Desde hace algunos meses he venido dándole seguimiento a una serie de artículos y caricaturas publicadas en medios de prensa escrita, en los cuales bajo las máscara de escritores y caricaturistas, se ridiculiza tanto a personas como instituciones, —y de paso con toda falacia— se descalifica el trabajo que estos realizan.
Podría creerse a primera vista que esto es permisible, ya que se trata de expresiones del “arte de la sátira”. También podría pensarse que estos escritos o gráficos reflejan con un “agudo sentido del humor” aspectos de la vida política del país y sus actores. Y hasta engatusarnos de que los mismos se elevan a la categoría del género literario del ensayo o sátira gráfica, cuando todos estamos conscientes que pocos en nuestro país han acometido exitosamente esa meritoria tarea y que es difícil alcanzar la talla de Pablo Antonio Cuadra o Alberto Mora Olivares (AMO), quienes recurriendo a la ironía y al sarcasmo como normas de estilo, sí han hecho una interesante exposición de la “idiosincrasia nicaragüense”.
No puedo creer, ni se me ocurre plantearlo, que se menosprecie o censure a un “escritor o caricaturista satírico”, quien sabemos hace de la burla un arte que se aleja de la vulgaridad. Y que es ético y hasta legítimo en ese arte el principio de saber reírse de uno mismo en su propia cara, para poder reírse de los demás. Y por supuesto, poder deleitarnos de las más hilarantes situaciones de ridículo que podamos imaginar.
Mi comprensión es que la sátira y el dominio del arte de lo cómico no debe degenerar nunca en la grosería, ya que la sátira se caracteriza por “el dominio del arte del sable y no del mazo”, es por ello, que debe haber una distancia que lo vuelve esencial y, por tanto, lo convierta en arte y no en vulgaridad.
Con esta afirmación no pretendo en forma timorata ignorar que en la historia de la humanidad y de nuestras sociedades latinoamericanas existan hechos inverosímiles que nos permitan considerar que somos habitantes de “un continente de la fantasía y el surrealismo, donde todo es posible y la lógica se desmanda por senderos aparentemente absurdos que terminan por ser lógicos”. Y por ello, que los cronistas y los escritores de sátira tengan esa tendencia a la hipérbole y a la fantasía.
Para nuestra desgracia eso está ausente en lo que he leído y visto, ya que lo que se hace es utilizar medios de comunicación para vituperar y escarnecer a personas y organizaciones. Lo que se persigue es endilgar gratuitamente a ciudadanos actitudes asociadas con la deshonestidad, la traición, el egoísmo, la indiferencia y la vanidad. Es decir, atribuirle a muchos nicaragüenses antivalores y conductas inmorales que deben ser sujetas de escarnio público a través de la burla.
Los nicaragüenses no debemos ser indiferentes ante esta situación. No podemos aceptar que so pretexto del “arte de la sátira”, se admita como realidad, que nuestro país está liderado por mitómanos y cínicos; hacerlo es colaborar para que se entronice en nuestra sociedad una conducta de desprecio y rechazo hacia los ciudadanos que tienen roles públicos. Pero además que aceptemos como verdad que la sociedad nicaragüense está llena de estereotipos malignos y perversos que van logrando imponer antivalores, que se convierten irreversiblemente en valores.
En congruencia con lo anterior, no debemos permitir que se propague —sin rechazo alguno— el “síndrome del vulgareo”, por cuanto este tiene como único objetivo perverso desfigurar en forma burda la realidad a través de la devaluación, alteración y desnaturalización de la persona o institución que está siendo “vulgareada.”
Por lo que es necesario comenzar a proscribir a todos aquellos que escriban, dibujen, celebren y patrocinen la capacidad para “vulgarear” el sentido de los hechos, los símbolos, los códigos éticos y las personas que pueden servirnos para elevar nuestros valores como ciudadanos y como nicaragüenses. Pero además, que les exijamos que tengan la decencia de ofrecer disculpas públicas a todas las víctimas de su dañina pluma, la cual únicamente ha servido para mostrarnos su domino en el patético “oficio del vulgareo”.
El autor es máster en Derecho Público.
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