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Julio Icaza Gallard

El camino hacia la libertad comienza por la esperanza

Que el optimismo sea un deber moral no debe oscurecer nuestra capacidad de análisis de la realidad, pues solamente una visión objetiva puede conducirnos a la salida del marasmo. Ser optimista no equivale a cubrir con decorados los males que agobian nuestra sociedad; por el contrario, significa mantener en pie la confianza en nuestra capacidad para deshacer el nudo gordiano que nos ata al autoritarismo, la corrupción, la miseria y el desempleo.

Confieso la dificultad de mantener la ilusión en un panorama donde el miedo, administrado de forma sistemática, condena al individuo a la estrecha cárcel de la lucha por la sobrevivencia; donde la solidaridad y la preocupación por los problemas colectivos pierden significado y la obediencia a las órdenes del tirano se convierte en el aire necesario para respirar. La política del miedo no solo genera desesperanza: la vista inclinada sobre el comedero no evita que la frustración y la indignación crezcan con cada amargo bocado. Toda situación humana tiene su anverso y su reverso.

Tras una revolución que terminó en desastre y una transición hacia la democracia signada por la traición de los líderes que juraron defenderla, tras un neoliberalismo económico injusto e ineficaz, invadidos y abrumados por el pragmatismo cínico y el relativismo moral, la realidad de Nicaragua pareciera corresponder a los rasgos que Ortega y Gasset describía en su ensayo El ocaso de las revoluciones. Para Ortega, con el agostamiento de las ideas comenzaba el reinado de la superstición y la cobardía, el tiempo del espíritu servil, del alma envilecida que actúa como el can que busca desesperadamente un amo. Se vive el presente y, al grito de sálvese quien pueda, a nadie pareciera importarle el destino de la nación. Tiempo del alma desilusionada y del fin de las utopías, del olvido de los escrúpulos y las mil formas de la prostitución.

¿Pero, ha muerto realmente la utopía? Ninguna vida humana, ninguna pasión, ningún amor es concebible sin un horizonte utópico. Los sueños perviven, como la grama en las grietas de paredes y embaldosados, en lo más duro del estío; subsisten entre la vida diaria, alimentados por el rodaje incesante de la memoria. La función utópica es una condición de la vida humana, real y presente, pero siempre proyectada hacia el futuro. Condición “futuriza”, como la llama Julián Marías, que introduce la irrealidad, el sueño, en la realidad humana, convirtiéndolo en parte indisoluble de ella, iluminando el horizonte en que se desarrolla la libertad. Vivimos, sí, un final de la utopía como un absoluto. Pero un final que no equivale al acabamiento de los impulsos de libertad, al entierro de los valores morales y en especial del sentido de la justicia, ni mucho menos de las aspiraciones democráticas. Lo que ha perdido sentido es la idea de totalidad, de realización definitiva de un ideal. La supuesta fase terminal de la utopía no significa el fin de la ilusión y la esperanza, sino su metamorfosis y reubicación: abandona el firmamento aséptico de las ideas puras y abstractas, de los grandes sistemas filosóficos, para colocarse en lo concreto y relativo, en el horizonte de lo familiar y cotidiano, de los sueños diurnos y las realizaciones parciales, en el terreno de la ética y de la democracia como tareas infinitas.

Tampoco la crisis de la razón es absoluta. Lo que vemos es un predominio de la razón instrumental, utilitaria, con fines de dominación, que sustituye la lógica de la verdad por la lógica de la probabilidad, la utilidad y el éxito. Y, como contrapartida, un olvido de la racionalidad valorativa y de los fines (la ética), y de la racionalidad afectiva (la inteligencia emocional), que conduce al relativismo moral, al pragmatismo, la demagogia totalitaria y la destrucción de la naturaleza. Hegemonía de la razón utilitaria que sustituye al ciudadano por un individuo narcisista y conformista, y convierte la democracia en un paternalismo despótico o una simple farsa

La historia no se detiene, como proclamaron equivocados algunos pensadores neoliberales. Tras la caída del muro de Berlín, el mundo asiste sorprendido a las revueltas en los países árabes, hartos de corrupción y de pobreza, en pie de lucha por un futuro en libertad. Pronto veremos resucitar la rebelión simbolizada por Tiananmen. La República, cuyos ejes centrales son el ciudadano y la libertad como no dominación, es retomada como el ideal original, perdido de vista por los latinoamericanos en su accidentado devenir histórico.

Y nuestra realidad no es la excepción. Lo vemos en las marchas, en que la ciudadanía, dejando el miedo en casa, venciendo mil obstáculos, ejerce su derecho a la protesta para rechazar la ignominia. Lo vemos en las plazas de los municipios olvidados, donde asisten miles de campesinos dispuestos a luchar por una vida digna. Lo vemos en el terror que demuestran los enemigos de la democracia, cuando el pueblo se lanza a las calles. Lo vemos en la juventud que, alzando su propia voz, acomete acciones audaces, para que Nicaragua vuelva a ser República. Todo comienza por recuperar el derecho a soñar; por reavivar la esperanza, que es la luz del camino hacia la libertad.

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