Joaquín Absalón Pastora
Las alas de la música —privilegiadas por la partitura— traspasan continentes. Esa sensación produjo en la recepción psíquica la interpretación en sus cuatro movimientos —adagio allegro, largo, scherzo y allegro con fuoco— de la Sinfonía El Nuevo Mundo del compositor checo Antonin Dvorak (1841-1904) por parte de la orquesta Sinfónica Nacional de Costa Rica, dirigida por Eddie Mora.
En 1892 Dvorak cuyo estilo se compaginó —un clásico de Europa— con los de Shubert y Wagner, viajó a Nueva York y se sintió asombrado por la música negra que inundaba sus oídos. Lo cual inspiró la sinfonía que acentuó su celebridad por encima de otras manifestaciones del temperamento eslavo, el clásico de sus danzas.
El segundo movimiento —largo— el más llamativo y melódico no obstante su soberana y exquisita lentitud con algunos asomos del corno inglés, es el canto melancólico del esclavo negro en la noche de verano. Solo faltaba su voz para imprimir con más poder su tristeza, su ser. Es en ese lamento donde se “parquea” la imagen del compositor que habría de ahondar la inspiración con el parto de cámara El Cuarteto Negro en fa mayor en entregas libérrimas. Pueden apreciarse en todo el trayecto de la sinfonía en mi menor opus 95, ritmos desusados que no restan calificación al mensaje de vida artística —existencial— del autor no vulnerado el timbre de su personalidad con el cual marcó al regreso la recuperación de su identidad.
Abrió la caja donde se escondían las joyas de la música negra sin tener su ritmo ancestral la exposición auténtica.
La sinfonía resume un torrente de instrumentación maravillosa en lo cual fue un especialista aún inclinándose por la ópera.
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