no puede hablar y aunque puede caminar, se desorienta y a veces se cae, por lo cual necesita cuidados especiales a toda hora. “Es como un bebé grande”, comenta. Ella tiene que ir todos los días con el niño al colegio donde estudia para cuidarlo. Lo hace con su otra hija de cuatro años la cual todavía no recibe clases, pero Elea no tiene con quien dejarla en casa. 

Su hijo mayor, el de 12 años, es un poco más independiente. También va a clases y le ayuda a su madre con el cuidado de sus hermanos. Elea dice que hay días en que no van al colegio. A veces porque ella se siente demasiado mal de salud, y otras, que es la mayoría de ocasiones, porque no tiene ni una sola moneda para el pasaje.

Desterrada, presa o muerta 

“En Nicaragua estuviera en el Chipote o estuviera muerta ya. O estuviera desterrada también”, considera Elea Valle, quien insiste en que se fue de Nicaragua porque no soportaba el hostigamiento de la Policía en su contra. 

“Yo no salí porque iba de paseo. Tuve que abandonar obligadamente. Como yo los denuncié a ellos nacional e internacionalmente, ellos me odian a muerte a mí”, dice. 

El calvario de Elea Valle comenzó desde el mismo momento en que le mataron a sus hijos. 

El jueves 9 de noviembre de 2017, ella estaba en su rancho, en la comunidad San Antonio, municipio de La Cruz de Río Grande, mientras que su esposo, Francisco Pérez, tenía dos años enmontañado junto a su hermano Rafael Pérez Dávila, alias el Colocho. Los dos fueron contras en los años ochenta y se habían rearmado contra el régimen de Ortega. 

Ese jueves, Francisco llamó a Elea y le dijo que le mandara a los niños porque los quería ver. Ella aceptó y el viernes 10, muy de mañanita, los mandó al lugar donde se encontraba su padre. 

Yojeisel Elizabeth y su hermano Francisco Alexander, ambos hijos de Elea Valle y asesinados por el Ejército de Nicaragua en 2017. REPRODUCCIÓN/LA PRENSA

Yojeisel Elizabeth era de gran ayuda para su madre en aquel entonces, cuando se ganaba la vida lavando y planchando ajeno. Para aquellos días, Elea ya tenía problemas en la vesícula y se ponía muy enferma, de manera que su hija se iba a lavar y planchar por ella. Hoy tendría 21 años. 

El pequeño Francisco Alexander también tenía un rol importante en el hogar. A sus 12 años, se iba con un machete a trabajar en el campo y regresaba con unos cien córdobas a la casa con los cuales su mamá se ayudaba para alimentar a la familia, que para entonces eran Elea y cinco hijos. Hoy tendría 17 años. 

El viaje de los dos menores para encontrarse con su padre duró dos días. Salieron a pie el viernes al amanecer y llegaron el sábado por la tarde. Elea habló con ellos por teléfono cuando llegaron. “Estaban emocionados. Mi niña estaba alegre porque el papá le regaló un celular nuevo y les dio un dinero para que compraran cuadernos, mochila porque el próximo año querían ir a la escuela”, recuerda. Esa fue la última vez que la mujer habló con sus hijos. 

En la mañana del domingo, Elea quedó esperando que los niños la llamaran a como acordaron. Ella intentó llamarlos, pero le salía el buzón de voz. El día avanzaba y nada de la llamada de sus hijos. Hasta que al final del día, un conocido de ella que vivía cerca de donde andaban los niños con el padre, la llamó y le habló sobre los rumores de que sus hijos habían sido asesinados por el Ejército. Pero no eran rumores. 

A las cuatro de la mañana del lunes 13 de noviembre, Elea salió de su casa para ir a buscar el cadáver de sus hijos. Iba acompañada de su otro hijo de 8 años, que hoy tiene 12, y de una sobrina de su esposo. Mientras iba de camino, la llamaron para decirle que el Ejército había ordenado que enterraran los cuerpos, pero ella rogó para que no lo hicieran hasta que llegara y así poder ver a sus hijos por última vez.  

A las cinco de la tarde llegó a un punto donde unas veinte personas montadas en caballos la estaban esperando con un animal también para ella y así seguir con el viaje montaña adentro. Llegaron cerca de las siete de la noche. Elea recuerda que se sentía muerta en vida y le enterró lo más que pudo las espuelas a la bestia para que esta saliera corriendo. Su intención era matarse, pero las personas del lugar pudieron controlar al animal. 

