La peste comenzó en enero y en el plazo de un mes cobró la vida de 27 niños en Corinto. Para el 18 de febrero se estimaba que un promedio de tres personas morían cada día en el puerto chinandegano, víctimas de una epidemia de gastroenteritis que ese año, 1970, se extendió por todo el país.
Para el 12 de mayo ya había casi un centenar de muertos en Corinto y once en el departamento de Granada, donde, con 512 personas enfermas, la Cruz Roja se declaró “impotente”. En el hospital granadino San Juan de Dios empezaron a seleccionar los casos que de verdad requerían atención médica, porque en medio del brote la gente se llenó de angustia y acudió masivamente al centro, en el que hubo que instalar una consulta externa extra, atendida por un equipo especial.
Se sabía que la epidemia era propiciada por la desnutrición que sufría buena parte de la población infantil y atizada, también, por las pésimas condiciones higiénicas de las principales ciudades nicaragüenses, donde no existía sistema de aguas negras y abundaban los basureros al descampado.
En Corinto incluso se realizaron pruebas de laboratorio que revelaron que el virus causante de la gastroenteritis se encontraba en casi todo lo que consumían los habitantes del pueblo. En la leche, en el queso y hasta en los “bolis”.
Sin embargo, durante muchos meses no fue posible controlar la epidemia, que apenas menguaba en un departamento, saltaba al siguiente. Para junio de ese año ya estaba causando estragos en Managua, que entonces tenía una población de 486 mil habitantes. Solo en las primeras dos semanas de ese mes, 11,200 niños fueron atendidos en el Hospital El Retiro, donde el personal médico tuvo que trabajar los fines de semana y hasta las 9:00 de la noche.
Ese mismo mes, la epidemia saltó a la isla de Ometepe y para el día 16, de acuerdo con reportes periodísticos de la época, ya había causado la desaparición de familias enteras en Moyogalpa y San José.
Hoy Nicaragua enfrenta una enfermedad mucho más peligrosa, la pandemia más agresiva de la modernidad: el Covid-19, causada por un nuevo coronavirus. Pero es válido volver la mirada hacia el pasado para ver de qué manera nos han afectado epidemias como las de la gastroenteritis, el cólera y la leptospirosis, por citar algunos casos.
“Hay epidemias de epidemias y yo nunca había visto algo como esto (el Covid-19) en mis 36 años de epidemiólogo”, afirma el doctor Álvaro Ramírez, de 56 años, quien durante una década fue director de vigilancia epidemiológica en Nicaragua. “Es primera vez que el mundo, en tiempos modernos, vive una pandemia”.
“Nunca habíamos tenido la obligación de pedirle a la gente que pare de circular para que no ande estornudando y tosiendo, que al final es lo único que puede reducir el número de casos y permitir que los sistemas de salud respondan”, sostiene el médico. “El H1N1 no llegó a ser pandemia. Tampoco el SARS. No lograron expandirse, pero este sí y se debe a que tiene una transmisión silenciosa grande, aérea y de contacto con superficies infestadas”.
“Dame tres semanas para empezar a ver casos de neumonía en las calles. La gente cayendo por neumonía, los hospitales abarrotados por neumonía. Tres semanas”, estima Ramírez. “Hay una propagación silenciosa del virus y normalmente las enfermedades respiratorias empiezan a subir a finales de abril porque se da un clima apropiado para eso. En mayo, junio, empezarán a alcanzar un pico. En julio habrá un pico más alto; por entonces la propagación del coronavirus estará por lo menos en el 70 por ciento de la población nicaragüense. Nicaragua no está haciendo bien las cosas”.
“Están usando métodos que funcionaron en los años ochenta, con enfermedades menos mortales que esta. Y están cometiendo un error sanitario mayor”, sostiene el epidemiólogo. “La batalla al coronavirus no se gana en los hospitales, no se gana mandando a la gente a la calle. Se gana encerrando a las familias en sus casas y dándoles apoyo”.
En la actualidad otras enfermedades, como la gastroenteritis y el cólera, pueden controlarse con relativa facilidad interviniendo en la cadena de transmisión, al eliminar los focos de infección y atender los casos existentes. Es más complicado con las enfermedades respiratorias, como el Covid-19, que además es nueva, desconocida y terriblemente contagiosa.
La peste del cólera
El cólera asoló América Latina de enero de 1991 a diciembre de 1993. En ese período fueron notificados 948,429 casos de la enfermedad a la Organización Panamericana de la Salud (OPS), de acuerdo con el informe “El cólera epidémico en América Latina”.
