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Nuestro “sectarismo”: tres piezas conceptuales

En su artículo del 22/04/24, en LA PRENSA, Humberto Belli señala que el “sectarismo” –que él define como “la adhesión a un partido caracterizada por la intransigencia y la intolerancia” –, es una de las principales causas de nuestras “desgracias políticas”.

Coincido plenamente con Humberto. El “espíritu de secta” ha corroído nuestra práctica política a lo largo de dos siglos. Todavía hoy, la existencia de doscientas cincuenta organizaciones opositoras que abierta o simuladamente compiten entre sí, confirma que, en Nicaragua, “dos personas son suficiente para formar un partido político y cinco tienden a provocar la disidencia dentro del mismo”, al decir del politólogo francés Jean-François Bayart, con relación a la práctica política africana.  

En este artículo quiero contribuir a la reflexión que ofrece el artículo de Humberto. Más concretamente, quiero aportar tres piezas conceptuales al complejo rompecabezas del sectarismo que permea nuestra cultura política y nos mantiene en el atraso. Para ello, voy a ampliar la visión del sectarismo que usa Humberto para trascender la dimensión político-partidista de este fenómeno y develar lo que puede ser la base del témpano que sirve de sustento a “la intransigencia y la intolerancia” política que nos caracteriza.

Primera pieza conceptual: la “cultura del privilegio”.

Desde antes del arribo de Colón a tierras americanas, el territorio que hoy conocemos como Centroamérica era, social y espacialmente hablando, desintegrado. Según señala Robert M. Carmack, al momento de la conquista “no existía un mundo centroamericano unificado, ya fuera en el plano económico, político o cultural”. En nuestra región, pues, no tuvimos estructuras y sistemas con la capacidad de integración social que tuvieron los imperios Inca y Azteca. José́ Coronel Urtecho confirma la fragmentación sociocultural de la Nicaragua precolombina, señalando que, al momento de la Conquista, no había en este territorio “unidad política, ni étnica, ni religiosa, ni lingüística”.

Sobre la “Torre de Babel” que era Nicaragua, la Conquista y el sistema colonial que se derivó de ella, impusieron una frágil unidad política fundamentada en la fuerza, y una ficticia armonía cultural basada en el cristianismo mágico y providencialista dominante en la España de esos tiempos. Por su parte, el ordenamiento social impuesto por España introdujo nuevas fracturas sociales directa o indirectamente condicionadas por el principio de la “pureza de sangre”. Originalmente, este principio fue utilizado para consolidar la superioridad de los blancos-españoles/portugueses-cristianos con relación a los judíos y moros en la península ibérica.

En Nicaragua y resto de América, el principio de la “pureza de sangre” trascendió su significado inicial para convertirse en una ideología de clasificación étnico-racial que legitimaba la superioridad de los españoles nacidos en España y formada, además, en orden de status descendiente, por Criollos, descendientes de españoles nacidos en América, mestizos, indígenas, y afrodescendientes. A esta estructura deben agregarse las llamadas castas o sectores de la población en los que se mezclaban la “sangre” española, indígena, y negra en diferentes proporciones.

Sobre este desordenado rompecabezas social se erigió la ficción del Estado nicaragüense en 1838, después de que se desintegrara la también ficticia República Federal de Centroamérica. Hablo de “ficción”, porque al momento de su formalización, el Estado nicaragüense no contaba con la capacidad para integrar el territorio heredado de la colonia. Tampoco era capaz de construir un “arco de solidaridad” que neutralizara las tensiones socio-emocionales y culturales que nos dividían.

El Estado nicaragüense que nació en 1838, más bien reprodujo, con la ayuda de la ley, la fragmentación socio-emocional y cultural de los nicaragüenses. Esta fragmentación se consolidó formando lo que la Cepal llama “la cultura del privilegio”, como un sistema de valores que durante casi dos siglos ha permitido a los grupos dominantes actuar como sectas que gozan de “[beneficios] económicos, políticos y sociales vinculados a diferencias adscriptivas y semiadscriptivas: raza, etnia, género, origen, cultura, lengua y religión” (Cepal, Desarrollo e igualdad: el pensamiento de la Cepal en su séptimo decenio, 2018, 189-201).

