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Es de noche y unos acordes de guitarra apenas se escuchan en la sala de una casa en un reparto de clase media baja en San José, Costa Rica. Quien la toca no es músico de profesión, si no un menudo joven universitario que, meses atrás, con esas mismas manos, lanzaba morteros caseros para defenderse de los ataques de paramilitares del régimen de Daniel Ortega, y que escapó de morir.
No dice su nombre y esconde su rostro de cualquier cámara como hacía en Nicaragua, de donde salió huyendo el año pasado. Quiere evitar que lo identifiquen y que vayan detrás de su familia. Es el mismo miedo de los otros que se han ido: a centenares de kilómetros de distancia, pero se siente perseguidos.
“No mencionés mi nombre por favor”, pide. Junto a él, hay otros nicaragüenses, estudiantes también, que estuvieron bajo ataque en los tranques o en los meses en que permanecieron atrincherados en la Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua (UNAN-Managua). Que estén vivos es casi un milagro y que tengan techo para dormir un privilegio. El frío es mucho más duro en este San José que el más fuerte que hayan sentido en Managua acostumbrado a un promedio 34 grados centígrados.
Aparece por la puerta de la calle Jimmy Zapata. Carga una mochila que le hace ver como si todavía fuera estudiante de la carrera de Ciencias Políticas y Relaciones Internacionales -de la cual se recibió tres años atrás en la UNAN-Managua-. Su figura es delgada como un palo seco, bigote poblado y tiene unos ojos sin brillo que parece no los ha cerrado desde hace semanas. Lo escuchan unos diez nicaragüenses más que, como él, están en el refugio.
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Comienza a contar su historia: “Hemos aguantado hambre, muchas veces nos ha tocado dormir en la calle, aguantar xenofobia, pero seguimos en la lucha”.
Desde que empezó la crisis en abril de 2018, cuando el régimen de Daniel Ortega atacó a los manifestantes que se opusieron a una reforma inconsulta de la seguridad social, el número de exiliados ha venido en aumento en Costa Rica. Según la Dirección General de Migración y Extranjería, de ese país, en 2017 las solicitudes de refugio eran apenas 67, pero el número aumentó hasta 23,138 al año siguiente.
Este hombre pasó dos meses atrincherado en la UNAN y en uno de los ataques sufridos, entre mayo y julio en los meses más duros de la represión, le pegaron un balazo en la espalda que casi acaba con su vida. Le dejó una cicatriz que no le incomoda mostrar. “Igual nos vamos a morir hoy o dentro de cincuenta años y luchar contra la injusticia es una buena obra”, dice.
Hoy duerme bajo techo, ya no duerme más en la calle y aunque tiene comida racionada, ya no pasa con el estómago vacío. Que quiera un cambio tampoco significa para él que todo deba ir a toda prisa. “Sabemos que todo es parte de un proceso y hemos recibido también el apoyo de gente muy valiosa. No me han dejado solo en ningún momento y han sido personas firmes que me han apoyado y a través de ellos podemos conocer nuevas personas y ayudar a más nicaragüenses que están viniendo a Costa Rica”, cuenta Jimmy frente a sus compañeros de lucha.
Si puede quedarse aquí, igual que el resto de migrantes al amparo de un techo seguro, es por el aporte que brinda la Fundación Juntos somos un volcán, creada en mayo de 2018 y dirigida por el nicaragüense Celso Canelo, quien busca recursos para brindar asistencia humanitaria y social a los exiliados que más se pueda.
“Juntos somos un volcán nace como una necesidad urgente de dar respuesta parcialmente, paliar un poco la grave crisis que se nos avecinaba con la migración de cientos de nicaragüenses, que es buscando el resguardo su integridad física y la de su familia. Hemos venido a paliar un poco de forma temporal, atendiendo ahora con una nueva misión.
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Atender el aspecto humanitario que es con las casas de refugio y el social con asesoría legal para tramitar el carnet provisional de refugio y como es un poco tardado hablamos con las autoridades de Migración de Costa Rica, articulado con la Asociación Nicaragüense Pro Derechos Humanos”, explica Canelo.
