Hay pocas figuras en la historia de Nicaragua que hayan aportado tanto y tan desinteresadamente como los sacerdotes que dejaron honda huella en el norte del país. No solo llevaron a cabo su ministerio espiritual, sino que trabajaron sin descanso por el beneficio de los campesinos que acogieron bajo su protección.
Rafael María Fabretto llevó carreteras, centro de salud, servicios básicos e incluso el primer carro al pueblo que más amó: San José de Cusmapa, en Madriz. Además, rescató a unos15 mil niños y adolescentes en situación de riesgo en sus diversos oratorios, que funcionaban como casas y escuelas.
Odorico D’Andrea llevó el progreso al municipio de San Rafael del Norte, Jinotega, y en el contexto de la guerra fratricida de los ochenta, realizó una de las misas más emotivas de las que se tenga registro en Nicaragua.
Nicolás Antonio Madrigal realizó su obra en Nueva Segovia, donde bautizó “a medio departamento”, restauró templos, abrió cooperativas e incluso desenterró la historia de Ciudad Antigua, entre muchísimos otros aportes.
Los tres son considerados santos por sus fieles, que llevan años trabajando para lograr su canonización y beatificación. Por si fuera poco, los tres murieron en marzo y dos de ellos el mismo día, con apenas unas horas de diferencia.
Rafael María Fabretto
Rafael María Fabretto dejó el cordón umbilical en Italia y el corazón en un pequeño pueblo del norte nicaragüense: San José de Cusmapa, Madriz, al que entregó todo cuanto tenía y pudo conseguir. El sacerdote salesiano realizó la mayor parte de su obra en este departamento, pero le tomó especial cariño al pueblito que conoció en la época en que los bebés que ahí nacían se morían de hambre pues sus madres estaban tan desnutridas que sus cuerpos no producían leche.
El padre Fabretto nació el jueves 8 de julio de 1920 en la provincia italiana de Venecia. Vino a Nicaragua en 1950 y durante un corto tiempo sirvió en Granada y León, hasta que fue trasladado a Somoto, Madriz, donde en abril de 1953 fundó su primer oratorio para niños y adolescentes en riesgo. Ese mismo año, en agosto, visitó el pueblo de Cusmapa y se enamoró de la región.
Se estableció en ese caserío que había sido abandonado por todos los gobiernos y llevó carreteras, luz, agua, el primer carro que ahí se vio, escuela, centro de salud, el primer cine, la primera radio y cooperativas para los campesinos.
Pero su principal obra fueron los oratorios, que manejaba con mano firme y gracias a las donaciones que conseguía, pues no perdía oportunidad para hablar de su proyecto. “La Divina Providencia proveerá”, decía. Por sus casas pasaron unos 15 mil niños y adolescentes huérfanos, en pobreza extrema o con problemas de disciplina. Ahí les enseñaban a leer y a escribir y luego los mandaban a aprender un oficio.
A diferencia de otros sacerdotes, el padre Fabretto no solía usar sotana. Su indumentaria diaria estaba conformada por los ropajes más humildes y desgastados que cabe imaginarse, pues la mayor parte del tiempo estaba dirigiendo la construcción de carreteras y el funcionamiento de casas, iglesias, fincas y oratorios.
Además, cuando estalló la insurrección contra la dictadura somocista, arriesgó todo para proteger a sus muchachos. En1979 se llevó a más de cien para Honduras, poniéndolos a salvo de la guerra. En los siguientes años, a lo largo de la década de los ochenta, escondió a sus oratorianos en distintas casas y fincas para que no los pescaran las patrullas del Servicio Militar Patriótico (SMP) de los sandinistas.
Tan grande fue su entrega que, desde que se estableció en Nicaragua, solo dos veces viajó a su natal Italia. Una para pedir permiso para fundar oratorios y la otra, 37 años después, para ver a su familia una última vez. En esa visita también se encontró con el papa Juan Pablo II.
Luego de una vida de trabajo en la que dejó toda su salud, el padre Fabretto falleció de un infarto cardíaco el 22 de marzo de 1990 antes de las 6:00 de la mañana y a la edad de 69 años. Estaba enfermo y cansado, le costaba dormir y no hablaba de otra cosa que no fueran sus oratorios.
