Juan Manuel Mena Moreno abrió las puertas de la donosa filología coral. Es el padre de la música coral nicaragüense.
La titularidad patriarcal se la dieron por unanimidad las instituciones culturales que contaban con la autoridad de definirlo como tal.
Se le dio la Orden Rubén Darío cuando esta no estaba tan devaluada.
Llevó a la Marcha Triunfal a la forma épica poniendo la severa armonía métrica en 30 voces que hicieron honor a la esbeltez.
Incomparable, originalísimo como arreglista, nunca incurrió en la travesura veleidosa.
Lo tuve personalmente en casa —cuánta distinción— cuando avispado por el destino unos meses antes de su finamiento en 1988 decía con serenidad que la visita se debía a que ya estaba colocado en el turno de la muerte.
Maestro del “ capriccio ” y del “ punctum contra punctum ”, lo vimos dirigiendo “ La danza de la muerte ”, fragmento de la gran suite para coro y orquesta.
Compuso “el canto a la unidad latinoamericana”, con claridad solemne y visionaria.
Hizo una combinación audaz de lo excelso de Bach y lo vernáculo de Camilo Zapata en su Solar de Monimbó en la “ Sonniquería Bachiana ”. Nos dio poesía en la canción de cuna. Tradición respetuosa. Cirugía en el reto embrujador.
Lo que más recibo con beneplácito en el fortalecimiento de su memoria es que su creación no para ahí. Le sigue su hijo Juan Manuel Mena Ramírez (1969), director del Coro Nacional y quien se ha graduado recientemente con honores de “ summa cum laude ” en la Universidad Politécnica de Nicaragua, lo que promueve en el ánimo personal esta inevitable remembranza.
Más del rescate de la obra creada del fundador, podrá decirse con holgura en la medida en que el sucesor viaje a las alturas, donde lo puso a volar el consagrado antecesor.
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