LEA TAMBIÉN: La “lepra de montaña” azotó en los años 80 y sigue siendo una amenaza

Cuando llegó al lugar vio los cuerpos de sus hijos. Se abalanzó sobre ellos y no paraba de llorar hasta que se desmayó. Minutos después volvió en sí y siguió llorando. Al cuerpecito de Francisco Alexander le notó varias puñaladas en los costados, en uno de sus brazos y en su mano izquierda. Tenía balazos en el pecho y señales de haber sido torturado. 

A Yojeisel Elizabeth, las personas del lugar le dijeron que había sido violada, que la habían colgado de un árbol y la habían desnucado. Estaba tendida boca arriba, con el pecho cubierto solamente por su sostén y también con señales de tortura. 

Elea también vio el cadáver de su esposo Francisco Pérez y se fijó que tenía un hueco en la cabeza y que no tenía los sesos. También vio el cadáver de su cuñado, Rafael Pérez, que estaba quemado en el rostro, el pecho y los brazos. 

Los cuerpos fueron enterrados en una fosa común en ese lugar. “Es un potrero, solo monte. El Ejército ni siquiera me dejó hacerles una tumba donde pueda ir a dejarles flores”, reclama Elea cinco años después del crimen. 

Elea Valle durante una manifestación exigiendo justicia por el asesinato de sus hijos. Óscar Navarrete/LA PRENSA

Persecución 

Desde ese día, Elea no dudó en denunciar públicamente a los que, para ella, son los asesinos de sus hijos: el Ejército de Nicaragua y el régimen de Daniel Ortega. 

Hizo conferencias de prensa, participó en marchas, fue varias veces a la Policía y sus principales demandas eran que se hiciera justicia y que le entregaran los restos de sus hijos para ella darles sepultura. 

En la Policía le pedían que se calmara, que dejara su número de teléfono y que la iban a llamar pronto para darle una respuesta. Nunca la llamaron. Ella misma tuvo intención de ir al lugar para desenterrar los restos de sus hijos, darles cristiana sepultura y hacerles una tumba, pero la gente le decía que el Ejército mantenía vigilada la zona, por lo cual nunca se atrevió. 

Tras el estallido de las protestas en abril de 2018, la misma Policía empezó a hostigarla en la comunidad donde vivía, por lo cual tuvo que dejar su casa e irse a alquilar a otro lugar que prefiere no revelar por seguridad de quienes la acogieron. 

En ese nuevo lugar, la Policía también llegaba a buscarla y lo mismo en las demás casas en las que estuvo alquilando con sus hijos. En un momento, Elea pensó que iban a convertirla en presa política. “Si estuviera en el Chipote, estaría condenada para toda la vida”, dice y por ello decidió salir de Nicaragua el 20 de julio de 2021. 

Elea Valle fue en varias ocasiones a la Policía y siempre refutó la versión oficial de que sus hijos supuestamente andaban armados y que eran delincuentes. LA PRENSA/Archivo

Ella salió de manera irregular con sus hijos por el río San Juan. Había hablado con unas personas que estaban en Costa Rica y que le ayudaron a hacer su solicitud de refugio, pero todavía no tenía claro si le iban a dar dónde dormir. “Yo me vine bajo la mano de Dios porque allá ya no podía estar y aquí vine a lo que Dios quisiera”, relata. 

Cuando llegó al río San Juan, justo antes de abordar una panga que la cruzaría hacia Costa Rica, unos militares del Ejército la retuvieron. 

— Su cédula – pidió uno de ellos. 

— Aquí está – entregó Elea rezando para que no la reconocieran 

— ¿La partida de nacimiento de los niños? 

— No tengo. Las fui a pedir, pero nunca me las dieron 

— No puede salir sin las partidas de nacimiento de estos niños 

— Pero yo no voy para Costa Rica. Voy aquí a Boca de Sábalo para un cumpleaños de una amiga. 

— Aquí en la cédula dice que sos de Río Blanco sí. 

— Sí, desde allá vengo 

— ¿Segura que no vas para Costa Rica? 

— Segura hermanito 

— ¿Por cuántos días vas? 

— Solo dos semanas 

Una mujer militar interrumpió la conversación, mientras Elea trataba de mantener la calma y contener los nervios. 

