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El tendero y su hijo el abogado

Para los tiempos en que comienza esta historia en mi pueblo natal de Masatepe, yo tenía 56 primos hermanos, y el empeño constante de mi padre, Pedro Ramírez, era que me convirtiera en el primer abogado entre aquella multitud familiar; porque como solía martillar a la hora de las comidas sentado a la cabecera de la mesa, yo a su derecha, como privilegio de hijo mayor, él sólo había logrado llegar hasta el cuarto grado de primaria, y eso era bastante en una familia de músicos pobres.

Mi abuelo Lisandro, maestro de capilla del templo parroquial, compositor de misas de gloria y de himnos religiosos, y también de valses y otros aires profanos, había formado su orquesta, la orquesta Ramírez, repartiendo los instrumentos entre sus hijos al no más hacerse adolescentes, violines, cello, flauta traversa, clarinete, y sólo mi padre se había negado a aceptar el suyo, el contrabajo, por tequioso de transportar, y abrió una tienda de comercio frente a la plaza, esquina con la iglesia parroquial.

De modo que crecí convencido de que ser abogado era mi destino, sin ponerme a pensar si aquella profesión me gustaba o no, y cuando me bachilleré, a los diecisiete años, mi padre mismo me llevó hasta León, un largo viaje cambiando autobuses, a matricularme en la Facultad de Derecho, y me instaló en la pieza de estudiantes donde debía vivir, con un catre de campaña, un baúl, una mesa de pino y una silla playera como únicas pertenencias.

 Muchas cosas ocurrieron en esos cinco años desde el mediodía en que entré por primera vez al aula de la facultad, caliente como un horno, donde se hacinaban más de cien estudiantes llegados de otros pueblos tan lejanos como el mío, todos pelones, porque los mayores le metían las tijeras a la fuerza a los novatos, y había que raparse; y todos con la ilusión propia, o inducida paternalmente, de hacernos abogados.

El aula se fue despoblando, porque muchos se veían obligados a regresar a sus pueblos, sus ilusiones derrotadas. Y, tiempos de agitación aquellos, el derrocamiento de Batista en Cuba alentaba al derrocamiento de los Somoza, y el foco de resistencia y de protesta era la universidad. A las pocas semanas de empezados los cursos sobreviví a una masacre perpetrada por el ejército de la dictadura contra una manifestación de estudiantes, en la que yo participaba, un 23 de julio de 1959; y eso de ver la muerte de cerca a los diecisiete años, porque mataron a cuatro universitarios, dos de ellos mis compañeros de banca en el aula, forjó de un golpe mis convicciones, y dio forma a mis ideales.

Y ocurrió también que me hice escritor. En 1963, un año antes de graduarme, publiqué mis primeros cuentos en un pequeño libro, y me presenté en Masatepe para entregárselo a mi padre, antes que el título de abogado, temeroso de su reacción, porque si quería para mí una profesión rentable, y de prestigio, de la que sentirse orgulloso, la de escritor no lo era en la Nicaragua de entonces. En la de ahora es, además, un oficio peligroso, que te puede llevar a la cárcel, o al exilio, o a convertirte en apátrida, ya está visto.

Ahora lo veo fulgurar en mi memoria aquella tarde de un sábado, sentado en su silla mecedora en una esquina de la tienda. Saca los anteojos del estuche, y repasa las páginas de mi libro. Luego alza la vista, y me dice: “Bueno, ahora tenés que escribir una novela”. Lejos de cualquier reproche, había orgullo en sus palabras. Fue la entrañable complicidad de un tendero iletrado con un muchacho que antes que abogado quiere ser escritor a toda costa. Para él un cuento era un primer escalón que debía llevar a otro superior, el de la novela. Yo he aprendido que se trata de dos géneros distintos, cada uno con su propio grado de dificultad, pero la suya no era sino una voz de aliento.

Al año siguiente presenté mi examen público para obtener el título de abogado en la universidad, y mi padre estuvo presente en la ceremonia de graduación, cuando recibí también la medalla de oro como mejor estudiante de la carrera, la que conservó hasta su muerte. Y en Masatepe hizo cantar el tedeum de Eslava en la iglesia parroquial, mis tíos frente sus atriles con sus instrumentos, y sacó de la tienda estantes y vitrinas para convertirla en el salón de la fiesta a la que invitó a medio pueblo.

Había cumplido mi compromiso con él, aunque no del todo, porque no instalé nunca mi oficina de abogado, ni abrí mi protocolo de notario, ni litigué jamás en los tribunales, ni sostuve ningún alegato en estrados. No había nacido para el oficio. Mi padre murió en 1981, a una edad que ahora yo he sobrepasado, y lo he recordado cuando la fiel y servicial Corte Suprema de Justicia de Nicaragua me ha despojado de algo que sólo a él debo, mi título de abogado y notario. Es como si en esa resolución llena de galimatías, en la que, tras ordenar la anulación de mi título, me ordenan devolver en el término de la distancia bajo apercibimiento de ley, mis sellos de abogado, de los que nunca dispuse, y mi protocolo de notario, que nunca llegué a abrir, intentaran borrar los sueños del tendero que quiso ver a su hijo abogado, el primero con un título universitario entre sus 56 primos.

Pero entre él y yo, todo está a salvo.

El autor es escritor.
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COMENTARIOS

  1. Hace 10 meses

    Se le olvidó mencionar a Sergio que él fue el causante de que la Guardia Nacional disparara en contra de los estudiantes-manifestantes el 23 de Julio de 1959. Ramirez, español caitudo, para provocar a la guardia aventó una carga cerrada de triquitracas en la cabeza de la manifestación. Los policías o guardias pensando que el sonido del paquete de petardos lanzados por Ramírez intencionalmente eran balazos contestaron el fuego. Existen actualmente dos testigos en Florida que afirman lo anteriormente mencionado.

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