Pocas cosas son tan arraigadas en las culturas de los pueblos como sus expresiones públicas de fervor religioso. En los países predominantemente católicos las procesiones de Semana Santa han sido una de las tradiciones más sentidas, vistosas y multitudinarias. En Nicaragua han sobresalido procesiones como las del Santo Entierro, tan amada por los leoneses y los sutiabas, sin restar mérito a las otras que millares protagonizan en todos sus pueblos y ciudades.
La tradición es de siglos y algo que emerge, espontáneo, de las entrañas de la fe popular; el deseo de acompañar a Cristo en las distintas estaciones de su dolorosa pasión. Las procesiones han sido parte de nuestra historia, de nuestro DNA cultural, de nuestros amores y devociones. Algo que es permitido en todos los países cristianos del mundo y que nadie había osado prohibir en el continente desde que lo intentó el dictador mejicano Calles en 1925, provocando la sangrienta rebelión cristera.
Hoy en Nicaragua, la pareja Ortega Murillo quiere reeditar ese manchón de la historia mejicana. Han prohibido las procesiones de Semana Santa. No quieren viacrucis en las calles, no quieren que el pueblo católico honre públicamente la pasión de su redentor. Párroco que lo intente podrá ser apresado. Público que lo intente tendrá que enfrentar una barrera de policías armados de akas.
Es importante analizar las implicaciones de esta medida gubernamental insólita e inexplicable. Uno de sus aspectos más chocantes es el desprecio de los derechos del pueblo. Y no de cualquier derecho. La libertad de profesar pública y privadamente la religión es uno de los derechos más sagrados. El papa Benedicto XVI la llamó “la más preciada de las libertades americanas”.
Prácticamente todas las constituciones del mundo consagran el derecho a manifestar en público y en privado sus creencias religiosas. Lo establece la Declaración Universal de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas en su artículo 18: “Toda persona tiene derecho… a la libertad de manifestar su religión o su creencia, individual y colectivamente, tanto en público como en privado…”
Igual lo reitera la Constitución nicaragüense —que el presidente juró respetar— en su artículo 29: “Toda persona tiene derecho a la libertad de conciencia, de pensamiento y de profesar o no una religión. Nadie puede ser objeto de medidas coercitivas que puedan menoscabar estos derechos”.
La excusa de restringir las procesiones para proteger la seguridad nacional o el orden público no tiene asidero alguno. En Nicaragua las procesiones religiosas no han devenido en tumultos políticos, ni siquiera después de la turbulencia del 2018. Si el año pasado y los anteriores no se prohibieron, ¿por qué lo son ahora que la dirigencia opositora está desterrada y que no hay las más mínimas protestas en las calles?
La medida es inexplicable. Caprichosa. Expresión de un gran menosprecio de las tradiciones religiosas y una tremenda falta de empatía hacia los sentimientos religiosos del pueblo. Expresión, también, del talante autoritario del presidente y la presidente quienes, inconsultamente y sin motivo racional alguno, han impuesto por su sola y exclusiva voluntad la supresión de una tradición apolítica, noble y muy venerada.
Acción, dicho sea de paso, típicamente dictatorial; porque en las democracias las autoridades tienden a cuidarse de implementar medidas que pueden resultar impopulares, precisamente porque dependen de los votos que les otorgue el pueblo. En las autocracias no, porque no dependen de la aprobación popular sino exclusivamente del control de la fuerza.
Ahora bien, si no es por evitar manifestaciones populares de descontento, ¿por qué la pareja prohíbe las procesiones? La expulsión de las Hermanas de la Caridad de Santa Teresa de Calcuta, de la Fundación educativa Fabreto, la supresión de Cáritas de Nicaragua y universidades de la Iglesia, ¿no esconderán un soterrado odio al catolicismo y a la misma figura de Cristo? Inconcebible es que un verdadero cristiano se sienta ofendido ante monjitas empeñadas a servir a los pobres, ante universidades con principios evangélicos, o ante un pueblo marchando en los viacrucis.
El autor es sociólogo e historiador. Autor de libro Buscando la tierra prometida. Historia de Nicaragua 1492-2019.