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Feliz Navidad

Félix Navarrete

Otra vez llegó la navidad y su deslumbrante escenario. Un clima agradable, un sol vivaz, de pleno verano, unas madrugadas frías, y las tiendas y centros comerciales repletos de juguetes, ropa y artículos para el hogar, entiéndase, mansiones, viviendas, cuchitriles y asociados. Es el mes en que deambulás por todas las tiendas de la ciudad, con un espíritu frenético de consumismo y de materialismo. Saludás a todo el mundo, y un sentimiento hipócrita de igualitarismo aflora en la piel como una alergia en ciernes. Ahora, con la globalización, hay Navidad hasta por Internet. Escucho los villancicos por la red, y hasta Santa Claus me saluda por el correo electrónico, claro, no sin antes enviarme la cuenta. Agradezco su gesto digital y holográfico. Así es la Navidad y nadie escapa a estas fechas y a este fenómeno sociocultural que se ha arraigado en nuestra cultura.

Dicen que en la Navidad el corazón de los hombres se ablanda, se relaja, late con armonía y desapego. Es el único mes en que el Evangelio de Cristo toca algún nervio del alma, e intentamos oler a santidad y a conversión. Tratamos de entender al prójimo de ocho a cinco de la tarde, en horario de oficina, aunque por las noches todo continúe igual. Hasta nuestro vocabulario se torna tolerante, condescendiente y cuasi religioso. La voz se doblega. ¿Cómo está la familia? ¿Y los niños? Hasta extraño se oye uno. Desgraciadamente, esta aparente conversión dura poco, ya que como los cuentos encantados, a la medianoche del treinta y uno de diciembre, se quiebra en mil pedazos como un hechizo. Todo esto nos reafirma de que el hombre sigue siendo producto temporal de sus tradiciones, y que es dueño de muchas máscaras. Para cada circunstancia tiene una máscara, para cada costumbre hay un rostro.

En Navidad, somos testigos de la metamorfosis humana y de la impresionante .magia del mercado. Somos susceptibles a las desgracias del prójimo y al glamour de las mercancías. Somos expertos en darles sobras a los demás, y quedarnos con los nuevos parabienes. Es decir, somos líderes en la renovación material de nuestros bienes muebles e inmuebles. Es la época en que nos compadecemos –aunque sea un minuto– e hipócritamente de la salud de los demás. Oramos en las iglesias y sacamos del desván de nuestras casas los chereques que ya no utilizamos para dárselos a los indigentes. Nos volvemos santos por un mes, una semana o un día, pagando penitencias. No importa. Hay que ponerse a tono con las fechas.

Pero también aprovechamos la Navidad para otras cosas: hablarle a medias a un familiar insoportable, perdonar a regañadientes a un amigo, hacer las paces con la esposa, o por lo menos intentar una tregua familiar. También nos ocupamos de enviar tarjetas de Navidad e incrementar nuestras limosnas los domingos, como una manera de pretender conciliar nuestras injusticias. Si la Navidad cambiara todo, yo fuera el primero en impulsarla, en promoverla. Sin embargo, las navidades son una “moda”, un conjunto de fechas religiosas que tienen un alto contenido comercial. Si por ejemplo, las Navidades sirvieran realmente para que la clase política pensara más en las desgracias de este país que en sus intereses personales, o si por un instante sirviera para que cada uno de nosotros, intentara empujar un proyecto de renovación interior, el genuino espíritu de la Navidad estaría presente en estas fiestas. Sin embargo, todo sigue siendo un colorido espectáculo de luces y sombras, un gigantesco rótulo neón exponiendo las bondades materialistas del mercado, un lugar donde el papel moneda verduzco se cotiza más alto que el espíritu. De todas maneras, no vale la pena seguirse amargando, y sigámosle el juego a nuestras tradiciones: instale su árbol, descorche un buen vino y Feliz Navidad.

El autor es periodista.  

Editorial
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