Joaquín Absalón Pastora
No se puede hablar de Verdi sin Wagner, ni de este sin Verdi. En anteriores notas clásicas me refería con la levedad del cortometraje al alemán, con motivo de su bicentenario. Ahora la alusión de efemérides debe ser para Verdi.
Es que ambos —recordados antagonistas—nacieron en 1813, y de allá a estos territorios en el tiempo, hay doscientos años de distancia. Dos prodigiosas individualidades.
Giuseppe Verdi (10 de octubre 1813-27 de enero 1901) es saludado con garbo complacido por los elementos que lo proclaman “el operista por excelencia”.
Una imaginación sencillamente maravillosa que llevó a la tendencia verista a su más culminante expresión, poseedor de una arteria melódica por cuyas venas corrió la sangre depurada de una intención que solo cupo a su talento inventor y restablecedor.
La orquesta tuvo en el operista italiano a un amigo de confianza, a un conciliador prolífico, tantas óperas creadas, ocurrente en la coyuntura, en la temática musical circundante: ni la música sobre la palabra, ni la palabra sobre la música.
Se había perdido el equilibrio y Verdi lo restauró postergando las profusiones vocales, la dosis exacta como medida en romana para cada indispensable componente.
Debió influir mucho en él Monteverdi, por ser este el primer suministrador del sentido de unidad, drama, música, acción, expresión.
Un genio que en el campo estratégico, del perfil escénico, contribuyó a completar la gama por cuya integración tanto lucharon antecesores en el corte lírico a partir de la ingenuidad primitiva, de las fábulas pastorales, de los cantos de carnaval, del madrigal polifónico, como Cavalieri, Ferrari, Caballí, Cesti y el propio Monteverdi.
Verdi asumió los pasos que estaban por darse para llegar a la meta de la fantástica evolución, de algo tan plural y contributivo como lo es el mosaico de la ópera.
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