Callar ante a la barbarie comunista es un viejo complejo de la izquierda. Unos callan y otros calumnian, desplegando como bien dice Antonio Muñoz Molina, una solidaridad “heroica” pero siempre con los verdugos. La brutal represión en los actuales países socialistas no los conmueve. En Venezuela solo en 2014, la violencia chavista dejó 43 muertos, 973 heridos y más de tres mil presos políticos. Trasmitir las desgarradoras imágenes, de guardias bolivarianos masacrando estudiantes, hizo que Nicolás Maduro censurara al canal NTN24.
Si esto ocurriera en un país democrático o Las Damas de Blanco fueran costarricenses o Leopoldo López colombiano, la reacción marxista sería feroz. Tremebunda plañidera montaron, cuando Manuel Zelaya fue destituido por torcer La Constitución hondureña. Pero, ¿por qué el marxismo-leninismo infunde tanta docilidad en sus fieles? Siendo una “teoría científica”, ¿porqué suprime la libertad de pensamiento, la capacidad crítica y exacerba la idolatría por sus íconos?
Cuando en San Petersburgo se proclama la primera revolución proletaria en 1917, se produce paradójicamente también una regresión al absolutismo político medieval. “Tierra para campesinos, fábricas para obreros”, fueron postulados de una utopía cegadora, irresistible, que cautivó y sigue conquistando corazones. El tributo literario de John Reed, en su libro Diez días que conmovieron al mundo , es un ejemplo del idealismo, con que el intelecto mundial acogió aquel anuncio.
Pero lo anunciado no fue de verdad lo sucedido. Un revés electoral empuja a Lenin a cercenar la democracia “burguesa”. El tsunami de idolatría que provoca su carisma, cuyos efectos aún son visibles, arrasa con toda crítica. Nace entonces la mitología comunista y lo que debió ser una teoría viva, en constante evolución, se transforma en un anquilosado dogma religioso, que como cualquier otro para erigirse, utiliza una narrativa heroica, colmada de esperanza y libertad, pero siempre necesita del terror y de una gran montaña de cadáveres.
Marginada, una íngrima crítica logra sobrepasar la descomunal marejada de fervor. Una mujer valiente, con una poderosa perspicacia intelectual, realiza una observación que el tiempo transforma en asombrosa profecía. Rosa Luxemburgo, la única marxista lúcida, se atrevió a advertir en voz alta los peligros tiránicos del socialismo, si tan entrañable ideología amputaba la democracia.
Si algo ha demostrado la historia, es que la democracia no es burguesa. Es una conquista de la humanidad. El mayor avance de nuestra civilización. Las libertades, los derechos y la independencia de poderes que establece, aún con defectos, funcionan para ricos y pobres por igual. En democracia, la gente puede elegir o destituir gobernantes, obligar a una corporación a cumplir la ley o simplemente hacer un parque.
Sin el control público sobre el poder, solo queda el totalitarismo, la tiranía y esta es igual si proviene de La Dictadura del Proletariado o del zar Nicolás II. Además, la “dictadura del pueblo”, que es ejercida en realidad por cuatro jerarcas, no reprime exclusivamente a una clase social, esclaviza a la sociedad entera.
Basta leer la Oda a Stalin de Pablo Neruda, para comprobar la alienación que el comunismo provoca sobre una mente brillante. Totémica fue la veneración de García Márquez por Fidel Castro. Infame ha sido la cacería de esta izquierda acomplejada frente al marxismo, contra quienes disienten de su doctrina por defender la verdad.
Quizás algún día caiga la venda de sus ojos. Mientras tanto vale repetir sin cansancio la frase de Luxemburgo. Una práctica extinta de las filas militantes, proscrita por la inapelable orientación partidaria: “El acto más revolucionario, es decir lo que uno piensa”.
El autor es psicólogo.
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