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El Estado de derecho y las cuajadas

De todas las lecciones sobre el lenguaje de la política que he recibido a lo largo de mi vida hay una que nunca voy a olvidar. La ocasión: una conversación con un conductor de taxi durante una estadía en Nicaragua. Los taxis son mi medio de transporte preferido cuando regreso a mi país porque ellos son, bien se sabe, escuelas rodantes de sico-sociología popular.

Aunque no recuerdo la fecha en que sucedió lo que voy a relatar, si sé que ocurrió durante la campaña electoral que culminó en la victoria de Enrique Bolaños, en el 2001. En uno de esos días tomé un taxi para trasladarme a la UCA, donde me reuniría con unos colegas. Me senté a la par del conductor que, para mi dicha, vestía una camiseta de propaganda del FSLN con el rostro del candidato vitalicio de ese partido. Para mí, esta era una valiosa oportunidad para indagar los sentimientos del pueblo sandinista.

Después de quejarnos del calor, y reírnos de las vacas que se nos cruzaron en los alrededores de la Casa Presidencial que nos regaló Taiwán, le pregunté su opinión sobre las elecciones presidenciales que se avecinaban.

“Vamos a ganar”, me dijo con una sonrisa pícara mientras soltaba la palanca de cambios para apuntar, con el dedo índice de su mano derecha, el rostro de Ortega en su camiseta.

“¿Y por qué estás tan seguro?”, le pregunté. Su respuesta me dejó perplejo: “Porque lo único que ofrece Bolaños es el Estado de derecho… el pueblo está harto de eso”. 

Quedé mirando al taxista por unos segundos esperando una aclaración. Esta no se hizo esperar. Me habló de las dificultades que pasó su familia cuando su padre fue despedido de su empleo de conserje en uno de los recortes del sector público efectuados durante el gobierno de Violeta Barrios de Chamorro. El gobierno de doña Violeta, como recordarán algunos, se proclamó siempre defensor del Estado de derecho. 

Mi amigo el taxista me siguió contando que, por el desempleo de su padre, él tuvo que dejar de estudiar para empezar a trabajar y ayudar a sacar adelante a sus hermanos y hermanas menores. Más tarde, mientras el sueño de reiniciar sus estudios se disipaba, escuchó al disoluto Arnoldo Alemán proclamarse defensor del Estado de derecho. Ahora, para rematar, Bolaños también prometía defender el Estado de derecho… Mi amigo el taxista había dicho: ¡Basta ya!

“¡Taxista ignorante!”, dirán algunos. “¡Indecente sandinista indoctrinado!”, dirán otros.  

“¡Brillante lección de lingüística cognitiva!”, exclamarían estudiosos de la mente y del lenguaje como George Lakoff, quien argumentaría, basándose en sus investigaciones, que el sentido que adquieren muchos de los principales conceptos que usamos para hablar de la realidad proviene de la experiencia y, más concretamente, de la interacción entre nosotros y nuestro ambiente natural y social. 

Por ejemplo, la palabra “pacto” ha adquirido una connotación negativa en Nicaragua, no porque el diccionario de la Real Academia Española diga que pactar significa “llegar a un acuerdo delincuencial”, sino porque la experiencia histórica de Nicaragua nos ha enseñado que casi todos los pactos políticos realizados en nuestro país han sido arreglos mafiosos. ¿Somos tontos o ignorantes los que nos erizamos frente a la palabra “pacto”? No. Para nada. 

Mi amigo el taxista tampoco lo es. Sus duras experiencias durante los gobiernos que celebraban el Estado de derecho en su discurso lo empujaban a rechazar ese concepto. ¿Acaso no es cierto que “el que se quema con leche, hasta las cuajadas sopla”? 

De la misma manera que las cuajadas asustan a quien se quemó con leche, el discurso del “Estado de derecho”, o el del “retorno a la democracia”, espanta a quienes en el pasado se quemaron con los gobiernos que abusaron de esos conceptos. Esto significa que para restaurar su verdadero sentido tendríamos que hacer que “la democracia” y el “Estado de derecho” se convirtieran en representaciones discursivas de experiencias positivas para el pueblo humilde de nuestro país. Es decir, esos conceptos tendrían que dejar de ser usados como piezas retóricas de una estrategia de marketing político orientada a hablar, sin decir nada.

Un discurso político que no toma en consideración lo que las experiencias vividas han marcado en el cerebro y la conciencia de nuestra gente puede disgustar a personas como mi amigo el taxista, de la misma forma que a miles de nicaragüenses nos disgustan las palabras “amor”, “respeto”, “tranquilidad” y “bienestar”, cuando las pronuncia Rosario Murillo. En el mejor de los casos, un discurso político que no tiene raíces en la realidad que vive el pueblo termina cayendo en un vacío cognitivo que hace que la gente lo escuche como si “oyera llover”, como sucedió con los programas de gobierno de los grupos de oposición el año pasado, y como ha sucedido siempre con las insípidas peroratas del dictador.

El autor es profesor retirado de la Universidad de Western, Canadá

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