La casa de refugio esta noche de guitarras e historias conmovedoras recibe a jóvenes que, con suéteres y café caliente, intentan ahuyentar el frío que se siente más conforme se acerca la medianoche. El viento ha entrado sin parar por la ventana abierta. La tapan con un pedazo de tela, pero en el cuarto, que mide cinco metros de ancho por tres de largo, todos se quejan del clima fresco. Seis personas dormirán más tarde en colchonetas en el piso. El resto lo hará en la sala, uno sobre el sofá y los otros tres en el piso de madera.
Nadie sabe con seguridad cuántas casas de refugio hay en San José, acostumbrado desde hace décadas a una migración de nicaragüenses que ahora se ha intensificado tras la violencia del Estado contra los ciudadanos. Lo que se ve es un éxodo.
En otra casa de refugio, también en la capital costarricense, hay más espacio. Es un caserón, no por lujoso sino por lo grande. Tiene al menos diez cuartos y dos extensas salas que han sido divididas con sábanas para simular una privacidad que en realidad no existe. Por todos los rincones, huele a madera vieja y tiene aspecto de casa abandonada. En el día penetra una tenue luz desde la calle y en la noche las bujías. Otro ambiente triste.
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Acá viven cincuenta personas y a veces, solo a veces, logran comer todos. El poco arroz y frijoles que han recibido como donación y que es cocinado en leña, primero se les da a los niños y las mujeres de la casa. Si sobra algo de estos granos básicos ahumados, es repartido entre los hombres adultos. Si no, toca ir a la cama con el estómago vacío.
Maximiliano Portocarrero tiene 23 años y, antes del 18 de abril de 2018, era estudiante activo de la carrera de Comunicación Social en la Universidad Centroamericana (UCA). Dice que fue compañero de clases de Lester Alemán, el estudiante que se atrevió a exigirle la renuncia a Ortega cuando inició el diálogo nacional el 16 de mayo de 2018 y que ahora se encuentra exiliado en Estados Unidos. Él, en cambio, está en Costa Rica. A veces se queda a dormir en esta casa y cuando lo hace se acomoda igual al resto en una colchoneta que fue regalada por alguna organización.
“Entre todos compartimos comida. Si alguien tiene, comparte. La mayoría trabaja y es así que logramos comer un poco mejor y algunas fundaciones nos traen donaciones como colchonetas y ropas”, comenta Maximiliano, sentado sobre una colchoneta en el piso donde dormirá esta noche. En ese lugar, se acomodan más de ocho personas en iguales condiciones, con iguales tristezas.
“Nos han donado comida pero como somos cincuenta personas se ha terminado rápido y con lo que ganan los que trabajan se suele ir en el aporte del diez por ciento que corresponde dar, porque Juntos somos un volcán (refiriéndose a la organización que los apoya) asume el otro 90 por ciento. Estar lejos de casa y sin dinero es triste, pero tratamos de resistir porque si volvemos nos matan o nos meten a la cárcel”, dice uno de los inquilinos que omite brindar su nombre.
Aquí hay responsabilidades que deben cumplir todos los que viven, entre ellas limpiar los baños, lavar la ropa, cocinar, limpiar la casa. Maximiliano lo sabe y brinda la entrevista, mientras a otro señor originario de Masaya, quien no quiere que se mencione su nombre, limpia el baño porque el olor a orina es fuerte.
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En otro apartamento, ubicado en lugar distante de los dos sitios visitados anteriormente por LA PRENSA, nueve exiliados se juntan y esperan un cambio político en Nicaragua para poder regresar a su patria. Ortega decidió reanudar el 27 de febrero de este 2019 el diálogo que él mismo había socavado meses atrás y uno de los puntos, que luce como toral en estas negociaciones, es la posibilidad de que se den elecciones antes de 2021 cuando vence el período presidencial.
Hasta antes del 19 de abril de 2018, los exiliados reunidos no eran amigos y algunos solamente se habían cruzado en los pasillos de la Facultad Regional Multidisciplinaria de la UNAN-Managua (FAREM-Matagalpa), pero en este lugar viven como una familia. Si alguno consigue trabajo debe priorizar la comida para los nueve.
