Humberto Belli Pereira
Uno de los grandes mitos del siglo XX fue la tesis marxista de que el socialismo permitiría construir al “hombre nuevo”. El capitalismo, basado en la propiedad privada, la competencia, y el ánimo de lucro, volvía al ser humano individualista y egoísta. El socialismo, basado en la propiedad colectiva, la cooperación y el ánimo de servir, lo volvería solidario y generoso. Fue una idea seductora por la que muchos murieron y mataron.
Recientemente la revista The Economist publicó los resultados de un experimento que un par de científicos sociales realizaron en Berlín (“Lying commies” 19, 07, 2014) relacionado con el tema. En él participaron un grupo de ciudadanos que habían vivido en el sector oriental de la ciudad, en tiempos del comunismo, y otro en el sector occidental, bajo el capitalismo. Cada uno de los participantes, por separado y sin supervisión, tiraría un dado cuarenta veces y anotarían los resultados. Aquellos con el score más alto recibirían un premio. Como los investigadores sabían los promedios que normalmente resultan de este ejercicio, era fácil concluir que los puntajes que superaban sospechosamente las probabilidades estadísticas eran fraudulentos.
Resultó que el porcentaje de quienes adulteraban los datos era más del doble en quienes provenían del Berlín excomunista, y que la tendencia a trampear aumentaba con el tiempo que habían vivido bajo dicho régimen. Las conclusiones del experimento, aunque tentativas, coinciden con lo observado en la multitud de países exsocialistas; y es que sus niveles de corrupción son mayores que los observados en las democracias occidentales de libre mercado.
Lo interesante del dato no es tanto que corrobora la falacia del “hombre nuevo” socialista, como que hay tipos de gobierno, o regímenes, que pueden tener una influencia corruptora en la moralidad humana. En una sociedad comunista, decía uno de los comentarios al reportaje, había que fingir estar con el partido para evitar represalias u obtener favores. Mentir se convirtió en el modo de vida de la población.
Algo similar ocurre en sociedades gobernadas por dictaduras corruptas. Para prosperar en ellas no vale tanto el mérito, o el esfuerzo personal, como la habilidad para ganarse el favor de los poderosos. Sustituido el imperio de la ley, por la voluntad del tirano y sus lacayos, la marrulla, la trampa y las intrigas sustituyen la práctica de la justicia y el comportamiento honesto. Decía al respecto otro lector, que esto explica por qué los estudiantes chinos trampean tanto académicamente.
El tema tiene gran relevancia para Nicaragua, país donde mejorar los niveles éticos es uno de los mayores retos, ya que estos influyen poderosamente en la calidad de la vida política y social. El problema es que al lado de los esfuerzos educativos que realizan iglesias, escuelas y algunos padres de familia, hay otros factores que pueden contrarrestar dichos esfuerzos o pervertir la población.
Aparte de la influencia que tiene cierto tipo de programas, novelas y películas, está la influencia que ejerce el gobierno. Los presidentes o jefes de Estado tienen una responsabilidad especial en la temperatura o clima ético de la nación. Porque no solo influyen con su ejemplo, que es tan visible, sino con la capacidad que tienen de crear entornos favorables a la ley y al derecho, o a la arbitrariedad y la fuerza.
La pregunta obligada entonces es: ¿Contribuye la gestión de Ortega a educar Nicaragua o a debilitar sus bases morales? ¿Es un mandatario que educa o que des-educa? Si falla en este aspecto, estará fallando en una de las responsabilidades más tremendas de cualquier gobernante.
El autor es sociólogo. Fue ministro de Educación.
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