La “cultura del privilegio”, señala la Cepal, “se perpetúa hasta hoy”, naturalizando “la diferencia como desigualdad” (Cepal, Ibid.). Esta cultura también condiciona nuestra visión de la política porque traslada a la lucha por el poder del Estado el espíritu sectario que la alimenta. Más aún, impregna la política con el resentimiento y el revanchismo que naturalmente provocan la discriminación y el maltrato en una sociedad clasista, homofóbica y racista como la nuestra.

Segunda Pieza Conceptual: la cultura del entreguismo.

Todos conocemos el papel que ha jugado el intervencionismo extranjero, especialmente el estadounidense, en la historia política de nuestro país. También tendríamos que saber que el intervencionismo ha dificultado la consolidación de la soberanía de nuestro país.

Aclaremos que la soberanía no es solamente un principio legal que implica el efectivo reconocimiento de un Estado en el derecho internacional. Como lo señalan muchos de los principales estudiosos de la historia de la democracia, la soberanía es una condición necesaria para la institucionalización de un consenso social democrático efectivo porque este principio no solo regula las relaciones entre Estados, sino también la pugna doméstica por el control estatal. Así pues, la soberanía impone límites a la forma y al alcance de esa pugna, ya que obliga a que la disputa por el poder se desarrolle con los recursos domésticos –financieros, discursivos, coercitivos, políticos, etc.– a los que tienen acceso los actores políticos que operan dentro de las fronteras legales, políticas y territoriales del Estado. Al limitar los recursos con los que legítimamente pueden contar los actores domésticos, se limita también la intensidad, la extensión y las modalidades que puede adquirir la lucha por el poder.

Y aquí viene el punto que tiene que ver con el sectarismo y la intransigencia política de la que habla Humberto. La ausencia de límites soberanos a los recursos de los que puede hacer uso un partido o movimiento político para alcanzar el poder alimenta la intransigencia y el sectarismo de quienes sienten que no tienen que ceder nada porque gozan del apoyo de una fuerza extra-nacional que lo decide todo. Somoza fue intransigente mientras contó con el apoyo de Washington. El FSLN también lo fue mientras se sintió amparado por Moscú. Los OrMu aplastan violentamente a sus adversarios porque asumen contar con el auxilio de Moscú, Beijing y hasta Teherán.

Más aún, por la especial vulnerabilidad de nuestro Estado, especialmente frente al poder de los Estados Unidos, el entreguismo –“tendencia a vender los intereses patrios a intereses extranjeros”– se ha normalizado como una práctica política y consolidado como una tendencia cultural que ha naturalizado el uso de recursos financieros, políticos y hasta militares extranjeros para triunfar en la lucha doméstica por el poder del Estado. De esta forma, el intervencionismo y nuestro entreguismo han dificultado un desarrollo político nacional, capaz de generar balances de fuerzas internas y consensos nacionales hegemónicos y estables. Más concretamente, ha contribuido al surgimiento de alianzas políticas artificiales que no operan dentro de un marco político-ideológico común (el movimiento armado que derrotó a Zelaya o la UNO que derrotó al FSLN en las elecciones de 1990); la eliminación de fuerzas políticas auténticamente nacionales (como el movimiento de liberación liderado por Augusto César Sandino); y la imposición por la fuerza de otras (como el somocismo).

En síntesis, nuestro sectarismo político tiene raíces en la fragilidad de nuestra soberanía y en nuestro entreguismo. Somos soberanos en papel en el plano internacional y sectarios e intransigentes en el plano doméstico, como puede verse hoy en el enfermizo deseo de nuestros llamados líderes políticos a esconderse bajo las enaguas de Washington, Beijing y Moscú, para no tener que negociar o ceder nada.

Tercera pieza conceptual: Nuestra cultura del “único Dios verdadero.”

