Conocí a Adán Torres en el 2019, el mismo año en que murió José José, el famoso cantante mexicano. Adán llegó a Miami desde California para asistir a los funerales del príncipe de la canción, quien grabó e interpretó “Almohada”, una de sus muchas composiciones, convirtiéndola en éxito internacional hace ya bastantes años.
Lo vi primero en la televisión. Alto, fornido y con aspecto de buena gente. Derramó algunas lágrimas durante la ceremonia fúnebre, luego dio unas emocionadas declaraciones a una reportera, que confirmaron mi impresión inicial de que, dentro de aquel enorme cuerpo y aquel aspecto rudo, como el de un sobreviviente del Hell Angels Motorcycle Club, en efecto se ocultaba una persona noble y de gran corazón.
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Esa misma noche lo conocí personalmente, en casa de un compatriota nicaragüense, donde le hicieron una larga entrevista y adonde llegó con su esposa, la poeta Marina Moncada, a quien conozco desde hace ya bastantes años, pues tuve el honor de publicar y presentar por primera vez su poesía en el suplemento cultural de El Nuevo Diario, en Managua.
Recuerdo que contribuí en la preparación del cuestionario para aquella entrevista. Recuerdo también que, al responder cada pregunta (que obviamente redundaban en la historia de aquella canción famosa y de su trayectoria como músico y compositor), Adán se extendía narrando detalles, se paseaba por el tiempo y el espacio recordando anécdotas y precisando cada detalle de forma tal que capturaba sin remedio la atención de quienes lo escuchábamos.
“Va a ser una buena entrevista”, me dije, pero tampoco pude evitar pensar que aquel compositor, músico o poeta, era también un narrador nato. Oyéndolo hablar esa noche supe que “Almohada” tiene una historia parecida a la de “El triste”, de Roberto Cantoral, que José José interpretó en el Festival Mundial de la Canción Latina en 1970. Todos la consideraban ganadora, pero no ganó. Sin embargo, nadie pudo evitar que se convirtiera en éxito.
Según narró Adán aquella noche, lo mismo sucedió con su canción “Almohada” en el Festival OTI de Nicaragua en 1977. El país estaba a punto de sublevarse y la politización del ambiente favoreció a una canción de Carlos Mejía Godoy, que también ganó el OTI en España. Adán contó magníficamente todos los detalles en aquella entrevista: cómo la compuso, quién la interpretó en ese festival y cómo fue recibida por el público, que desde entonces la empezó a considerar ganadora pero «sin corona», y muchas otras anécdotas.
Cuando conversamos por primera vez esa misma noche, llegamos a la conclusión, para mí tan sorprendente como grata, de que somos parientes cercanos (primos en segundo o primer grado, tal vez), por la rama de mi padre. Después de haberlo escuchado narrar con gracia y naturalidad tantos detalles, ya no podía dudar del parentesco.
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Oyéndolo contar anécdotas y desplegar con tanta viveza y capacidad de registro la memoria, no podía evitar recordar a mi padre Danilo y a mi hermano Sergio, capaces, como Adán, de mantener por horas en silencio a todo un salón de tertuliantes, tan solo contando historias.
Otra ocasión de corroborar esa extraordinaria habilidad narrativa la tuve cuando Adán me pidió (otra sorpresa gratificante) que le ayudase a editar este libro titulado “El tirador”. Autobiografía en cuentos. Lo hice, debo confesarlo, con un placer inmenso, no solamente debido a la amistad o el parentesco, sino porque cada uno de los cuentos que componen el libro son absolutamente disfrutables. Y al hacer esta afirmación (que es también una entusiasta invitación a leerlos) no estoy pensando tan sólo en lectores nicaragüenses, sino en cualquier lector de nuestra lengua.
Mi lectura o mi labor como editor no fue en realidad un trabajo, o un deber oficioso, sino un verdadero placer; un tipo de gozo tal vez indescriptible que sólo me han deparado, que yo recuerde, las lecturas de Mark Twain o de los mejores narradores nicaragüenses que sin énfasis peyorativos podemos o debemos llamar vernáculos.
Me refiero al tipo de narrador capaz, no sólo de hacernos vivir aventuras increíbles o recrearnos con hermosas o curiosas anécdotas, sino también de mostrarnos con agudeza, sensibilidad y sentido del humor nuestra belleza telúrica y sobre todo la profundidad espiritual, mental, anímica, emocional del ser nicaragüense.
Pese a su tardía revelación como escritor y aparte de su sensibilidad y su indudable oído musical, Adán Torres parece ser también uno de esos narradores que nacen con oído literario y que poseen un dominio natural de la más plena de las capacidades o aptitudes narrativas: el impulso incontenible de contar, las ganas indoblegables de narrar las cosas que han visto o han vivido, pero que también recuerdan y describen con una minuciosidad y un entusiasmo contagiosos.
Pero esos recuerdos, esa virtud memorística y verbal inherente al narrador genuino, en el caso de Adán y de la tradición literaria que en Nicaragua lo precede, radican particularmente en el oído y en la sensorialidad. Son producto no sólo de las capacidades visuales de la memoria sino también de lo que me atrevería a llamar recuerdo auditivo, sensorial, sinestésico, evocativo.
