Una vez me lanzaron allá arriba
donde nacen los depredadores.
Yo era un cobarde porque maldecía ser oruga
y tenía espanto de ser un roble.
Me negaba a que me azotaran los vendavales.
Entonces fui un elegante y respetado ejemplar de saco y
mocasines.
De posesión me dieron
una mujer convulsa y ninfómana,
dos hijos que se mutilaron las alas
para quedarse anclados en el sillón de la sala
como viejos barcos de piratas
sin doblón de oro en sus entrañas
y un hermano que se fue.
Mi trabajo era arrancar uñas, taladrar dientes y romper
testículos.
Dios guiaba mi mano.
¿Quién iba a negar el poder de Él?
Yo era lo que Dios quería que fuera,
eso dijo mí guía espiritual.
Era milagroso escuchar las confesiones
con solo enseñarle una bolsa plástica o el sonido del taladro.
El sonido era como el ronroneo de un gato que precisa de cariño.
Y la bolsa, una capucha diáfana para medir el valor.
A veces los gritos me transmitían mucha fatiga,
pero nada era en vano, porque siempre había un nombre o un
número
que me despertara misericordia.
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