Las tasas anuales de contagio más altas se registraron en Perú, Guatemala y Nicaragua; y la tasa de letalidad general fue de 0.8 por ciento. El comportamiento de la enfermedad tuvo una tendencia descendente en la mayor parte de los países sudamericanos; pero aumentó en Centroamérica. En Nicaragua el primer caso se reportó en noviembre de 1991; pero la enfermedad no se propagó sino hasta abril de 1992. Para entonces, informó LA PRENSA, un tercio del territorio nacional estaba contaminado con el bacilo causante de la enfermedad.
En Masaya la Comisión Municipal Contra el Cólera decidió cerrar temporalmente los balnearios de las lagunas Masaya y Apoyo, para evitar que el bacilo se diseminara por todo el municipio. Tipitapa fue acordonada y aislada un mes antes, en marzo, cuando se descubrió que El Trapiche, Timal y los Baños Termales estaban todos infectados con el bacilo vibrio cholerae.
Pero el cólera siguió extendiéndose y sus víctimas mortales fueron, sobre todo, personas de la tercera edad. En pequeñas pulperías y grandes distribuidoras las ventas cayeron hasta en un setenta por ciento, debido al pánico generalizado de la población.
Para mayo el Ministerio de Salud declaró que la epidemia estaba controlada; sin embargo hubo un nuevo repunte en julio, y por si fuera poco el maremoto del 1 de septiembre de 1992 causó un brote en Masachapa. En dos semanas, aquel pueblo arrasado por las olas, ya reportaba un muerto y cuatro contagiados.
Dieciséis de cada 10 mil habitantes del país enfermaron de cólera y Nicaragua presentó, además, una de las más altas tasas de fatalidad en la región. “A medida que la enfermedad se propagaba entre poblaciones a las que era difícil llegar por estar situadas en lugares remotos o debido al conflicto civil, la tasa de letalidad fue aumentando hasta alcanzar el 5 por ciento a mediados de 1993”, se afirma en el estudio “La situación del cólera en las Américas”.
De acuerdo con el documento, los que fallecieron “generalmente no solicitaron atención médica o llegaron tarde a las instituciones de salud”.
Leptospirosis
En octubre de 2007, el ahora dictador Daniel Ortega calificó como “cataclismo” la situación que el país vivía a causa de un brote de leptospirosis, que en una semana se propagó por siete departamentos, enfermó a más de 1,500 personas y cobró la vida de nueve personas: cuatro en Chinandega, tres en León, uno en Managua y otro en Estelí.
La epidemia se originó en aguas contaminadas con orina de ratas y otros animales y se propagó debido a la costumbre de no usar calzado, dijeron las autoridades de Salud. Se inició, por lo tanto, una campaña para mejorar los hábitos de higiene y sanear los pozos; pero a inicios de noviembre ya había 2,700 infectados y diez muertos.
Es preciso decir que años antes también hubo brotes de leptospirosis. En 1995, por ejemplo, murieron 48 personas y desde entonces ha sido una enfermedad constante, que de vez en cuando presenta altos picos.
Fue más agresiva y silenciosa la epidemia que en 1962 asoló al pequeño pueblo de San José de Cusmapa, en Madriz. El sábado 16 de junio de ese año el Diario La Prensa publicó una portada alarmante: “Epidemia causa 50 muertes en pueblo”.
“Muertes fulminantes han diezmado en el término de una semana, una ignorada comunidad indígena del pueblecito de San José de Cusmapa, ubicada en la comarca de El Carrizal, departamento de Madriz”, reportó el diario. “Unas cincuenta personas han fallecido en forma rápida después de sufrir fiebres altísimas, acompañadas de vómitos y diarrea. La epidemia no ha respetado ni edad ni sexo, tanto los niños como los adultos son fulminados rápidamente. La alarma es general entre los indígenas y los campesinos, no hay medicinas ni médicos”.
El 18 de junio LA PRENSA dio un reporte más amplio sobre la grave situación: “Abandonados de todos, especialmente del Ministerio de Salubridad Pública, este pueblo se debate entre la vida y la muerte, asolado por una peste de gastroenteritis que ha cobrado tantas víctimas que su número se pierde en los cálculos que hacen las gentes de aquí. Es tan grande y grave el problema que el cementerio local diariamente da cabida a más de media docena de niños que mueren sin asistencia médica. La estadística no se conoce por estos lugares, pero se calcula que han fallecido más de sesenta niños en esta semana”.