La experiencia a que nos lleva cada uno de estos cuentos, activa en quien los lee una especie de vivencia sensorial o cognitiva que responde a la capacidad natural de quien los narra, para provocar en sus lectores una respuesta tan vívida como si de verdad respondiésemos a un estímulo o a una vivencia concreta, inmediata.
Sus lectores podemos ver, oler, sentir u oír, por ejemplo, los colores y las formas del campo, de una milpa, de la ribera de un riachuelo, del camino sinuoso de una hondonada, de los árboles, las aves, los ojos de un venado o de un lagarto refulgiendo en la oscuridad del monte, de las lagunas o de los ríos; como si en verdad lo estuviéramos viviendo en el momento.
Son percepciones idiosincrásicas que solo un narrador genuino es capaz de generar en el lector. Es decir, hacernos percibir colores, olores o sonidos concretos y diferentes. Podemos saborear con el cuentista el peculiar sabor de una güirila, o de la carne de venado, o de la leche de una vaca recién ordeñada, mezclada con pinolillo y dulce de rapadura.
Es decir, leer los sonidos, los olores o sabores, y al mismo tiempo escucharlos, olerlos, saborearlos. Igual que los mejores autores que en nuestra tradición vernácula lo preceden, Adán posee la suficiente sensibilidad auditiva y capacidad evocatoria o memorística como para apropiarse fielmente de los giros, tonos, dejes y maneras orales del nicaragüense que habita sobre todo en la franja del Pacífico, el norte y centro del país.
Tanto en la voz del narrador (casi siempre desplegada en primera persona, asentando siempre la impronta de la propia voz del autor-narrador), como en los diálogos frecuentes o en las breves narraciones insertas en algunas historias, los cuentos de este libro resaltan, como dije, las particularidades del habla y la gestualidad del Pacífico, centro y norte de Nicaragua, especialmente de las zonas rurales (ámbitos propios de un impenitente tirador) donde es más evidente la mezcla del lenguaje contemporáneo con los resabios del náhuatl y del español tradicional introducido durante la Colonia. Una mezcla que al cabo ha determinado la existencia de lo que conocemos hoy como lengua o lenguaje nicaragüense.
Epígono tardío, aunque actual e ineludible, en la tradición de Rivera, Güiraldes, Azuela, Calero Orozco, Silva o Salarrué; Adán Torres muestra en estos cuentos que es también un escritor apegado a la originalidad del habla cotidiana, y que su propósito escritural es desarrollar lo más posible la expresión no sólo oral sino también sensorial de la cultura, los ambientes y paisajes entre los que nació y creció. Desde el primero hasta el último de estos cuentos se despliega una voluntad narrativa de homenaje a unos ambientes, paisajes y personajes que le son y nos son también entrañables.
El libro es precisamente lo que el subtítulo indica: una autobiografía del autor pero escrita a través de narraciones independientes, en las que de forma natural, la memoria, la subjetividad evocativa y el lenguaje dejan como producto un grupo de piezas narrativas contaminadas de ficción pero apegadas al hilo memorístico con que se tejen diversos fragmentos vivenciales, autorreferenciales o autobiográficos del autor. Desde su niñez, el futuro tirador esperaba impaciente las vacaciones de verano para echarse al hombro el salbeque lleno de piedras finas, y con sus tiradoras siempre en mano, salir corriendo a meterse al monte.
Esta parte del libro es un recuerdo vívido y vivido de una infancia, juventud y madurez transcurridas en la intensa experiencia de la cacería, pero sobre todo, el placer de recorrer, observar y disfrutar la diversa y esplendorosa geografía nicaragüense. Desde los acantilados y los montes de El Crucero y Las Nubes a las hondonadas de Nejapa, Apoyeque o Xiloá, y los montes de Villa el Carmen, San Francisco del Carnicero, hasta los potreros, ríos y riberas de Las banderas, Boaco o Chontales. Una aventura que termina truncada en su momento de auge con el exilio repentino del narrador y su familia.
Es cierto que en buena parte de estas narraciones prepondera una voz narrativa particular, que destaca a Adán como narrador excepcional por sus nostálgicas y a la vez acuciosas descripciones; pero en otras partes, especialmente en la sucesión de voces propias de los diálogos, el tono, la manera y el decir que predomina es definitivamente el oral.
El lenguaje hablado da legitimidad o le concede autoridad y autenticidad a la sintaxis de la escritura, produciendo un efecto literario especialmente nicaragüense. Como si, al leer los cuentos, estuviésemos viendo u oyendo al propio Adán Torres contarlos de viva voz en una rueda de amigos.
Yo aún lo sigo viendo, en aquella velada nocturna después del sepelio del gran José José, contando a todos la increíble historia de “Almohada”. Y así también lo sigo oyendo, no sólo cuando escucho de vez en cuando en la radio su hermosa canción, sino cuando vuelvo a leer cada uno de estos cuentos.