— Dejemos que pase. Viene de largo la pobre mujer y dice que no va para Costa Rica –dijo la uniformada a su compañero y después se refirió a Elea: 

— Siga. Aquí la esperamos al regreso.  

Elea siguió su camino y se subió a la panga rápido antes de que descubrieran su coartada. En cuestión de minutos, ya estaba en Costa Rica. “Yo me sentí libre. Sentía como un alivio de que ya no me estaban siguiendo”, relata. 

En Costa Rica, Elea tomó un bus que la llevaría a San José, la capital de ese país, pero todavía no tenía claro a dónde iba a pasar la noche. Ella tenía planeado llegar a la terminal del bus y hablar con algún guarda de seguridad para que la dejara dormir en la cuneta con sus tres niños y cuando saliera el sol, buscaría que hacer. Nada de eso fue necesario. Una persona la contactó apenas llegó a San José y la llevó a un refugio en donde estuvo cerca de dos meses. 

En su casa, Elea Valle tiene su bandera de Nicaragua. Dice que, al igual que todas las madres que perdieron a sus hijos durante las protestas de abril de 2018, ella también desea que haya justicia por el asesinato de sus niños. Óscar Navarrete/LA PRENSA

Abandonada 

Desde antes que llegara a Costa Rica, Elea ya tenía malestares generales, sobre todo después de la operación de la vesícula que tuvo. Como solicitante de refugio, la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) le otorgó un seguro médico, pero no lo pudo usar por mucho tiempo porque se le venció, no se lo renovaron, y cada vez que trata de pasar consulta, le dicen que no la pueden atender. 

Como no puede trabajar por su estado de salud, además de que tiene que estar pendiente de su hijo con capacidades diferentes, ha sobrevivido por la ayuda de otras personas refugiadas nicaragüenses, de iglesias, pastores y algunas organizaciones que la han ayudado con comida principalmente. 

Elea dice que toda la ayuda que recibe es bienvenida, pero en este momento ella siente que necesita atención médica, al igual que su hijo con capacidades diferentes que se le enferma de tos y gripe muy seguido. En Costa Rica, la atención médica para los niños es gratuita, pero Elea se queja porque cada vez que va con el menor a pasar consulta, le dan cita para tres o seis meses después. 

Con el alquiler de la casa, una persona le ha estado ayudando mes a mes para pagarla. “Si no ya estuviera yo en la calle”. Ella llora y sufre en silencio. A veces pasa tirada en cama. “Por eso yo he dejado la vergüenza con la gente para pedirles que me apoyen, no con todo, pero si con cositas”, dice. 

Ella se siente abandonada y cree que el caso de sus hijos ha quedado en el olvido, sobre todo, después del estallido de la crisis política en abril de 2018 y con el asesinato de cientos de jóvenes manifestantes. “Nadie dice nada. Ni siquiera dicen “doña Elea”, ni el nombre de mis hijos en las marchas. Nadie”, lamenta. 

“Mis hijos no eran animales, eran mi sangre y yo también quiero justicia para mi familia”, insiste y agrega que desea hablar con alguna organización de derechos humanos internacional o con algún funcionario de Estados Unidos, porque siente que podrían ayudarla con su situación de salud y con su demanda de justicia. 

A pesar de que salió de Nicaragua, en Costa Rica “no me siento segura porque aquí está lleno de paramilitares. De aquí a Nicaragua es un paso para Daniel Ortega. A él no le cuesta nada mandar a alguien que me ande vigilando. Aquí puede venir un criminal, me mata y se va de nuevo tranquilamente”, menciona. 

Elea tiene ganas de irse a Panamá, o en el mejor de los casos a Estados Unidos o España porque cree que correría menos peligro, y asegura que en Costa Rica ha visto a personas que la vigilaban en Nicaragua. “Para ellos quitarme la vida a mí es como matar a un animal”. 

Si usted desea apoyar a Elea Valle con lo que esté a su alcance, puede contactarla al número +506 63844903 

Puede interesarte

×

El contenido de LA PRENSA es el resultado de mucho esfuerzo. Te invitamos a compartirlo y así contribuís a mantener vivo el periodismo independiente en Nicaragua.

Comparte nuestro enlace:

Si aún no sos suscriptor, te invitamos a suscribirte aquí