Desde que este grupo de estudiantes llegó a Costa Rica su vida no ha sido fácil. Algunos estuvieron viviendo con personas conocidas, otros en un templo evangélico, hacinados en cuartos alquilados hasta que una red de nicaragüenses, que al igual que ellos tuvieron que dejar el país debido a la crisis sociopolítica, los ubicó en este apartamento de modestas condiciones.
En este lugar los exiliados se encuentran relativamente seguros, pero la falta de dinero y las múltiples necesidades los hacen encontrarse con sorpresas como éstas. Roberto Büschting, un estudiante de economía quien decidió buscar trabajo aún sin permiso laboral, fue explotado.
“Cuando recién llegué a Costa Rica estuve trabajando con unos nicaragüenses en una pizzería, donde fui explotado laboralmente, sólo me pagaban 5,000 colones al día, que son aproximadamente 10 dólares, pero ese salario no abarcaba todo porque yo trabajaba desde las 8:00 de la mañana a las 10:00 de la noche y hacía todo ahí e incluso iba a las calles a repartir la pizza, a repartir volantes, limpiaba, ayudaba hacer las pizza y si uno se equivocaba en un pedido la pizza se lo cobraban a uno”, relata Büschting.
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Otro de los oficios del destierro es pasar horas averiguando sobre becas en universidades costarricenses y, aunque ya han perdido la cuenta de las veces que los han rechazado, no pierden la esperanza de volver a estudiar y ser buenos estudiantes como Gender Vargas, quien cursaba quinto año de medicina y ahora lejos de su familia cayó en depresión.
“Es duro, sin la familia a la que estaba acostumbrado y estando aquí extrañás todo de Nicaragua, una tortilla; por ejemplo, la cultura, tu familia, tus amigos, y al venir acá sin nada y no encontrarte con nada, es bastante fuerte. Estando acá pasas todas las dificultades, pasás hambre y en mi caso pasé una emergencia psicológica (depresión) que es lo que le pasa a la mayoría de los que están acá (en Costa Rica) pero que nosotros aguantamos porque nos acuerpamos entre todos”, relata Vargas.
En el apartamento no hay comodidades, los inquilinos duermen en colchones inflables sobre el piso, en la sala solo hay una mesa y algunas sillas de plástico en mal estado y en la cocina se observan algunos utensilios que han ido reuniendo en los últimos meses.
En este lugar está el activista LGBT, Bayardo Siles, quien después de haber estado preso en Nicaragua salió huyendo hacia Costa Rica. De su experiencia en la cárcel El Chipote, la cárcel de la Policía señalada como un centro de torturas por los organismos de derechos humanos, asegura que fue víctima de abusos.
“El Chipote obviamente tienen mecanismo de tortura específicos para cada una de las personas, siendo yo activista del LBGT… todas las cosas que a mí me pudieron haber hecho en El Chipote fueron específicamente por el hecho de ser gay, y hablo de tortura sexual, tortura psicológica, mantenerme desnudo siempre, hacer sentadillas, una persona quiso introducirme el dedo en el ano en varias ocasiones”, recuerda Siles.
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“Para mí el encierro fue la tortura más grande por el hecho de ser claustrofóbico; sin embargo, mi resiliencia, mi experiencia de vida con respecto al abuso sexual me ayudó a concentrarme o desprenderme de todo tipo de dolor que hubiese estando viviendo estando en El Chipote. Mis abusos sexuales anteriores a esto han sido súper crítico y drástico, la experiencia en El Chipote lo comparto como que no es nada en comparación (con lo que) por el hecho de ser gay me ha pasado en otras situaciones”, continúa Siles.
Que estos exiliados estén lejos de Nicaragua, no significa que no estén pendientes de lo que sucede en el país. En la sala del pequeño apartamento una persona fuma un cigarrillo, mientras los otros leen los periódicos en línea y monitorean las redes sociales. Ellos creen que algún día podrán volver. Es el mismo sentimiento en todos los sitios de refugio, adonde los nicaragüenses viven mientras tanto. El joven, que toca la guitarra en la primera casa de refugio, la calla. Cada quien se acomoda en las colchonetas, otro en el sofá, mañana será otro día y quién sabe si este sería el día del retorno.