El más reciente hecho político de trascendencia internacional ocurrido en Venezuela —tan cercana a Nicaragua por la identidad de sus regímenes políticos— ha sido el final del interinato de Juan Guaidó. Así fue llamado el singular gobierno provisional democrático venezolano, proclamado en enero de 2019, que nunca tuvo el poder real, pero fue reconocido por la OEA y alrededor de sesenta países, incluyendo a EE. UU., la Unión Europea y Reino Unido.
Guaidó fue designado presidente interino de la República Bolivariana por la Asamblea Nacional, controlada por la oposición al régimen de Nicolás Maduro, cuando este se hizo reelegir mediante un fraude electoral que fue repudiado por la comunidad democrática internacional. La designación de Guaidó fue decidida con base en una interpretación constitucional más política que jurídica, como una estrategia para sacar del poder a Maduro. En su singular toma de posesión como “presidente interino”, Guaidó fue claro al declarar que el objetivo de aquella operación política era lograr el “cese de la usurpación (de Maduro), la formación de un gobierno de transición y realizar elecciones libres”.
Pero el plan fracasó porque el sector del Gobierno y del Ejército que supuestamente lo apoyaría, finalmente no lo hizo. De manera que el gobierno interino de Guaidó no pudo cumplir sus objetivos y el mandato de la Asamblea Nacional que lo designó como presidente interino de la república terminó en enero de 2021. No obstante, en otra interpretación política y no jurídica de la Constitución, los diputados de la Asamblea Nacional que terminaron su período, se lo autoprorrogaron, pero no pudieron impedir que el interinato perdiera consistencia y credibilidad.
De hecho la Unión Europea y otros países democráticos dejaron de reconocer a Guaidó como presidente interino, mientras que el régimen de Maduro comenzó a recuperar reconocimiento internacional. La oposición siguió dividiéndose y debilitándose. El fin del interinato estaba cantado y la decisión de cancelarlo adoptada el 30 de diciembre por la mayoría de los exdiputados que lo habían nombrado, solo vino a consumar formalmente su cancelación.
En esta situación la oposición venezolana debería cobrar conciencia de la realidad y reagruparse para relanzar la lucha cívica por la recuperación de la democracia. O al menos para frenar el avance del régimen hacia el totalitarismo y mantener los espacios de participación que, asombrosamente, todavía quedan en ese país.
En Venezuela, a diferencia de Nicaragua, la oposición política y social todavía puede actuar dentro del país. Los partidos opositores funcionan e inclusive una parte de ellos se mantiene en diálogo con el régimen. En 2024 habrá elecciones y existe la posibilidad de que la oposición pueda dar una buena batalla electoral, hasta con posibilidad de ganarlas como ganó las legislativas en diciembre del 2015.
La oposición hará elecciones primarias en este año, para tratar de escoger al candidato único que se enfrentaría a Nicolás Maduro en las presidenciales de 2024. Será una gran oportunidad para los opositores, considerando que según el diario español El País sondeos hechos en noviembre pasado indicaron que “el 72 % de la población considera ‘urgente’ un cambio político en Venezuela”.
La contención del totalitarismo para evitar que Venezuela se convierta en una “Cubazuela”, como temen muchos; pero más aún, la apertura de una transición hacia la recuperación de la democracia en Venezuela, tendría una enorme repercusión positiva en toda la región latinoamericana y caribeña, sobre todo en Nicaragua.