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LAPRENSA

El evangelio del mercado. Cuento de Carlos Castro Jo.

El hombre llegó a la esquina del mercado con su Biblia de tapas negras en la mano. Quedó viendo para abajo, donde estaban los tramos, los comerciantes y los clientes, que ya lo conocían y también lo quedaron viendo. Abrió la Biblia.

El hombre llegó a la esquina del mercado con su Biblia de tapas negras en la mano. Quedó viendo para abajo, donde estaban los tramos, los comerciantes y los clientes, que ya lo conocían y también lo quedaron viendo. Abrió la Biblia.

— ¡Arrepentíos o pereceréis! —gritó —. Eso le dijo el Señor a los galileos.

Se quedó callado un momento y murmuró algo que todos oyeron: “Parece que el Señor era español, porque solo los españoles dicen arrepentíos. Yo pensaba que era de Belén”. Se quedó viendo la Biblia, pensativo, quizá dudando.

— Aquí no hay galileos —gritó alguien.

Sin amilanarse siguió predicando:

—El Señor murió en la cruz por nosotros. Es hora de que nos arrepintamos. Vos, Ismael, que te querés robar un banano —y señaló a alguien que tenía un banano en la mano.

La mercadera buscó a Ismael con la mirada y le dijo:

—Pasá el banano.

Le quitó el banano a Ismael, quien quedó viendo al predicador con odio. El predicador entonces vio que Santos estaba platicando con la mujer de Juan y, señalándolos, dijo:

—Y Santos tiene que arrepentirse por querer quitarle la mujer a Juan. El Señor dice que no hay que codiciar a la mujer de su prójimo.

Juan quedó viendo a su mujer y esta gritó:

—¡Que se calle!

Y se hizo la desentendida pero Santos, sintiendo que lo habían agarrado con las manos en la masa, se ocultó detrás de un tramo.

Un borracho gritó:

—¡Qué bonito! La quiere para él.

El predicador quedó viendo al borracho que estaba enfrente del tramo de doña Josefa, que vendía tortillas de harina. Viendo la masa real para hacer tortillas, dijo:

—El reino de los cielos se parece a la levadura que una mujer amasa con tres medidas de harina hasta que fermenta.

—¿De qué medidas está hablando? Esas son cinco libras y las tortillas no se hacen con levadura —dijo doña Josefa y miró alrededor para cerciorarse de que el borracho no estuviera robándole las tortillas.

—No, eso está en la Biblia —le respondió otro de los comerciantes—. Hay que darle de beber antes de que se le ocurra decir cosas contra los mercaderes. Vos, chavalo, andá traeme la botella de Ron Plata que tengo en la mesa ahí del patio —le dijo a un chavalo que estaba jugando con un trompo en el andén.

El chavalo trajo la botella de ron.

—¿Y en qué lo voy a echar, chavalo ajambado? —le gritó al chavalo—: Traeme un vaso de esos plásticos.

—Usté solo me dijo que le trajera la Ron Plata —protestó el chavalo.

El comerciante lo quedó viendo y le hizo un gesto con la cabeza para decirle que se apurara. El muchacho le llevó el vaso y regresó a jugar con el trompo. El comerciante echó el ron en el vaso y le dijo al muchacho:

—Andá, llevale ese trago al hombre.

El muchacho se lo llevó.

—Aquí tiene, señor —le dijo el chavalo al predicador.

Este agarró el vaso y sin vacilar se echó un trago. Arrugó la cara.

—Yo pensaba que era agua —dijo. Pero el trago le recordó un pasaje de la Biblia y el predicador se refirió a él—: Pero el primer milagro del Señor fue hacer vino en las bodas de Caná y los presentes dijeron que ese era el mejor vino que habían bebido.

—Porque ya estaban sesereques —gritó otra vez el borracho.

Otros mercaderes le siguieron mandando tragos y el predicador siguió bebiendo, justificando su acción con el milagro de las bodas de Caná. En algún momento se acordó de que estaba entre mercaderes y se le ocurrió que ya era hora de ponerlos en su lugar.

—Cuando Jesucristo llegó al mercado —dijo—, los comerciantes no lo trataron bien. Entonces, ¿qué hizo? Díganme ustedes, ¿qué hizo?

—Compró verduras —gritó un hombre que tenía un tramo de verduras pero otro que estaba a su lado le respondió:

—¡Qué va a comprar ese si ni siquiera tiene dónde caer muerto!

—No. El Señor fue a voltearle las mesas a los comerciantes. ¿Se fijan? —dijo el predicador y los quedó viendo con una mirada vidriosa. Comenzó a señalarlos con un índice curvo, sin puntería.

Entonces alguien le mandó a la prostituta del mercado. Ella se le arrimó y le dijo:

—Vámonos para la casa.

—¿Y vos quién sos? —le preguntó.

—María —le contestó.

—¡Ay, madre mía! —dijo y levantó las dos manos hacia el cielo como en señal de oración.

—Pero aquí me llaman María Magdalena— dijo como sin querer.

Él la quedó viendo de pies a cabeza.

—El Señor vino para salvar a los pecadores —dijo.

—Sálveme, pues. Si no, ya me voy —le contestó ella e hizo el ademán de irse.

El predicador bajó rápidamente las manos y quedó viendo a la prostituta.

—María Magdalena —la llamó—. Vámonos. Mañana vuelvo a salvar más almas.

Y los dos se fueron abrazados.

Cultura Biblia Carlos Castro Jo archivo

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