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El reto de la calidad y la pertinencia educativas

Tengo para mí, como educador que siempre he aspirado a ser, que la clave para nuestro verdadero ingreso en el siglo XXI, es decir en una sociedad basada en el conocimiento y el aprendizaje, está en la educación, en dar a nuestro pueblo, sin discriminación alguna, una educación de la mejor calidad posible, que sea a la vez pertinente, es decir, que responda a las necesidades de la sociedad  (políticas, sociales, económicas, culturales y laborales). Calidad y pertinencia social son términos inseparables. Nunca me cansaré de repetir que el nivel de la calidad educativa lo determina la calidad de la formación de los docentes y de los directores de los centros educativos.

Esto significa priorizar en la agenda nacional el tema educativo y asignarle los mayores recursos financieros posibles, públicos y privados, tratando de alcanzar en los próximos años la meta de un 7 por ciento u 8 por ciento del Producto Interno Bruto. Cuando me  refiero a la necesidad de priorizar la educación, me estoy refiriendo a todo el sistema educativo, a todos sus niveles y modalidades, en una concepción integral del mismo, sin contraponer un nivel educativo a otro. Cabe advertir que no se trata de pedir más dinero para la educación para seguir haciendo lo mismo. El aumento de recursos debe destinarse al cambio profundo del sistema educativo, de acuerdo a una política nacional de transformación y desarrollo educativo de largo plazo. Deberíamos proponernos diseñar esa política teniendo como horizonte el año 2030.

La experiencia internacional, y los análisis de la Unesco demuestran que los países que han logrado hacer de la educación el motor principal de su desarrollo económico y social, son aquellos que han adoptado esta visión integral, que es también humanística, que asume la educación como un bien social y como un derecho humano fundamental.

Los países en desarrollo, como el nuestro, no deberían caer en la trampa de una concepción estrecha de la educación, cuyos beneficios solo sean apreciados en términos de “rentabilidad económica”.  Sin lugar a dudas la educación contribuye al desenvolvimiento económico, pero es algo más que eso. Una visión puramente economicista, además de reduccionista, concluiría por hacer de la educación una mercancía sujeta a las reglas del mercado. No. La educación debe inspirarse en los valores del humanismo y no en los del mercado. Como lo dice el Informe Delors: “Las políticas educativas deben asumirse como un proceso permanente de enriquecimiento de los conocimientos, de la capacidad técnica, pero también, y quizás sobre todo, como una estructuración privilegiada de la persona y de las relaciones entre individuos, entre grupos y entre naciones”…  “Todo convida, entonces, a revalorizar los aspectos éticos y culturales de la educación, y para ello dar a cada uno los medios de comprender al otro en su particularidad y comprender el mundo en su curso caótico hacia una cierta unidad”.

Me parece oportuno reproducir aquí un párrafo, muy esclarecedor, de un discurso del profesor Federico Mayor, de cuando era director general de la Unesco: “La paz, el desarrollo y la democracia forman un ‘triángulo interactivo’ cuyos vértices se refuerzan mutuamente. Sin democracia, no hay desarrollo duradero. La pobreza y el estancamiento económico socavan la legitimidad democrática y dificultan la solución pacífica de los problemas. El eje dinámico de este triángulo es la educación. Educación para todos, durante toda la vida: ese es el gran desafío de nuestra época, el que no admite subterfugios ni dilaciones.  Educación que despierte el potencial creador de cada persona; educación que forje actitudes de tolerancia, que genere valores, que permita a cada ser humano alcanzar esta ‘soberanía personal’, el dominio de sí mismo, el diseño por cada cual de sus propias opciones, de su propio destino”. Una educación así concebida es la verdadera llave para lograr un auténtico desarrollo humano y sostenible para nuestro país, que dé lugar a una sociedad más justa y equitativa.

Como especialista en educación superior, paso ahora a una sucinta exposición de mis ideas acerca de la universidad que necesitamos diseñar para hacer frente a los desafíos de la sociedad contemporánea, que se caracteriza por la influencia de dos fenómenos que tienen directa incidencia en el quehacer de las instituciones de educación superior en el siglo que estamos iniciando: la globalización y la emergencia de las sociedades del conocimiento.

Frente a esos retos es urgente estructurar las respuestas de las universidades, mediante una serie de tareas que, en apretada síntesis conducirían a fortalecer sus capacidades de docencia, investigación y extensión interdisciplinarias, funciones que deben enriquecerse recíprocamente; flexibilizar sus estructuras académicas e introducir en su quehacer el paradigma del aprendizaje permanente; auspiciar sólidos y amplios programas de actualización y superación académica de su personal docente, acompañados de los estímulos laborales apropiados; arraigar en su quehacer las culturas de pertinencia, calidad y gestión estratégica, informática, rendición social de cuentas e internacionalización.

Los maestros deben formarse al nivel superior en escuelas normales superiores o en las facultades de educación. Su salario debe ser, en una primera etapa, equivalente al promedio de los salarios que devengan los maestros de los países centroamericanos.

Ante un mundo en constante proceso de cambio, la educación permanente aparece como la respuesta pedagógica estratégica que hace de la educación asunto de toda la vida y dota a los educandos de las herramientas intelectuales que les permitirán adaptarse a las incesantes transformaciones, a los cambiantes requerimientos del mundo laboral y a la expansión y obsolescencia del conocimiento. Se dice, y con razón, que si un profesional diez años después de graduado ejerce su profesión según los que aprendió durante sus estudios, lo único que podemos afirmar es que lo está haciendo mal.     

La vocación de cambio que imponen la naturaleza de la sociedad contemporánea y la globalización, implican una universidad al servicio de la imaginación y la creatividad, y no únicamente al servicio de una estrecha profesionalización, como desafortunadamente ha sido hasta ahora entre nosotros. El cambio exige de las instituciones de educación superior una predisposición a la reforma de sus estructuras y métodos de trabajo, lo que conlleva asumir la flexibilidad como norma de trabajo en lugar de la rigidez y el apego a tradiciones inmutables.  A su vez, la instalación en el futuro y la incorporación de la visión prospectiva en su labor, harán que las universidades contribuyan a la elaboración de los proyectos futuros de sociedad, inspirados en la solidaridad, en la equidad, el desarrollo humano y el respeto al ambiente.  Asumir el compromiso con la innovación es para la educación superior asumir el reto del futuro.

El autor es educador. Fue ministro de Educación, rector universitario y representante de Nicaragua en la Unesco.

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