Estremece pensar lo mucho que la buena o mala calidad de la educación marca las vidas de los niños y adolescentes. Las expectativas de ingreso, empleo y calidad de vida, de quienes reciban una buena son mucho mayores de los que reciban una mala, y, ni se diga, de los que no reciben ninguna. Estos quedan destinados a los trabajos más duros y mal pagados y a tasas de mortalidad y morbilidad más altas.
Por eso, una de las características de los padres y madres más responsables es desvivirse por procurar la mejor educación posible para sus hijos; pocas cosas conmueven tanto como ver padres obsesionados, porque sus hijos aprendan bien, lean buenos libros y asistan a las mejores escuelas —aunque tengan que exprimirse los bolsillos—.
Es por eso doloroso constatar lo difícil que es, para la mayoría de nuestra población, acceder a una educación aceptable. Un 20 por ciento no recibe ninguna y más de la mitad restante recibe poca y de mala calidad. Los indicadores más recientes del WEF (World Economic Forum) le otorgan a Nicaragua el puesto 131 en su calidad de educación primaria, de un total de 139 países, lo que implica que solo ocho países en el mundo tienen un sistema educativo de peor calidad que el nuestro. Y eso a pesar de los esfuerzos de las últimas décadas y la expansión en cobertura. El sistema ha venido mejorando, pero muy lentamente. De no cambiar el ritmo actual, la mayoría de nuestra población estará condenada a recibir una cuota de educación marginal incapaz de sacarlos de la pobreza.
¿Qué puede hacer nuestra nación para producir una mejoría acelerada de su educación? La repuesta no es fácil. Uno de los factores que más lo dificulta es la pobreza del país. El desplome de la economía en la década de los ochenta nos convirtió en el segundo país más pobre del continente, haciendo de nuestro ingreso per cápita un tercio de la media centroamericana. El crecimiento promedio experimentado desde entonces ha sido del 2.3 por ciento anual, casi igual al crecimiento poblacional e insuficiente para sacarnos de la postración. En consecuencia, hemos contado con un presupuesto nacional tan insuficiente, que 24 por ciento del mismo es subsidiado por la cooperación externa. No debe sorprender entonces que los salarios del magisterio nacional y el gasto por alumno de educación básica sean, aproximadamente, cuatro veces más bajos que la región.
El hecho de que ninguno de los últimos cuatro gobiernos —Chamorro, Alemán, Bolaños, Ortega— hayan logrado aumentar significativamente el porcentaje del PIB destinado a la educación básica, podría sugerir, más que falta de voluntad política, la presencia de las serias limitaciones que tiene la economía para generar los recursos fiscales necesarios para enfrentar los gastos del Estado. Nicaragua pues necesita crecer a un ritmo mucho mayor que el actual para tener una base económica que le permita sustentar una mejor educación. Esto implica mejorar aquellos factores que más inciden en el desarrollo, dentro de los que destaca la institucionalidad y el respeto al Estado de Derecho.
También hay que distribuir y administrar mejor el gasto. En el último decenio se ha triplicado la proporción del PIB educativo dedicado a la educación superior, mientras se ha mantenido casi igual la cuota de la educación básica, que es la que más beneficia a los más pobres. Igualmente deberá medirse la calidad de los aprendizajes y premiar el desempeño de los docentes, cosas ignoradas en detrimento de la calidad. Estas y muchas otras cosas se pueden hacer. Con voluntad e institucionalidad, se puede llegar muy largo. Sin ellas será más de lo mismo.
El autor es sociólogo y fue ministro de educación 1990-1998.
Ver en la versión impresa las páginas: 9 A