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La periodista Amalia del Cid

El reino de los Juzgados

Tras una serie de desafortunadas escaramuzas familiares, Rutilio Méndez, de rasgos angulosos, blanco, risueño y bigotudo, vino a parar a los Juzgados de Managua. Hace un año un cuñado bastante soplón lo acusó de portar un arma sin permiso de la Policía. Y hoy, finalmente, podría haber una sentencia. Una feliz o una triste. La que sea. Rutilio la quiere ya.

Por Amalia del Cid

Tras una serie de desafortunadas escaramuzas familiares, Rutilio Méndez, de rasgos angulosos, blanco, risueño y bigotudo, vino a parar a los Juzgados de Managua. Hace un año un cuñado bastante soplón lo acusó de portar un arma sin permiso de la Policía. Y hoy, finalmente, podría haber una sentencia. Una feliz o una triste. La que sea. Rutilio la quiere ya.

Ah, pero, lo sentimos mucho don Rutilio, eso no será posible. La abogada no ha venido y sin abogada no hay lectura de sentencia.

No hay remedio. Rutilio debe esperar junto a los ventanales del segundo piso, observando hasta que le duelan los ojos, el terreno pelado del nuevo Complejo Judicial de Managua, el bulevar de la Norte y una gasolinera. Desde su atalaya, puede también ver a su esposa, Rosa Vallecillo, rolliza y morena como pan de coco.

Desde las 8:00 de la mañana, hace dos horas, ella lo espera en el corredor externo del complejo. No pudo entrar al edificio. O, mejor dicho, no se lo permitieron.

“Es la regla”, le explicó un uniformado azul celeste cuando la detuvo en la puerta. Una de las tantas normas que se aplican desde que el 7 de enero se inauguró este Complejo Judicial. Una mole rectangular valorada en 14 millones de dólares.

Hay reglas, si se quiere, razonables, como que uno puede vestir pobre, pero decentemente. Y que las chanclas no son bienvenidas en un lugar donde, vamos a suponerlo, imparten justicia honorables jueces y magistrados.

Sin embargo, hay otras reglas, digamos… no tan razonables. Como las que ya veremos.

El caso es que Rutilio no anda saldo en su celular y de alguna manera debe comunicarse con su abogada ausente. Por lo tanto, abre una de las ventanas del edificio, asoma la cabeza y envía un SOS a su esposa. Ella tampoco puede hacer llamadas.

—Hacé una recarga, —solicita él.

Ella, que ya algo sabe acerca de las extravagancias recién adquiridas por el poder judicial, objeta:

—Dicen que si salís, ya no volvés a entrar.

Es de sobra conocido que en estos tiempos las palomas mensajeras y las señales de humo ya no están muy en boga; así que, a falta de una alternativa, Rosa se ve obligada preguntar si puede o no salir a la calle. Después de todo, es por una urgencia.

Deja su privilegiado sitio de espera, junto a una columna del corredor, y se dirige hacia la salida, donde los guardas de seguridad revisan bolsos y piden identificaciones a visitantes y empleados del complejo.

Que no, le dicen, que no puede salir. Esas “son las reglas”. Y, como si se tratara de un proceso biológico, el que sale, ya no entra. Así de fácil. No se diga más.

Rosa vuelve cabizbaja. Acaba de asistir al rotundo triunfo de la burocracia sobre la razón.

Regresa pues a su columna y se une a la multitud de ciudadanos que tampoco pueden ingresar al edificio y que, a juzgar por las “reglas” de los de seguridad, si salen del patio del complejo ya no vuelven a entrar. Se mecen impacientes, para compensar la falta de movimiento, el cansancio y el hastío.

Todo el mundo habla y en medio de este rumor de mercado, Rosa alza la voz para decir: “Eran mejores los otros Juzgados”. Paradoja entre las paradojas, porque el viejo Complejo Judicial era un decrépito laberinto donde uno podía imaginar que incluso las hormigas se perdían.

A Rosa eso no le interesa. Para ella solo cuenta que allá podía acompañar a su marido en sus audiencias. Aquí no. Que allá era posible salir a hacer una recarga, comprar comida o tomar aire. Aquí no.

Aquí los pisos brillan y uno no puede hacer ademán de sentarse en alguna de las sillas de la planta baja, sin que alguien de Atención al Público pregunte (aunque sea de mal modo): ¿Qué querés?

Un edificio limpio. Incluso bonito, dicen algunos. ¿Y qué? A Rosa no le importa la arquitectura. No ha logrado llamar a la abogada. Y Rutilio, quien ya lleva tres horas dibujado como estampilla en el ventanal, intenta decirle algo más. Pero cuando quiere sacar la cabeza, un empleado del complejo se acerca y ¡zas!: “Está prohibido abrir las ventanas”.

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