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La criminalidad común, otra gran vulnerabilidad de la democracia

Los grandes enemigos de la democracia en América Latina y el Caribe no son solo las dictaduras y regímenes populistas autoritarios, de izquierda o derecha. La democracia también es atacada y socavada por la criminalidad común, en sus diversos giros operativos, desde el narcotráfico hasta los asaltos callejeros a las personas.

Al respecto, el diario La Nación, de Argentina, ha publicado esta semana un reportaje sobre el incremento de la criminalidad y la inseguridad pública en Costa Rica, el único país de Centroamérica que tiene una democracia plena que además es una de las apenas tres de Hispanoamérica. Las otras dos son las de Uruguay y Chile.

En el reportaje del periódico argentino se informa que Costa Rica “hasta hace poco era el segundo país con la menos tasa de homicidios per cápita, de acuerdo con las cifras de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (Unodc). Sin embargo, en los últimos años la criminalidad ha venido creciendo y el año pasado se cometieron  656 homicidios. Esto significó un incremento del 11.56 por ciento respecto a 2021 y una tasa de 12.6 por cada 100 mil habitantes, la más alta en la historia de Costa Rica.

Señala la publicación el contraste de esos datos costarricenses con los de El Salvador, que en el año 2015 fue el país más violento del mundo, con una tasa de homicidios de 103 por cada 100 mil habitantes. Pero en el 2022 cerró con solo 7.8 homicidios por cada 100 mil personas, la tasa más baja de la región latinoamericana.

Esta diferencia se debe a que Costa Rica es un país plenamente democrático, en donde se respetan escrupulosamente los derechos humanos y el Estado de derecho, lo cual inevitablemente deja espacios para cierta impunidad del delito. En cambio en El Salvador impera un régimen autoritario, que mantiene el país bajo estado de excepción con las garantías constitucionales suspendidas, de manera que se reprime sin miramientos y de manera indiscriminada a la delincuencia, con lo cual se afecta necesariamente a justos por pecadores.

El presidente salvadoreño Nayib Bukele justifica esta política con el argumento de que los derechos de las personas honradas son más importantes que los de los delincuentes. Lo cual es cierto, pero solo relativamente.

Bukele visitó recientemente Costa Rica para explicar a su colega costarricense, el presidente Rodrigo Chaves, las ventajas de usar la mano de hierro contra la delincuencia para reducir la criminalidad y mejorar la seguridad pública. Como en efecto lo ha logrado.

Después de esa visita, el ministro de Seguridad Pública de Costa Rica declaró que “un tema de seguridad como el que tiene el presidente Bukele sería genial (en Costa Rica)  para bajar el índice de homicidios”. Y un diputado que trabaja en el tema de la seguridad pública elogió la mano dura salvadoreña contra la delincuencia y dijo que el gobierno de la República, la Asamblea Legislativa y el Poder Judicial deben tomarlo en cuenta y discutir “cómo parar la peligrosa espiral de violencia”.

Pero en Costa Rica no se puede hacer lo mismo que en El Salvador. Primero porque hay una democracia plena y se respetan los derechos humanos de todas las personas, sin excepción. Además, la justicia es realmente independiente y el poder Legislativo no está a la orden del Ejecutivo, como en el caso salvadoreño.

El director del Instituto de Seguridad y Criminología de Costa Rica, Erick Villallalba, dice que en ese país es muy difícil que la estrategia del presidente salvadoreño se pueda implementar, porque según sus palabras “Bukele cuenta con un Parlamento con mayoría y un Poder Judicial afín. No es el caso de Costa Rica (donde) el presidente solo tiene 10 diputados afines de 57 y el Poder Judicial es férreamente independiente. Y la Constitución permite suspender garantías constitucionales únicamente por desastres, conmoción pública o una invasión. No por razones de seguridad”.

Esa es la grandeza de la democracia, pero en ella misma está su vulnerabilidad. Habrá que hacer un gran esfuerzo para encontrar una fórmula que permita a la democracia defenderse de la delincuencia común, tanto como de la criminalidad política, sin faltar al respeto de los derechos humanos.

De otra manera la democracia terminará por desaparecer, destruida por cualquiera de esas dos grandes formas contemporáneas de la delincuencia.

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