En aquel pueblo pobre, donde más que vivir, la gente sobrevivía, la epidemia de gastroenteritis se expandió a su gusto y antojo. Cuando se supo de la grave situación, el doctor Alejandro Lara, jefe del Centro de Salud de Somoto, llegó un ratito, un domingo por la mañana, y visitó el poblado a vuelo de pájaro porque más tarde tenía que asistir puntual a unos festejos para Luis Somoza Debayle.
El pueblo se salvó gracias a la intervención de una brigada de la Cruz Roja Nicaragüense, que en el primer día atendió a 350 personas, casi toda la población de la Cusmapa de entonces.
“Descuido” ante el H1N1
La gripe A (H1N1) o simplemente “influenza humana” apareció en 2009 y durante varios meses sembró pánico en el mundo; aunque sus efectos y agresividad fueron mucho menores que los del actual coronavirus.
La noticia se supo a finales de abril y las primeras medidas recomendadas, como ahora, fueron evitar aglomeraciones, lavarse continuamente las manos con agua y jabón, y estornudar con la boca tapada. La gripe se esparció por 74 países y por ello fue considerada una pandemia por la Organización Mundial de la Salud, pero no fue necesario cerrar fronteras para controlarla.
Pronto se descubrió que si los contagiados recibían antivirales en las primeras horas de la enfermedad, se recuperaban rápido y tenían mínimas posibilidades de morir. Gracias a eso, Nicaragua se preparó con 50 mil tratamientos antivirales, que entraron al país el 12 de mayo, dos semanas antes de que se reportaran los primeros casos.
Para el 1 de junio, día que el Minsa confirmó el primer caso en Nicaragua (una niña de cinco años, habitante del barrio Monseñor Lezcano, en Managua), en el mundo ya había 18,715 casos positivos de influenza humana y 115 víctimas mortales.
El 12 agosto el titular del Ministerio de Salud anunció la primera víctima mortal del H1N1 en Nicaragua. Se trataba de una mujer de 30 años originaria de La Cruz del Río Grande, departamento de Matagalpa, que había llegado al Hospital Alemán Nicaragüense el 25 de julio, detalló LA PRENSA en un reportaje publicado el 28 de diciembre de 2009.
Ese mismo día, el ministro reportó 553 casos positivos, de los cuales 528 estaban fuera de peligro y 25 bajo tratamiento.
Inició una campaña de vacunación masiva contra la influenza común porque, se dijo, amortiguaba los síntomas de la gripe A. Con el paso de los meses la enfermedad fue retrocediendo en el mundo y también en Nicaragua, donde al final del año se registraban 11 muertos y 2,149 casos positivos.
Meses antes, el 26 de agosto de 2009, cuando el Minsa ya sumaba 900 casos, Daniel Ortega admitió que su gobierno había “bajado la guardia” ante la epidemia y decretó un estado de emergencia sanitaria por los siguientes sesenta días.
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El cólera y los filibusteros
En 1856 los filibusteros de William Walker fueron diezmados por la peste del cólera, cuando inició una de las mayores epidemias que Nicaragua ha sufrido.
Según historiadores de la época, muchos desertaban de la batalla al no poder controlar los síntomas del cólera en su etapa de deshidratación inicial. Otros, ya en estado avanzado, ni siquiera se levantaban en sus cuarteles “y morían inexorablemente víctimas del flagelo sin siquiera haber luchado”, de acuerdo con el artículo “Cólera diezmó a filibusteros en 1856”, publicado por LA PRENSA en noviembre de 1991.
Sin embargo, también las tropas nicaragüenses sufrieron bajas considerables por efectos de la misma enfermedad. Los muertos que produjo la epidemia de 1856 en Nicaragua no fueron contabilizados, pero se estima que fueron miles y quizás hasta la mitad de algunas poblaciones.
Inicios del VIH
El VIH apareció en Nicaragua en 1987 y para el 19 de agosto de 1988 ya habían sido detectados 23 casos en el país; de los cuales, 22 eran internacionalistas que vinieron a apoyar la revolución sandinista.
Al comienzo la nueva enfermedad causó pánico porque la gente no tenía muy claro de qué manera se transmitía. Los medios de comunicación tuvieron que explicar que el transmisor no era el zancudo, por ejemplo.