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Se busca: una esperanza para Nicaragua

En dos entregas anteriores señalaba que la cultura política nicaragüense se caracteriza por transitar pendularmente entre el pragmatismo resignado, que nos empuja a “atemperarnos a las circunstancias”, y el voluntarismo heroico con el que explotamos cuando se desbordan los límites de nuestra descomunal tolerancia frente a la corrupción y los abusos de poder de las élites que han controlado nuestro país a través de su historia. La dimensión cognitiva de este fenómeno la explica el neurobiólogo francés Henri Laborit, quien nos dice que cuando el individuo es forzado a “acomodarse” a su entorno, interioriza una sensación de “angustia” que, al acumularse y rebosar, tiende a provocar reacciones violentas contra las condiciones que lo oprimen. Mientras que la noradrenalina es la neurohormona que segrega el organismo en situaciones en la que aceptamos la “imposibilidad de controlar activamente nuestro entorno”, la adrenalina es el neurotransmisor que nos mueve a cambiarlo.

Abril-2018 se enmarca dentro de la dinámica que señala Laborit. En esa ocasión, un sector del pueblo nicaragüense explotó cuando los abusos del actual gobierno se hicieron insoportables y, más concretamente, cuando la resignación se hizo emocionalmente más difícil de sostener que el riesgo de intentar cambiar el rumbo de nuestra historia.

Las protestas de abril no lograron sus objetivos. Antes bien, endurecieron el sistema dictatorial que las provocó. En estas circunstancias, el péndulo de nuestra cultura política ha empezado a movernos hacia la aceptación pragmática-resignada de una Nicaragua sojuzgada, temerosa y gris. En otras palabras, nos hemos empezado a “insensibilizar”. El concepto de “insensibilización” lo usa el neurobiólogo argentino Daniel Feierstein para referirse al “adormecimiento” del espíritu que ocurre cuando el individuo “se da por vencido” y se ve obligado a aceptar su realidad. Cuando nos sentimos impotentes, apunta el sicólogo social español-salvadoreño y sacerdote mártir Ignacio Martín-Baró, “la pasividad” se convierte en la forma más conveniente de adaptarse a “un destino que parece inevitable”. Para Feierstein, esto es precisamente lo que sucedió con un buen sector de la sociedad Argentina durante y después de la brutal “Guerra Sucia” (1974-1983) librada contra su propio pueblo por los militares de ese país.

Apoyados en los autores antes mencionados, podemos decir que el pragmatismo resignado –la predisposición de los humanos a “acomodarnos” a situaciones opresivas y sin soluciones aparentes– se nutre de la desesperanza; es decir, de la pérdida de confianza en la posibilidad de un futuro mejor. Muchos que repudian el sandinismo se “acomodan” desesperanzados al sistema político que los oprime. Se “acomodan” también miles de sandinistas pobres y honestos que visten la camiseta del FSLN porque tienen que escoger entre los beneficios que obtienen del actual régimen y la promesa de una “democracia” que, si se atienen al discurso de los que la proclaman, ignora sus necesidades.

En el ambiente de resignación generalizada que amenaza con consolidarse en nuestro país, la idea del Dios providencial y omnipotente –martillada en nuestra “mente social” durante cinco siglos y expresada en frases como “que sea lo que Dios quiera”– aparece como el antídoto más efectivo contra la locura colectiva en la que caeríamos si nuestro aparato psíquico no lograra articular una explicación de nuestra miseria. Las investigaciones de Martín-Baró, las de los estadounidenses Pippa Norris y Ronald Inglehart y, en términos más generales, los estudios producidos dentro del marco de la “Teoría de la Inseguridad Existencial”, así lo confirman.

En resumen, la predisposición providencialista que llevamos inscrita en lo que el neurocientífico español Manuel Froufe llama la “mente oculta” –el “inconsciente cognitivo”– nos empuja a trasladar al Dios providencial el poder agencial que sentimos no poseer. Con la cesión que hacemos de nuestra capacidad de acción al Dios que lo puede todo, el providencialismo y el pragmatismo resignado se entrelazan para formar una relación de afinidad electiva; es decir, una relación en la que estos dos rasgos culturales se refuerzan mutuamente para consolidar una situación que, en nuestro caso, nos induce gradualmente a habituarnos a la anormalidad en que vivimos, hasta que algo –un detonante, como el asesinato de Pedro Joaquín Chamorro Cardenal durante el somocismo; o los abusos del gobierno Ortega-Murillo contra los pensionados del Seguro Social en el 2013– rompa las cadenas de la resignación y dé inicio a otro desborde colectivo de adrenalina para volver a empezar un nuevo ciclo en el movimiento pendular de nuestra historia.

¿Qué hacer?

El neurocientífico Antonio Damasio señala que para neutralizar una condición emocional negativa –como la del pragmatismo resignado– es necesario generar emociones positivas. A fin de cuentas, es prácticamente imposible convencer a un pueblo oprimido que no debe sentirse aplastado. Esto significa que en nuestro país necesitamos crear un horizonte de anhelos colectivos sustentado en una visión política que, enraizada en la Nicaragua profunda y mediante un discurso honesto y efectivo, ofrezca propuestas de solución a los problemas del país que sean social, política y culturalmente inclusivas. Esto implica la colaboración de muchos “vigores dispersos” –incluyendo la filosofía, las ciencias sociales, la música y la poesía. Sobre todo, implica la superación de los vicios del narcisismo político e intelectual y de la crítica hepática y malsana que privilegia las diferencias –reales o inventadas– por encima de las coincidencias que deberíamos afianzar y extender para juntos construir una esperanza para Nicaragua.

El autor es profesor retirado de la Universidad de Western, Canadá.

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