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Ama más, habla menos

Somos verdaderos discípulos cuando nos amamos los unos a los otros (Jn. 13, 35). Pero no debemos caer en la tentación de convertir el amor en una bella palabra, pero vacía y sin sentido por muy bella que sea: “Si alguno me ama, guardará mis palabras… El que no me ama, no guarda mis palabras” (Jn. 14, 23-24).

Las palabras, por sí solas, no tienen valor alguno y el amor es una joya demasiado valiosa para reducirlo solo a palabras. Hoy cada vez se cree menos en la palabra. Hay demasiadas palabras y pocas realidades.

Nuestras palabras cada vez se creen menos. Pues una cosa es lo que decimos y otras las que hacemos.

Los padres desconfían de las palabras de sus hijos y los hijos de las palabras de los padres; saben que en las palabras de ambos se encierran muchas falsedades y mentiras. Los esposos cada vez se creen menos y hasta se hablan menos. Están cansados también de palabras inútiles y vacías.

Nosotros mismos, los cristianos hablamos demasiado y muchas veces nuestros hechos no apoyan lo que decimos. Hoy necesitamos ver más hechos, más realidades que palabras

Las palabras están en un constante proceso de devaluación. Los hechos son los que cada vez más se revalúan. Hay que dejar un poco atrás la pregunta “¿qué decir?”, para preguntarnos “¿qué hacer?” Si no reconocemos esto quedaremos atrapados en el laberinto de la elocuencia sin realizaciones. Hay gente que habla bonito, pero no hace lo que dicen sus palabras.

El amor, nos dice Jesús, no es cuestión de palabras ni de grandes y elocuentes discursos. El amor es una actitud permanente ante la vida: “Si alguno me ama, guardará mi palabra… El que no me ama, no guarda mis palabras” (Jn. 14, 23-24).

Jesús, al decirnos esto, lo decía con toda su fuerza moral. Su amor no fue palabra vacía; por eso pudo decir: “Si no hago las obras de mi Padre, no me crean; pero si las hago, aunque a mí no me crean, crean por las obras” (Jn. 10, 38). “Mi comida es hacer la voluntad de mi Padre” (Jn. 4, 34). “Les doy un mandamiento nuevo: que se amen los unos a los otros como yo les he amado” (Jn. 13, 34).

El amor que no se hace vida es un falso amor. El amor, como la fe, se conoce solo por los hechos: “¿De qué sirve, hermanos míos, que alguien diga: tengo fe, si no tiene obras… La fe, si no tiene obras, está realmente muerta” (St. 2, 14-17).

Jesús nos enseñó muy claramente en la parábola de los dos hijos (Mt. 21, 28-31) que lo que el Padre quiere de nosotros no es la palabrería falsa e hipócrita por muy bella que esa palabra sea; lo que espera de nosotros es el compromiso fiel en todo momento y el testimonio vivo de que, en verdad, amamos.

Hoy decimos todos muchas palabras vacías y de cara a la galería. Sobran todas esas palabras y falta la realidad de los hechos. Por eso decía Jesús: “No todo el que me diga ‘Señor, Señor’, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre que está en los cielos” (Mt. 7, 21).

Quien ama lucha para sacar a flote su país. Quien ama, respeta, no manipula ni ultraja, ni ofende ni arremete contra nadie. Quien ama, es fiel y consecuente con el amor.

Quien ama se esfuerza por comprender. Quien ama siembra justicia. Quien ama se alegra en servir al otro. Quien ama perdona. Quien ama se solidariza (Rom .12,15).

Quien ama confía y se fía. Quien ama siembra alegría, no lágrimas. Quien ama corrige, pero, a la vez acaricia. Quien ama hace libres a los demás. Quien ama busca la felicidad del otro. Quien ama comparte su pan para que el otro también coma.

No hay otro modo de demostrar el amor que con los hechos, con las obras: “Por sus frutos los conocerán” (Mt. 7, 16). Obras son amores y no buenas razones… Donde hay obras, las palabras sobran.

En fin, el amor “perdura a pesar de todo, lo cree todo, lo espera todo y lo soporta todo” (1Cor 13, 7).

El autor es sacerdote católico

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