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Los funerales de un príncipe

Tras una agonía de muchas horas, Darío expiró a las 10:15 de la noche del día 6 de febrero de 1916. El 10 de enero, el obispo de León, Simeón Pereira y Castellón, le había administrado solemnemente la extremaunción. El día 31 Darío dictó su testamento, instituyendo como su heredero universal a su hijo Rubén Darío Sánchez.

Junto a su lecho de muerte estuvieron su esposa Rosario Murillo, sus médicos, los doctores Luis H. Debayle y Escolástico Lara, sus anfitriones Francisco Castro y Fidelina Santiago de Castro, y los hermanos Alejandro y Octavio Torrealba. Octavio dibujó el perfil del fallecido y Alejandro rompió la cuerda del reloj que marca para la posteridad la hora del tránsito a la inmortalidad del renovador de la poesía y la prosa en español. Todas las campanas de las iglesias de León repicaron dolientes y 21 cañonazos del Fortín de Acosasco anunciaron la muerte del “Príncipe de la poesía castellana”. 

La noticia se difunde rápidamente por todo el orbe y aparece en la primera plana de los principales periódicos de América Latina y España. En Barcelona, Francisca Sánchez del Pozo, su compañera de diecisiete años, oyó de la muerte de su querido “Tatay” el martes 9, cuando el voceador de un periódico anunciaba que había muerto un príncipe. Pero es hasta que los amigos de Rubén llegan a darle el pésame que Francisca repara que el príncipe era su amado Rubén.

La autopsia la practican Debayle y Lara, ayudados por los estudiantes de medicina Luis Hurtado y Sérvulo González. El cadáver del poeta, extraídas sus vísceras y su cerebro, es embalsamado para que se conserve durante la semana de homenajes programados por el comité que preside el propio Debayle. Este escenifica una vergonzosa disputa con Andrés Murillo, hermano de Rosario, por la posesión del cerebro de Darío. Debayle lo extrajo con el pretexto de realizar un estudio científico sobre “el depósito sagrado” del genio. Las vísceras fueron enterradas en el cementerio de Guadalupe de la ciudad de León. Se cumplió la pesadilla que tuvo Darío una noche en que, agonizante, vio en sueños como los cirujanos destrozaban su cuerpo.

Mientras la Iglesia católica, en cuyo seno murió Darío, decide rendirle honores “con la magnificencia propia y ceremonial establecido para los funerales de los Príncipes y Nobles”, el gobierno conservador de Adolfo Díaz, por Acuerdo Ejecutivo, tras declarar su fallecimiento como duelo de la Patria, le regatea los honores de Presidente y los limita a “honores de Ministro de la Guerra y Marina”, lo que resultaba paradójico para quien, con convicción pacifista exaltó, en su último poema importante, la paz entre las naciones.

El lunes 8 de febrero el programa de los funerales se inicia con el traslado solemne del féretro al Ayuntamiento de León para el homenaje municipal, presidido por el alcalde, doctor David Argüello. La nutrida procesión se desplaza con gran pompa por las calles de la ciudad. Las cintas del féretro las llevan los ediles y regidores, escoltados por soldados del Fortín. 

El martes 9 es trasladado al paraninfo de la Universidad de León. “Aquí en la Universidad, nos narra Edelberto Torres, el traje negro es sustituido por un sudario griego de alba seda y su cabeza se ciñe con corona de laurel”. El cadáver es depositado en un catafalco y expuesto para la veneración del pueblo. A su lado colocan el ataúd que contendrá sus despojos. Miles de personas desfilan para tributar su respeto al poeta y demostrar el dolor de la patria, que ha perdido al más universal de sus hijos y el que más gloria le ha dado.

En la Universidad permanece cuatro días en capilla ardiente. La guardia de honor se sucede durante todo el día y parte de la noche. Participan estudiantes, profesionales, obreros y artesanos, así como otros miembros distinguidos de la sociedad leonesa. En las veladas nocturnas leen sus homenajes Carlos A. Bravo, Joaquín Sansón, Horacio Espinosa, Modesto Barrios, Luis H. Debayle, Francisco Paniagua Prado y otros. Se declaman los poemas más célebres de Darío. Comenta Jaime Torres Bodet: “Darío, muerto, tuvo que someterse a un tratamiento que habría sido para él, en vida, tortura de su espíritu: escuchar discursos y más discursos…”