A la hora de su muerte se hallaba en el oratorio de San Isidro Libertador, en Managua, a donde había llegado tres días antes para supervisar cómo iban las cosas y comprar unas mangueras para los huertos de Cusmapa. Murió en algún momento de la madrugada de ese jueves, mientras dormía.
En Madriz, y en especial en Cusmapa, le adoran. No en un sentido figurado, sino literalmente, como se adora a un santo, porque para quienes lo conocieron lo es. Incluso las generaciones jóvenes, que solo saben de él por las cosas que hizo y las que se cuentan que hizo, le solicitan milagros grandes y pequeños, como la sanación de una enfermedad o la aprobación de un examen.
Su cuerpo se encuentra en la iglesia de Cusmapa y el templo es sitio de peregrinación de cientos de personas que llegan para visitar al padre o pedir su intercesión.
Es una tumba sencilla, como lo fue el sacerdote más querido de Madriz. Cubierta de cerámica gris, con una foto del padre Fabretto y junto a ella la de otro importante personaje del norte nicaragüense: el sacerdote Odorico D’Andrea, también italiano, quien falleció el mismo día que el padre Fabretto.
Odorico D’Andrea
Todavía no terminaba de divulgarse la noticia del fallecimiento de Rafael María Fabretto, cuando el padre Odorico D’Andrea también murió, igualmente de un infarto cardíaco, a eso de las 12:30 del mediodía del jueves 22 de marzo de 1990.
Así como no hay una casa en San José de Cusmapa donde no tengan al menos una fotografía del padre Fabretto, tampoco existe espacio privado o público en el municipio jinotegano de San Rafael del Norte donde no esté presente el padre Odorico en altares, rótulos, paredes, monumentos, pinturas y estampillas.
Era alto, fuerte, bonachón y jamás se dejaba ver sin su hábito de franciscano. Nació en Montorio al Vomano, Italia, el 5 de marzo de 1916, con el nombre de José D’Andrea Valeri. Fue en 1933, durante su noviciado en el convento franciscano Annunziata de Amelia, cuando cambió su nombre de José a Odorico.
En 1952 pidió que lo enviaran en la misión franciscana a Nicaragua y vino al país en agosto de 1953. Al inicio se quedó en el Convento San José, Matagalpa, pero en febrero de 1954, cuando tenía 38 años, llegó a San Rafael del Norte y ahí permaneció durante 36 años, hasta el día de su muerte.
De él se afirma que realizó incontables milagros y profetizó nacimientos, enfermedades, destinos e incluso la guerra contra Anastasio Somoza Debayle. Además, en mayo de 1979 ofreció su propia vida a cambio de la de una familia nicaragüense acusada de ser colaboradora del Frente Sandinista. Se arrodilló frente a los fusiles y les dijo a los guardias: “Si van a disparar, métanme a mí el primer tiro”.
Pero su mayor hazaña ocurrió el 3 de mayo de 1988, cuando ofició una misa campal histórica en medio de la cruenta guerra que dejó cerca de 30 mil soldados muertos. La organizó en el Cerro de Agua, comunidad La Naranja, e invitó a militares tanto de la Contrarrevolución como del Ejército Sandinista. Ese día, después de escuchar la homilía en un tenso silencio, sandinistas y contras pusieron sus fusiles en el suelo para poder darse la paz en medio de llantos y abrazos.
Además de su labor espiritual, tuvo grandes proyectos sociales. Gracias a él llegaron a San Rafael del Norte la energía eléctrica, el agua potable, las carreteras, las escuelas, el centro de salud. Muchas personas afirman que antes del padre Odorico “ahí no había nada”.
Tenía 74 años y se encontraba en Matagalpa, adonde había ido por una cita médica, cuando sufrió un infarto fulminante, poco después de haber ingresado al templo San José. Igual que el padre Fabretto, murió lejos del pueblo que amaba.
Se estima que en los siguientes tres días unas diez mil personas desfilaron frente al féretro del sacerdote. El 22 de marzo su cuerpo fue velado en Matagalpa, el 23 en Jinotega y el 24, finalmente, en San Rafael del Norte.
