El director sudafricano Neil Blomkamp despuntó en la escena internacional en el año 2009 con Distrito 9, alegoría sobre los dilemas de la migración y el racismo, dramatizando las complicaciones que acarrearía una nave de extraterrestres náufragos en el planeta Tierra. Su siguiente película, Elysium (2013), meditaba sobre la lucha de clases mientras Matt Damon pateaba traseros, pero se quedó corta a la hora de conciliar las convenciones del filme de acción con su preocupación social. Ahora, nos llega Chappie , una especie de mezcla entre Robocop y Cortocircuito.
En el Johannesburgo del futuro cercano, la Policía ha subcontratado a una compañía privada para construir y administrar a un ejército de robots que impone el orden.
Dos científicos compiten por el liderazgo en la empresa dirigida por Sigourney Weaver. El geniecillo enclenque Deon (Dev Patel) lleva las de ganar: sus androides antropomorfos dominan las calles, mientras el voluminoso monstruo del fornido Vincent Moore (Hugh Jackman) languidece en una bodega.
Pero la verdadera ambición de Deon es crear un robot consciente. Cuando logra desarrollar el software necesario, lo instala impulsivamente en un androide marcado para el reciclaje. Una banda de asaltantes se lo roba, aspirando a utilizarlo en sus fechorías. No saben que a diferencia de los otros robots que patrullan la ciudad, este tiene sensibilidad y la mentalidad de un niño pequeño.
La evolución de Blomkamp es curiosa. Su primera película sorprendió como un producto sólido y maduro. Cada película posterior va bajando en calidad y ahora Chappie toca el fondo del barril. El tono de la película es desigual. A ratos parece una comedia familiar, casi infantil, pero de repente surge un repunte de violencia gráfica que apunta a una audiencia adulta, sedienta de acción en clave sangrienta.
El guion de Blomkamp y Terri Tatcher es banal y desperdicia a sus estrellas. La presencia de la norteamericana Weaver, el australiano Jackman y el británico Patel pone en evidencia las ambiciones internacionales del proyecto o al menos lo posiciona bien a la hora de venderse en la taquilla global. Sin embargo, los actores se ven reducidos a caricaturas. Son como las estrellas caídas de antaño, que buscaban trabajo fuera de Hollywood solo para aparecer fuera de contexto en producciones que no hacían más que exhibirlos como un trofeo.
Sus escenas parecen dirigidas por un amateur. Parecen los interludios dramáticos de una película de acción producida para distribuirse en la TV por cable de finales de los ochenta.
La pandilla que secuestra a Chappie está conformada por un dúo de música hip-hop sudafricano. Los raperos Ninja y Yo-Landi parecen interpretarse a sí mismos, al extremo que los personajes llevan sus nombres artísticos. Él es un payaso tatuado con afinidad por la violencia. Ella es una excéntrica con problemas de apego a la realidad. Los instintos maternales que el robot despierta en Yo-Landi resultan ser el elemento más genuino de la película, pero Blomkamp no puede conseguir que los actores trasciendan a la caricatura.
Probablemente en el mercado local la familiaridad con estos músicos compensa la debilidad.
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