Un día un profesor de la universidad me dijo en tono muy serio: “nada de romanticismos, si la Patria es pequeña, hay que irse”. Nunca he olvidado sus palabras y en las últimas semanas no han dejado de rebotar en mi cabeza.
Todo empezó con un recorrido por el Consulado de Costa Rica en Managua. Desde un par de cuadras antes de llegar vi la fila: una interminable línea de hormiguitas y hormigones cargando sus hojitas bajo el sol de Managua que no deja de morder la piel, ni en año viejo, ni en año nuevo.
Aquello no era solo una noticia, era todo un universo. Tenía ante mí cientos de historias de familias separadas, desempleados, con horas de espera, de reclamos por la burocracia, del largo trayecto para atravesar la frontera, de irse a un país extranjero y venir al propio país como si uno fuera el extranjero y todo sazonado por los pregones de los vendedores ambulantes, de los transportistas de las líneas de buses que buscan cazar viajeros, de los que ofrecen servicio de fotocopias, de los que cuidan maletas o venden enchiladas grasosas en la acera.
¡A ver, si no hacen la fila se cierran los portones y nadie más entra! ¡Apártense, hagan la fila!, gruñía sofocado un policía flaco y con la cara llena de cicatrices de acné, a la entrada del Consulado donde la gente se amontonaba. Era una escena triste. ¿Qué tan pequeña tiene que ser una patria para que tantos quieran irse? El hombre estaba rodeado por tres filas que hace rato habían dejado de existir: la de la izquierda para quienes solicitaban visa, la de enfrente para personas de la tercera edad y la de la derecha donde debían ubicarse quienes iban a pedir el anhelado sello para menores de edad. La queja era que nadie lograba entrar al edificio. Ni los de un lado, ni los del otro. ¡No se metan, no se metan, háganse para atrás!, ordenaba el oficial mientras los niños lloraban, los vende Eskimo sonaban sus campanitas y algunas mujeres en tono afligido decían que solo les faltaba enseñar una fotocopia, que solo querían hacer una consulta, que tenían horas esperando. ¡Solo quiero que me sellen la visa, me tengo que ir, por favor ayúdenos!, chilló al borde de las lágrimas una muchacha con un marcado acento tico. Fue ahí donde comprendí aquella cita bíblica sobre Juan El Bautista: “Una voz clama en el desierto”.
De pronto salió del edificio un hombre. Un tipo bajo, de barba cuidada, ropa de vestir y corbata. La gente casi le saltó encima. Todos gritaban al mismo tiempo sus problemas. Una señora venció la multitud como pudo y logró llegar frente al tipo. La acompañaba una niña pequeña de lentes y en pijama.
—¿Qué hace aquí con esta criatura? ¡Ya no hay visa para niños! —dijo el hombre.
—Es panameña, por favor déjeme entrar —suplicó la señora.
El encorbatado miró a la niña, luego a la anciana y soltó la sentencia en cámara lenta: Ven-ga ma-ña-na a las sie-te.
Los que esperan “visa panameña” (llamada oficialmente de doble tránsito) conocen muy bien esa frase.
“Hemos venido cinco veces, desde el 18 de diciembre nos dicen que nos atienden mañana, la última vez que venimos fue el 29 de diciembre y pusieron un rótulo que iban a atender hoy 5 de enero, venimos ayer para agarrar lugar y ser de los primeros, pero solo a seis atendieron como de 500 que hay”, me contó Gregorio Delgado, un comerciante alto y gordo que viaja a Panamá para traer mercadería, “ya tenemos casi un mes sin trabajar porque no dan la visa, pero nos vamos a quedar de nuevo hasta mañana porque si nos vamos perdemos el lugar”. Al preguntarle dónde duermen abre su bolso y me enseña una hamaca de colores, la cuelga en los postes “o donde sea, pero la mayoría duerme en el piso”. Sí, no se queda solo, son decenas quienes duermen cerca del Consulado para ser los primeros.
El molote siguió. En medio de la multitud, Fátima, empleada doméstica de una casa en Heredia, cargaba a un bebé rollizo y descalzo. Mientras él lloraba desesperado, ella me platicó que había llegado a las 8:00 de la mañana, pero que tuvo que ir a hacer fila en el banco para pagar los 32 dólares que cuesta la visa y luego regresar a hacer otra fila para que la visaran. “Pero primero lo acomodan a uno aquí y luego dicen que los menores van allá y después lo dejan en el aire porque ya no hay visa y es un riesgo tener a los chiquitos aquí, un mal golpe y hasta ahí llegó”.
El policía la señala, le dice que qué hace ahí con ese niño y la ubica junto a la entrada del Consulado. El relajo no para. A los minutos se abre la puerta, Fátima y el bebé rollizo entran junto, un grupo de treinta personas. Los periodistas que esperábamos información también ingresamos. Levanto la cara, en el techo del edificio gris ondea la bandera costarricense. Busco a Fátima para preguntarle su apellido y el nombre del niño, pero ya va muy adelante, debe sentirse más cerca de su destino.