En 2006, 16 años después de su muerte, el cuerpo del padre Odorico D’Andrea fue encontrado casi intacto, en un raro estado conocido como saponificación adipócira, en que la grasa corporal se convierte en jabón y evita el deterioro natural de la carne. Yace en la capilla ardiente del famoso santuario Tepeyac, construido bajo su gestión.
Nicolás Antonio Madrigal
El hombre más santo y terco que ha pasado por Las Segovias tomó posesión de la parroquia de Ocotal el miércoles 18 de marzo de 1925, tras un viaje de cinco días en mula y una noche de descanso. Nacido en Chinandega el 10 de junio de 1898, tenía apenas 26 años y hubo quienes dudaron de su capacidad para imponerse en esa vasta región conformada por 12 municipios. Él les demostró lo equivocados que estaban.
El joven sacerdote era de temperamento fuerte, estricto y disciplinado como nadie. A los pocos días de su llegada, empezó a reformar el templo, cambiando los ladrillos de barro por ladrillos de cemento. Después comenzó a escribir el semanario El Eco de la Segovia y a construir la casa cural de Ocotal.
En los 52 años de su ministerio en Nueva Segovia, además de bautizar a cientos de personas, hizo innumerables aportes sociales e intelectuales. Construyó la primera iglesia de Santa María y la Capilla de Jesús Obrero, rescató la imagen del Señor de los Milagros, fundó la escuela Padre de las Casas y en una piedra junto al río de Dipilto consagró el santuario conocido como La Virgen de la Piedra, visitado por miles de nicaragüenses.
También exploró las ruinas de Ciudad Antigua y trazó el mapa de su antigua ubicación, levantó de nuevo su templo colonial y localizó valiosa documentación. El padre escribió el folleto Errores Históricos, reformó el templo de Jalapa, llevó la imprenta a Las Segovias, abrió un cine y cooperativas, apoyó el deporte, fundó la Radio Francisco Hernández de Córdoba y de algún modo encontraba tiempo para dar clases en la casa cural.
Entre sus muchos logros también hay que mencionar la apertura de talleres de carpintería y albañilería, bloquerías y ladrillerías donde brindó trabajo y salario a los obreros segovianos. Para que se recrearan después de la jornada, les puso una casa con biblioteca y billares. Todo con recursos de la Iglesia.
Lo que tenía de visionario lo tenía de estricto. Eran otros tiempos y el sacerdote ponía orden entre estudiantes y feligreses con un chilillo apodado “Mama Juana”. Lejos de molestarse, sus fieles se lo agradecían, y en 1960 don Heriberto Gadea Mantilla, quien fue alumno suyo, incluso le compuso el poema “Mama Juana”.
Esta es una estrofa: “Ha habido ocasiones en que Madrigal, cansado y cansado de tanto explicar, muy quedo me ha dicho para no asustar: Despiértate, Juana, que hoy es para hombres el confesionario. Si queda una vieja después del rosario… Empújale, Juana. Y si arman molote en la procesión, ¡a ellas, Juanita! Creen que son tus tiras de palma bendita y esta es tu ocasión”.
Pero no todo era seriedad. Cuando algo lo hacía reír sus carcajadas se escuchaban en dos cuadras a la redonda.
Murió el jueves 18 de marzo de 1977, exactamente 52 años después del día que inició su ministerio en tierras segovianas. Recuerdan los que estuvieron ahí que ese día el cielo de Las Segovias se puso “colorado” y el sol “como eclipsado”.
En Nueva Segovia se le quiere igual que siempre, se le venera con gran devoción y cada 18 de marzo de conmemora su fallecimiento. Sus devotos visitan su tumba para solicitar su intercesión y agradecerle favores concedidos, que pueden ir desde la sanación de una enfermedad hasta la localización de una vaquita extraviada.
Hace años iniciaron movimientos para conseguir la beatificación del santo de Las Segovias, cuyo cuerpo, exhumado 16 años después de su muerte, se encontró casi intacto. Todavía no se conocen resultados. Sin embargo, para los segovianos, Madrigal fue un santo en vida y ahora lo es en la eternidad.