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Serrano Caldera y la sinrazón de nuestra historia

Nadie en la historia de Nicaragua ha aportado tanto a la modernización de nuestra desfasada cultura política como Alejandro Serrano Caldera. Su obra, publicada en cinco tomos por Hispamer, es un tesoro que no debe quedar sepultado bajo el peso de nuestro desprecio por el pensamiento teórico; desprecio que, ingenuamente, ignora que somos “seres interpretativos” y que eso que llamamos la “realidad” es, en última instancia, el producto de elaboraciones teóricas que conceptualizamos con nombres como el “mercado”, la “economía”, la “democracia” y muchos otros más. La misma idea de Dios es una elaboración teórica sustentada en interpretaciones teológicas como la judía, la cristiana, la musulmana y otras.

Serrano Caldera ha luchado por hacernos entender que los humanos no podemos prescindir de la teoría, como no podemos prescindir del aire que respiramos. Lo único que podemos hacer es elegir el nivel de solidez y coherencia con el que teorizamos e interpretamos el mundo y la sociedad en que vivimos. Podemos, por ejemplo, tratar de construir partidos políticos sustentados en una bien razonada visión de país —como lo hicieron los líderes socialdemócratas de la “Generación del 48” en Costa Rica—, o bien, contentarnos con “partidos” que tienen como guía nombres como “Vamos con Eduardo” o “Yo voy con Berenice” o “Nos Cae Mal Andrés”.

De igual manera, podemos elaborar interpretaciones razonadas de la crisis de identidad y representatividad que atraviesan los partidos políticos en el mundo de hoy, o bien, hablar al peso de la lengua y sugerir que en Nicaragua debemos abandonar el modelo de partidos políticos, crear un partido único y berrear: “¡Dirección familiar, ordene!”

En el tosco medio intelectual nicaragüense, donde lo que admiramos son los golpes de suerte o de fuerza en la práctica política, Serrano Caldera es visto por muchos como “un pinche teórico”, como le escuché decir a una conocida líder política en nuestro país. Efectivamente, y para nuestra suerte, Serrano Caldera es un teórico y, más concretamente, un filósofo político, condición que lo convierte en una rara avis en la historia de nuestro país.

Alejandro es, además, una de las personas más nobles y tolerantes que yo he conocido. Poseedor de un finísimo y agudo sentido del humor, sonríe frente a quienes lo “insultan”, o bien, frente a aquellos que responden a sus planteamientos descontextualizándolos, adulterándolos y martillándolos con el propósito de construir el pedestal que los eleve sobre su nimiedad.

Sin lugar a dudas, la calidad humana de Serrano Caldera le ha servido para sobrellevar el peso de su esfuerzo por convencernos de que la anemia teórica que hemos sufrido los nicaragüenses a lo largo de nuestra historia es una de las principales razones —si no la principal razón— de la fragilidad de nuestro tejido institucional y, por ende, de la violencia política con la que habitual e infructuosamente intentamos imponer el orden en nuestro país. En una Nicaragua atiborrada de “análisis político”, Alejandro ha dedicado su vida a promover en nuestro país “una actitud filosófica ante la historia y la política” (El derecho a la esperanza, 193). Esta actitud, nos ha dicho, es necesaria para evitar que “el debate político inmediatista y coyuntural, se imponga sobre la visión estratégica que [necesitamos]” (Los dilemas de la democracia, 34).

La visión estratégica de la que habla Serrano Caldera no debe confundirse con los vacuos “programas de gobierno” producidos en serie por nuestros partidos políticos. Quien lea la obra de este filósofo logrará entender que un efectivo programa de gobierno debe ser la expresión operativa de una visión, entendida esta como la articulación teórica y discursiva de un posible futuro compartido; es decir, de una Nicaragua construida a partir de una comprensión de nuestra historia, nuestras memorias y nuestras aspiraciones.

“Para construir el futuro hay que soñarlo primero”, dice en su canto Enrique Mejía Godoy. Para alcanzar el futuro que decimos merecer, debemos soñarlo y teorizarlo primero, diría Serrano Caldera. Solo así podremos “vertebrar el país, dotarlo de una estructura y una organización, pero sobre todo de un ideal nacional sin el cual es imposible movilizar las voluntades hacia una realización común” (Obras, Vol. V, 277).

Sin un “ideal nacional” que nos una políticamente, Nicaragua no dejará de ser un campo de batalla en donde buscamos la seguridad económica o política mediante la anulación de los que vemos como una amenaza, sean estos nuestros adversarios políticos, los ricos, o los pobres y débiles de nuestra sociedad. La razón, nos dice Serrano Caldera, es la única alternativa a la fuerza; y la teoría que surge de la aplicación sistemática de la razón, la única manera de evitar “que el fuerte destruya al débil y que la ley de la selva […] rija nuestras relaciones” (Los dilemas de la democracia, Ibid., 24). La razón, insiste Alejandro, “es el esfuerzo de la inteligencia para entender el sentido de nuestra historia […] para encauzarla” (Reflexiones para una filosofía de la historia, 268). Encauzar nuestra historia o dejarla en manos de la fortuna; encauzar nuestra historia o encomendarla a la divina Providencia; encauzar nuestra historia o seguir penando como penamos hoy.

El autor es profesor retirado del Departamento de Ciencias Política de la Universidad de Western en Canadá.

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