El sentirse vivo no es estar feliz y conforme con lo que nos rodea, tampoco es sufrir las tempestades que, como un tifón, arrancan las raíces de la alegría de nuestro espíritu. Sentirse vivo no es mantenerse conectado con Gea y en paz con las vibraciones de la naturaleza, tampoco es depredar la vitalidad de los que tenemos cerca. Sentirse vivo es sentir el presente, masticar cada segundo que pasamos encadenados al ahora para poder digerir los minutos que nos fusilan. Es desgranar las duras semillas del futuro y ver como germinan en el instante que las precede.
Vivir no es una compleja fórmula matemática, ni una lista de dogmas que se tienen que realizar todos los días. Vivir no es felicidad, enojo, placer, martirio, trascendencia o insustancialidad, vivir es vivir. Es simple como eso, como una profecía autocumplida; la vida no es nada más que la vida en sí misma.
La vida tampoco es muerte, porque, como dice Epicuro “es necio quien dice que teme la muerte, no porque sea temible una vez llegada, sino porque es temible el esperarla. Porque si una cosa no nos causa ningún daño con su presencia, es necio entristecerse por esperarla. Así pues, el más espantoso de todos los males, la muerte. No es nada para nosotros porque, mientras vivimos, no existe la muerte, y cuando la muerte existe, nosotros ya no somos. Por tanto la muerte no existe ni para los vivos ni para los muertos porque para los unos no existe, y los otros ya no son”.
Porque somos pasos impresos en la orilla de un mar en alza, somos lluvia que cae en el océano de mil historias, somos la vasija que usa la vida para vivir. Y cual portador de vida, debemos honrarla con nuestras acciones. Porque, ¿qué es un viaje en el cual el capitán no sabe capitanear? Un naufragio a punto de ocurrir. Un desastre que llama a las puertas. Una catástrofe en formación.
Y en esta senda latente por la que atravesamos existen ayudas que nos permiten manejar mejor los controles del potente crucero que dirigimos, boyas luminosas que descienden conocimiento sobre nuestros controles y esclarecen el paso sobre el oscuro río del futuro. Son personas que, puntualmente y de manera precisa, aparecen para causar un aluvión de sinceridad que limpia el camino de pajas y rastrojos. Individuos que afectaron nuestro lento recorrido de alguna forma. Son marcadores que liman las asperezas de los errores que cometemos. Son la vida manifestándose para seguir viviendo.
Las personas que vienen y van, hombres pasajeros, mujeres fugaces, pesos que equilibran la balanza y nos demuestran las imperfecciones de una vida mal vivida o las bondades del buen curso de un bote estable. Son enseñanzas en carne y hueso, maniquíes vestidos con las telas de la sabiduría, son un libro de lecciones antropomórfico. Son un ramo de flores, coloridas y perfumadas, que se marchitan en la carrera contra las manecillas del reloj para dejar solo un puñado de pétalos secos y tristes y el recuerdo de la primera impresión.
Esa es la razón por la que no duran mucho en nuestro viaje, ese es el porqué el destino las separa rauda de nuestra trayectoria. Al retirarse, nos permiten desvelar enseñanzas ocultas detrás de sus acciones, conocimientos que desconocedores cargaban sobre ellos como un parásito y de ellos solo debemos quedarnos con esa muestra, con ese regalo que nos dejan y seguir con nuestra vida, con la vista fijada, como buen capitán, al frente para esquivar cualquier obstáculo que se oculte en la bruma del mañana. Eso es la vida, esos son los individuos pasajeros.
[FIRMAS PRESS)
El autor es escritor panameño.