El día 12 es el homenaje de la Iglesia. A las ocho de la mañana el alto clero lleva el féretro a la Catedral. “El Obispo Pereira, escribió Juan Ramón Avilés, con traje violeta, salió a recibirlo, llevando en la diestra la bandera de luto de la Iglesia. Hizo descender la bandera sobre el cadáver, y en medio de un recogimiento profundo, se oyó el toque agudo de los clarines.  En la nave central se levanta el blanco y severo catafalco. Lo rodeaban cuatro columnas, cada una de ellas consagrada a una de las repúblicas de Centro América”… “El Obispo Pereira subió a la tribuna y pronunció un discurso lleno de verdadera elocuencia”… “Después siguió la procesión. Los altos dignatarios del clero, a distancia de diez o más varas el uno del otro, bajo capuchas blancas, iban paso a paso, cruzados los brazos, inclinada la cabeza, con las largas caudas sostenidas por acólitos y pajes.  Diez mil personas irían en la procesión que encabezaban tres carrozas simbólicas.  Al llegar a la Universidad, desde una de las ventanas de la casa del General Ortiz, el Presbítero Azarías H. Pallais leyó su discurso admirable”. Este será, por cierto, el único recordado de los discursos pronunciados en los funerales de Darío. 

El entierro fue programado para el domingo 13. A las dos de la tarde, un cañonazo da la señal de partida a la multitudinaria procesión apiñada en los corredores de la Universidad. 

Al iniciarse el desfile, cerca de las cuatro de la tarde, de todos los campanarios de las iglesias de León llegan los toques de profundo duelo. Desfilan las delegaciones con banderas de Argentina, Guatemala, El Salvador, Honduras y Costa Rica. Se han hecho presentes nutridos grupos de representantes de los departamentos del país y de los Ateneos. Pasan los estandartes del Cuerpo Diplomático, del Cuerpo Consular, del Congreso Nacional, de la Sociedad Cultural de Obreros y de la Oficina Internacional Centroamericana. Los estandartes son más de veinte. A la cabeza del desfile van los representantes de los poderes del Estado, de la Universidad, los familiares del poeta, el alcalde de la ciudad y los magistrados de la Corte de Apelaciones. Los colegios y escuelas forman valla en toda la procesión.

“El cadáver, nos narra Edelberto Torres, lleva el rostro descubierto y coronado de laurel, vistiendo un himatión griego, y es conducido en andas adornadas de blanco y azul, bajo un magnífico palio de flecos colgantes. Los representantes de los gobiernos centroamericanos y de La Nación, de Buenos Aires, llevan las cintas negras que penden del catafalco.  A ambos lados, filas de canéforas con sus albos trajes y sus cestillas colmadas de flores van arrojándolas al ritmo de la marcha. 

El último orador fue Santiago Argüello. Cerca de las seis de la tarde el féretro entra por la puerta principal de la Basílica Catedral. Se escuchan los acordes de “Marcha Triunfal”, compuesta por Luis A. Delgadillo. El cadáver es llevado por la nave central hasta la gruesa columna que ostenta la estatua del Apóstol San Pablo. A los pies de esa estatua se ha abierto la cripta donde será depositado el cadáver del Príncipe. Primero es introducido en un ataúd metálico y luego en otro de madera. Todo el proceso dura más de dos horas, sin que nadie se retire de la atiborrada Catedral. Al entrar el ataúd en su morada definitiva se oyó una salva de doce cañonazos. Un león doliente, símbolo de la ciudad, descansará sobre su tumba en actitud vigilante. Se cumple lo dicho por el poeta español Antonio Machado en su poema “A la muerte de Darío”. En un severo mármol se esculpe la siguiente inscripción: 

“Nadie esta lira tañe, si no es el mismo Apolo,

 nadie esta flauta suene, si no es el mismo Pan”.

Cabe observar que el verso de Machado en realidad dice: “Nadie esta lira pulse, si no es el mismo Apolo”. 

Hoy, quizás, tan colorido homenaje, dibuje en nuestra cara una sonrisa benevolente. Pero, en el contexto de la época, los funerales de Darío fueron apoteósicos. Nicaragua,  y en particular la ciudad de León, rindieron a Darío los honores que merecía.

El autor es escritor, jurista y académico. 

Opinión Rubén Darío archivo
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