En su aclamado libro, El Precio del Monoteísmo, Jan Assmann se apoya en Sigmund Freud para resaltar que la consagración de “un solo Dios verdadero”, que es central a la visión religiosa del judaísmo y por extensión del cristianismo, dio inicio a una forma de intransigencia sectaria que hizo posible la persecución y destrucción de quienes adoraban a otros dioses y practicaban otras formas de espiritualidad. Hasta los judíos terminaron sufriendo esta intolerancia cuando el cristianismo se volcó contra ellos para culparlos de la muerte del “Dios verdadero” encarnado en la persona de Jesús.

En Europa, la intransigencia monoteísta fue contrarrestada por un desarrollo cultural marcado por la Ilustración, la Revolución Científica, el liberalismo y otros movimientos. Más recientemente, esta intransigencia se ha reducido por los todavía tímidos y limitados esfuerzos ecuménicos del catolicismo y otras Iglesias.

En la América “descubierta” por Colón, “el precio del monoteísmo” lo pagaron con sangre nuestros ancestros indígenas, durante lo que el historiador francés Robert Ricard llama “la conquista espiritual” del continente, es decir, la cristianización por la fuerza de las poblaciones originarias de América. Mediante este proceso se impuso la noción de un solo Dios, una sola verdad y la condena a cualquier otra versión de la misma.

La intransigencia religiosa sembrada en nuestro continente siglos atrás se ha reproducido, entre otras cosas, mediante los esfuerzos de la Iglesia católica para imponer su visión como la religión oficial de los Estados latinoamericanos que nacieron a comienzos del siglo XIX; en la condena al “libre pensamiento” y la masonería; y, en la actualidad, en la estigmatización de cualquier alternativa de espiritualidad al catolicismo, especialmente la de las despectivamente llamadas “sectas evangélicas”, las que no están exentas de graves prejuicios contra los católicos.

Así pues, la “intransigencia y la intolerancia” política de la que nos habla Humberto tiene raíces en nuestra cultura religiosa y, más concretamente, en nuestra tendencia a creer en la existencia de verdades absolutas por las que debemos estar dispuestos a matar, torturar o morir. En múltiples ocasiones, el sectarismo que naturalmente se desprende de este absolutismo se ha trasladado abiertamente a la política, como cuando en la segunda mitad del siglo pasado, algunos líderes de la Teología de la Liberación hablaban de Dios como un guerrillero marxista; o como cuando algunos sacerdotes católicos equiparan la resurrección de Cristo con la rebelión de Abril (Uriel Vallejos, 14/04/24).

¿Qué hacer?

No voy a responder esta pregunta porque no existe una fórmula o receta para resolver problemas de la complejidad y envergadura de los que hemos esbozado.  Y si existe, yo no la conozco. Prefiero hablar de lo que no debemos hacer para reproducir e intensificar el sectarismo que, como bien dice Humberto, alimenta el atraso en que se sigue hundiendo nuestro país.

Prefiero resaltar la necesidad de que los medios de comunicación del país tiendan puentes entre los nicaragüenses en vez de alimentar nuestras diferencias y explotar nuestros más malsanas y primitivas inclinaciones.

Prefiero señalar la obligación que todos/as tenemos de revisar el lenguaje que utilizamos para comunicarnos y extirpar las expresiones clasistas, racistas, homofóbicas y de cualquier otro tipo que refuercen la marcada “cultura del privilegio” que, en nuestro país, nos empuja a despreciar al “indio”, al “negro”, al “marica” y a la mujer –aunque nuestro machismo se esconda detrás de melosas declaraciones de amor a nuestras “madrecitas”, cada 30 de mayo; y a la “santísima virgen María” los siete de diciembre.

Prefiero señalar la contradicción que significa levantar la bandera de la democracia, y al mismo tiempo solicitar el apoyo de la derecha gringa, para quienes ayer y hoy somos simplemente peones en el ajedrez de sus prioridades e intereses.

Finalmente, prefiero pedirles a nuestros líderes religiosos que, si la política es su principal vocación, se lancen a la palestra despojados de sus sotanas. De lo contrario, por favor, no toquen a Dios con las manos sucias, ni lo enreden en nuestra política partidaria, porque nos hacen más torpes y sectarios.

El autor es profesor retirado del Departamento de Ciencias Políticas de la Universidad Western Canadá.

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