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El semillero de la crueldad

Acuérdense de los presos, como si ustedes fueran sus compañeros de cárcel, y también de los maltratados, como si fueran ustedes mismos los que sufren.

Hebreos 13:3

La crueldad y violencia del régimen Ortega-Murillo han sacudido la conciencia de los nicaragüenses que recibimos casi a diario información sobre las inhumanas condiciones en las que sobreviven en prisión casi doscientos reos políticos. También hemos escuchado las voces de madres que claman justicia para sus hijos e hijas, y sabido de niños y niñas que lloran la ausencia de sus madres.

¿Cómo explicar el sadismo del gobierno sandinista y su claro desprecio por las más elementales normas de justicia y convivencia humana? En las redes sociales predominan dos tipos de respuesta a esta pregunta: la brutalidad del régimen es producto de las “mentes enfermas” de los Ortega-Murillo; y, los que nos gobiernan pecan contra la ley de Dios, “están poseídos por el demonio”. Así pues, la barbarie del régimen se atribuye a la patología o a la moralidad de los Ortega-Murillo, lo que nos exculpa de toda responsabilidad en el drama de los encarcelados.

Contra —o complementando— estas explicaciones quiero sugerir que el sadismo de la élite gobernante se nutre del semillero de la crueldad que es Nicaragua. En este sentido, la brutalidad del régimen debe verse como el reflejo de una Nicaragua socialmente abúlica en donde los que podemos nos desatendemos del sufrimiento de los que no alcanzan dentro de nuestros estrechos y selectivos radares emocionales.

Y si no, preguntémonos: ¿Por qué no reclamamos antes, como bien lo hacemos ahora, un sistema penitenciario menos inhumano? ¿Acaso ignorábamos que los que sufren prisión en Nicaragua —pobres en su inmensa mayoría— sufren, como lo revela un informe del Departamento de Estado de los Estados Unidos del 2015, de “parásitos, atención médica inadecuada, escasez frecuente de alimentos, agua contaminada y saneamiento inadecuado?” ¿Por qué no escuchamos las voces de quienes en el pasado denunciaron que en las celdas donde sobreviven sus familiares “ya ni las hamacas caben y (los prisioneros) tienen que dormir muchas veces sentados porque hay plaga de jelepates que les chupa la sangre”? (Banco Interamericano de Desarrollo, 2020). ¿Por qué no nos indignamos antes frente a la “violencia institucional” que se practica en nuestras cárceles y que, de acuerdo a un informe de la Unión Europea, publicado en marzo del 2018, incluye “maltrato físico, aislamiento penitenciario, traslados arbitrarios, humillaciones, amenazas (…) requisas personales vejatorias” y otras violaciones? Peor aún, ¿por qué no encontró eco la carta de los presos políticos de Granada que suplicaron no ser olvidados y dijeron: “Dejemos (de) pelear libertades solo para fulano o zutano o porque ellos son de apellidos reconocidos”?

La palabra clave en la súplica de los prisioneros de Granada es reconocimiento, concepto que en filosofía hace referencia a “una relación recíproca entre individuos, en la cual cada sujeto ve al otro como igual” (S. O. Sepúlveda, El concepto de reconocimiento en Hegel). A los nicaragüenses nos cuesta reconocer al “otro” y a la “otra” que existen fuera de los cerrados círculos socio-emocionales en que nos hemos acostumbrado a vivir; es decir, nos cuesta mucho empatizar con los que no viven, ni visten, ni lucen, ni rezan, ni piensan políticamente, como nosotros.

Espejos rotos

Una de las explicaciones científicas más prometedoras del fenómeno de la empatía postula que el cerebro humano está equipado con “neuronas espejo”, es decir, con células nerviosas que se activan cuando observamos lo que experimentan otros individuos, desarrollando en nosotros la capacidad de compartir sus emociones. Por la activación de estas células nos contagia la risa de otros y hasta somos capaces de llorar frente a un drama en pantalla.

Así pues, todos los seres humanos, de acuerdo a la teoría de las “neuronas espejo”, contamos con el potencial neurobiológico para sentir en carne propia lo que sienten los demás, más allá de nuestros círculos inmediatos. El desarrollo de este potencial, sin embargo, depende del andamiaje institucional y cultural de la sociedad en que vivimos. Así, una cultura machista —como la nuestra— puede reducir y hasta anular la capacidad de los hombres para empatizar con las mujeres, de la misma manera que una sociedad violenta —como los Estados Unidos— hace cada día más fácil la deshumanización de los que con un fusil de guerra masacran estudiantes en las escuelas de ese país.

La crisis como oportunidad

Nada de lo que he dicho antes condona o reduce la criminalidad de Daniel Ortega y Rosario Murillo. Tampoco desvalora el sufrimiento de los reos del régimen o el de sus familiares. Lo que he señalado es que la crisis actual puede acercarnos al “otro” y a la “otra” nicaragüense pobre y discriminada porque las condiciones en que sobreviven los reos que hoy nos preocupan, son las mismas que sufren muchos de nuestros desempleados, campesinos, trabajadores informales y hasta las familias de nuestras empleadas domésticas y nuestros celadores y choferes. De igual forma, la tortura emocional a la que son sometidos los reos del régimen son similares a las que padecen a diario las víctimas de nuestras actitudes clasistas, racistas, homofóbicas y sexistas. Asimilar esta realidad es empezar a combatir el semillero de la crueldad que es Nicaragua.

El autor es profesor retirado de la Universidad de Western, Canadá.

Opinión Nicaragua régimen orteguista sandinismo archivo
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