Siempre me ha parecido fascinante, como problema intelectual, el culto a la personalidad del gobernante poderoso.
Tal vez se deba a que me hice socialista marxista y luego me mandaron a estudiar a la Unión Soviética, en el período de la desestalinización. En aquel entonces estaba en su clímax la denuncia oficial, en la misma cúpula del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS), del culto a la personalidad de Stalin y los crímenes genocidas que se cometieron bajo ese sistema totalitario, en nombre de la construcción de un paraíso en la Tierra.
Era la época —principios de los años sesenta del siglo XX— cuando se respiraba oxígeno de libertad en la Unión Soviética. En las librerías de Moscú se vendía libremente el libro de Alexander Solzhenitzyn, Un Día en la Vida de Iván Desínovich , escrito en 1960. En esta obra el gran escritor ruso relata las terribles condiciones de los campos de concentración estalinista, o sea el Archipiélago Gulag según el acrónico en idioma ruso de Dirección General de Campos de Trabajo. Diez años después Solzhenitzyn obtendría el Premio Nobel de Literatura 1970, pero entonces ya había desaparecido el breve período de libertad y no le permitieron viajar a Estocolmo, para recibir el honroso galardón.
El abanderado del antiestalinismo, Nikita Jruschov, fue derrocado en 1964 por los neoestalinistas. La reforma democrática tuvo que esperar hasta 1985, cuando Mijaíl Gorbachov tomó el poder e impulsó las políticas de Perestroika (reestructuración) y Glasnost (transparencia), que a la postre condujeron a la caída del sistema comunista.
Pero el culto al poder y al poderoso no desapareció de Rusia ni del mundo; sólo adquirió nuevas formas, algunas tan criminales y repugnantes como las del estalinismo y otras refinadas y envueltas en formas legales. Sigue planteada la interrogante de por qué tanta gente rinde culto al poder, y a gobernantes poderosos que por lo general son incultos, brutales, violadores de instituciones, constituciones, leyes, principios ideológicos, valores morales y personas.
No siempre fue así. Según escribió Federico Engels en El Origen de la Familia, la Propiedad Privada y el Estado , en el comienzo de la sociedad humana cada gens (o sea la agrupación de varias familias) tenía su jefe, o arconte como lo llamaron los griegos. Pero este cargo no era impuesto ni hereditario, todos los miembros tenían los mismos derechos, incluyendo el de elegir y destituir al jefe.
Después crearon el consejo de aristócratas, integrado por los jefes de familia, el cual, andando el tiempo derivó en el senado, un órgano de debates y decisión en el que participaban los hombres más viejos y sabios de la comunidad.
Por otro lado, el desarrollo de los instrumentos de trabajo y las formas de producción hizo posible la creación de riqueza y, con ésta, apareció la propiedad privada. Lo cual a su vez creó la necesidad de formar el Estado y poner al frente a los más fuertes y aguerridos.
Homero explica este fenómeno histórico que revolucionó la sociedad humana, poniendo en boca de Odiseo (más conocido como Ulises, como lo llamaban los romanos) la frase citada por Engels en su obra antes mencionada: “No es un bien la soberanía de muchos: uno solo sea el príncipe, uno solo el rey”.
Y entonces comenzó la trágica historia de los pueblos dominados por caudillos poderosos y megalómanos que hasta hoy siguen aferrados al poder, sin querer cederlo de manera voluntaria.
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