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Dos, solos, en una habitación sin salida

No nos cansemos de buscar una salida diferente a la de la muerte para encontrar un país diferente cuando esta pesadilla acabe. De lo contrario, volveremos a matarnos, tarde o temprano, en el país de siempre.

Metidos en una habitación, apenas sin aire. Era una pareja mal avenida que se puso a discutir, a pelear hasta llegar a las manos. La puerta se trancó y ninguno de los dos podía salir de allí para escapar: ni el mayor agresor para huir de la víctima, ni la víctima para huir del agresor. La situación era sofocante y a cada nueva herida, a cada nuevo dolor, el otro respondía con más violencia. Comprendieron ambos que ya estaban en un punto de no retorno donde solo se trataba de la supervivencia de uno, o de la muerte de los dos.

Esa era la situación, el primer párrafo con el que empezaba un curso de redacción al que asistí. Los alumnos teníamos que darle seguimiento y final. Podíamos hacer uso del recurso literario del deux ex machina, un artificio del teatro clásico en el que un dios baja y resuelve una situación muy complicada. Pero alguno de los presentes dijo que en situaciones reales no hay Dios que venga a parar el odio o la violencia entre dos personas. Así que yo lo escribí como si estuviera en un mundo sin Dios.

Me acordé de ese relato en estos días, al conocer con tristeza la suspensión de la mesa del Diálogo Nacional en Nicaragua. Y siento que las declaraciones del secretario de la OEA sobre Nicaragua tuvieron el tono de una defensa personal en un momento en el que importaba más evitar que haya más víctimas. Luis Almagro no pareció abierto a comprender que el ritmo de la ruta para la democratización en Nicaragua debe acelerarse decididamente tras casi 80 muertos ya.

Aquel ejercicio de relato lo llevé hasta el extremo. Los dos protagonistas estaban ya extenuados después de infligirse heridas cada vez más profundas. Sus rostros, antes humanos, que alguna vez habían llegado a sonreírse, a besarse, a buscarse, a amarse al fin y al cabo, eran ahora formas sanguinolentas, monstruosas. Esperaba que el propio relato me sorprendiera con una solución inesperada y humana. Que no fuera el guion de siempre donde dos que se hacen daño se arrepienten cuando es tarde.

Pensé en un agresor asustado del daño causado. Lo imaginé reclinado junto al rostro abatido que él mismo había desfigurado. La acariciaba. Después, no podía ser de otra manera, él también se mataba, porque su mundo solo tenía sentido si estaba su enemiga, alguna vez amada.

Pero me resistí de nuevo a un guion tan predecible, tan parecido a ese mundo sin Dios. Confieso que no conseguí terminarlo. Así que en mi memoria quedaron como una pintura de Goya, en la que dos hombres se enfrentan a garrotazos, enterrados hasta la rodilla. Pero estoy seguro de que no persistí lo suficiente. Y que aún los dos esperan a que otro les acabe encontrando la salida.

Ahora volvieron a gritarme desde esa habitación cerrada donde se encuentran. Y les tengo lástima. Quizá porque se me cruzan las imágenes de los jóvenes que se están inmolando en Nicaragua.

Recordé que nadie esperaba que el muro de Berlín cayese de la manera que lo hizo, tan pacífica y repentinamente. Un texto sobre ello del canciller alemán Helmut Kohl me volvió a traer a Dios a escena: “Cuando el manto de Dios pasa por la historia, hay que saltar y agarrarse a él” dijo. “Para ello no sólo se requiere valor sino inteligencia”, concluía.

No nos cansemos de buscar una salida diferente a la de la muerte para encontrar un país diferente cuando esta pesadilla acabe. De lo contrario, volveremos a matarnos, tarde o temprano, en el país de siempre.
El autor es periodista.
@sancho_mas

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