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Ludwig van Beethoven, compositor, director de orquesta y pianista alemán. LA PRENSA/ARCHIVO

Beethoven: la transición haciael romanticismo

Los períodos de transición en la música clásica casi siempre fueron lentos. En dichos períodos las composiciones adquirían un carácter experimental, donde predominaba el deseo de alcanzar nuevos modelos armónicos. Lejos de lograr nuevas visiones estéticas, los compositores tenían como objetivo abrir nuevos horizontes tanto en estructura como en armonía. No es de extrañar, entonces, […]

Los períodos de transición en la música clásica casi siempre fueron lentos. En dichos períodos las composiciones adquirían un carácter experimental, donde predominaba el deseo de alcanzar nuevos modelos armónicos. Lejos de lograr nuevas visiones estéticas, los compositores tenían como objetivo abrir nuevos horizontes tanto en estructura como en armonía.

No es de extrañar, entonces, que cuatro siglos transcurrieran desde que los griegos –especialmente Pitágoras– se aventuraran a agrupar las notas musicales en sucesiones coherentes (escala), hasta la Edad Media y su particular interés en la melodía, elemento que desde entonces se volvió fundamental en la música de occidente. Desde la Edad Media hasta el Barroco, pasando por el Renacimiento, se estableció la jeraquía de tonos en base a una nota principal, o tónica. Tal jerarquía ha sido uno de los más importantes acontecimientos en la música clásica.

Hasta la fecha no ha existido un cambio tan radical como el ocurrido entre el período Barroco y el Clásico. A diferencia de los períodos anteriores, la transformación fue tan drástica, que hasta ahora sólo ha podido explicarse por los bruscos cambios sociales que trajo consigo la Ilustración. Del contrapunteo y el uso exacerbado de adornos musicales tan caros a los autores del Barroco, se pasó a una visión musical más clara y reposada, enmarcada por el orden y la simetría. Tal vez por eso sea más fácil para el oído común asimilar piezas del período Clásico que del Barroco.

Las transformaciones que le abrieron camino al período Clásico fueron más cortas, y se centraron en el desarrollo de instrumentos y en el deseo de convertir las formas musicales en modelos arquitectónicos. Del clavicordio se pasó al pianoforte, de la trompeta natural a la trompeta con pistones, de la fuga a la forma sonata, y de las danzas que componían la suite (el minueto, las gigas, las sarabandas, etc.) a la sinfonía.

Varios fueron los compositores que experimentaron con los nuevos diseños, entre ellos Franz Joseph Haydn (1732 – 1809), el padre de la sinfonía. Haydn esquematizó las formas y las convirtió en verdaderas recetas musicales.

Una de ellas fue la forma sonata, comúnmente encontrada en el primer movimiento de piezas mayores, con sus partes fundamentales: exposición de dos melodías contrastantes, desarrollo de las melodías, recapitulación y coda o final. Fue ésta la forma que más recepción tuvo entre los clásicos. Si Haydn y sus contemporáneos lograron darle forma a este diseño, Wolfgang Amadeus Mozart (1756 – 1791), su alumno y quizás el más talentoso de todos los músicos, logró imprimirle elasticidad y soltura.

Mientras todo esto sucedía, un joven músico originario de Bonn, Alemania, se abría lentamente camino, pero como la mayoría de sus contemporáneos, le resultaba difícil desprenderse de la sombra de Mozart y su pesado yugo. El mismo Haydn en un principio dictaminó que no había nada especial en él, pues a diferencia de Mozart, este joven no tenía la capacidad de componer con la rapidez y la eficacia del genio de Salzburgo. Sin embargo, con lo que Haydn no contaba era con la tenacidad y la inmensa sensibilidad de quien la historia ha conocido como Ludwig van Beethoven (1770 – 1827).

De mirada torva y piel oscura, el joven compositor tenía fama de altanero. Pero su estilo llegó a ser tan diferente, como tan diferente fue su vida personal en comparación con el desorden bohemio de Mozart. Era abstraído, pero no sumiso; de pocas palabras pero de convicciones fuertes, y quizás porque parte de su vida transcurrió en la miseria, su admiración por los ilustrados, y por sus ideas de igualdad, fraternidad y hermandad, lo llevó a adherirse, aunque no activamente, a la Revolución Francesa. Más tarde su decepción fue tanta, que retiraría la dedicatoria a Napoleón Bonaparte de su Sinfonía Heroica.

Era un idealista puro. Corregir el mundo y el inmenso mal en el que había caído no era ajeno a su pensamiento. La religión –pensaba Beethoven– dividía al hombre, pero la razón y la tolerancia lo redimirían de su intrínseca maldad. Si la razón se daba a todos en igual medida, entonces todos los hombres eran iguales ante los ojos de Dios. No había lugar a supersticiones. Aquello para lo que la Iglesia, totalmente adherida a las monarquías, no tenía respuestas, la ciencia, o más bien el método científico de observación y deducción, lo alumbrarían. Si se toma esta visión como modelo, entonces resulta más fácil entender la obra de Beethoven.

Pocas notas, ínfimos motivos musicales, ideas que rayan en lo absurdo por su escasa extensión, eran el material con que el sordo de Bonn eregía verdaderos monumentos. Al igual que Orfeo, era capaz de sacarle música a las piedras. De un desierto armónico extraía un manantial incontenible, desafiando leyes que por largo tiempo habían sido establecidas, entre ellas la de frases musicales de cuatro compases. Beethoven siempre fue un compositor obsesionado con la economía de los textos.

Cuatro notas, tres corcheas y una blanca, componen la idea principal de su Quinta Sinfonía. Es el destino que toca a la puerta. Pero dentro de ese destino oscuro y sin esperanza, brota un primer movimiento que cautiva y deslumbra, pues en él se observa cómo Beethoven llevaba parcos motivos musicales a piezas de gran extensión. Nada estaba dado. Todo era parte de un arduo y doloroso proceso; error y corrección. No era Mozart y eso lo sabía. Para él cada idea musical debía ser construida a base de dolor y esfuerzo.

Sin embargo, por lo que Beethoven pasará a la historia –aunque sea un atrevimiento decirlo– es por haber interiorizado mejor que nadie los esquemas musicales. La arquitectura viene de adentro, no de afuera. Es el alma lo que construye y edifica la música y no lo que dicta la razón. En Beethoven está el Yo, pero no un Yo colectivo, sino un Yo único e irrepetible, un Yo que es todo sentimiento, todo fe, todo amor y toda esperanza. Es aquí donde Beethoven rompe con Ilustración, anunciando, antes que nadie, las reglas del romanticismo.

Si las transiciones anteriores se debieron al trabajo de muchos compositores, algunos de los cuales pasaron sin pena ni gloria, esta vez la transición recaía –aunque por ahí surja el nombre de Franz Schubert (1770 – 1827)– en un solo hombre. A fin de cuenta, hablar de Beethoven es hablar del puente entre lo clásico y lo romántico.

La Prensa Literaria

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