Mucho ha llovido en la pista de tierra desde que el burro somoteño Torcuato, amaestrado por el payaso Firuliche, hacía las delicias de los grandes, mientras los pequeños se orinaban in situ. Cosas de la risa o la falta de inodoro.
Los viejos cirqueros, con su carpa de lona remendada, yendo del timbo al tambo y pasando más hambre que un maestro de escuela multigrado, empiezan a ser cosa del pasado. El circo vive, el hambre sigue.
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Pregunten a Renato hijo, atrapado en algún lugar de Nicaragua, desprendiéndose tucos del cuerpo para que los tigres coman, mientras el Payaso Renato (padre) se apagaba en tierras mexicanas.
Hay una cara del circo y los payasos que no tiene ninguna gracia, pero ellos saben, como nadie, que la función debe continuar.
Por aquellas antiguas risas nerviosas, que a veces enmascaraban el miedo que nos daban sus caras pintadas, debemos un homenaje a los payasos.
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Por eso, y por la contribución que han hecho no solo al esparcimiento infantil sino a la formación de actores integrales.
El circo vivió a salto de mata hasta que en los años 80 se hizo el mejor intento por dar al payaso su lugar y su dignidad.
Al desintegrarse la revolución y cerrarse el paraguas oficial, cada cual buscó como ganarse los frijoles a punta de fiestas infantiles.
Excepcional dúo de payasos y malabaristas
Por su parte los saltimbanquis, malabaristas, titiriteros y cuenta-cuentos, tradicionales complementos del payaso, iniciaron una travesía del desierto que acabaría por rendir excelentes frutos.
Contra viento y marea, hubo escuelas tradicionales que aguantaron el descalabro y supieron reinventarse a sí mismas: el Teatro de Títeres Guachipilín, la Carpa Escuela de Circo y el Teatro Justo Rufino Garay. También hemos recibido refuerzos de allende los mares.
Quiero referirme al excepcional dúo de payasos y malabaristas Mónica Ocampo y Viktorio Godoy. Unidos a un puñado de actores entusiastas nos sorprendieron con Pinocho, una producción del Teatro Nacional, que puso de relieve la polivalencia de recursos que aporta a escena la profesión de payaso.
De repente, cambian totalmente de registro, y se lanzan a hacer Las Sillas de Ionesco, lo que nos permite valorar el clown como escuela actoral para el teatro convencional. Les acompaña Eduardo Espinosa, premiado como mejor actor en el Festival Pepe Prego.
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A la vez organizaron el Festival Internacional del Clown, y los payasos brillan en la escena tradicional sin renunciar a sus narices rojas. A continuación se embarcaron los tres, junto a dos actrices con capacidades diferentes, en la obra de inclusión Radio Tormenta.
Cuando Salvador Espinoza aceptó producir la obra de teatro La última travesía de Rubén Darío, yo le recomendé al ingeniero Carlos Hernández, un titiritero alto y desgarbado, para el papel de La Muerte.
Le había visto haciendo títeres con Maíz pujagua y en su monólogo desgarrador Desde mi columpio.
Me impresionó su destreza para manejar dos disciplinas tan dispares. Incorporar un titiritero-cuenta-cuentos a un elenco de teatro convencional tenía sus riesgos, pero el olfato Espinoza funcionó y Carlos fue aceptado.
Pronto me di cuenta que no era el único actor atípico de la Compañía Profesional de Teatro, del Teatro Nacional Rubén Darío: Ariel Rodríguez, el arquitecto que encarnaría a El grumete, seguía militando en el Club del Clown, demostrando con soltura que el payaso bien formado está capacitado para saltar sin obstáculos al teatro de autor. Con ambos y los veteranos José Arias y Salomón Alarcón se dio la justa fusión.
El papel de Carlos en esta obra es el cuarto en orden de importancia y texto. Pero consiguió apropiarse de su personaje más allá de las exigencias del libreto y le añadió la técnica de danza japonesa “ankoku butoh”, la cual incorporó a sus breves apariciones como La Muerte, imprimiendo con sus movimientos y maquillaje dramático, ese aspecto misterioso y siniestro que a la muerte se le supone.
En la sala era el terror de los pequeños y en el vestíbulo el elogio sorprendido de los adultos. La parca no se parecía, para bien, al personaje que yo había escrito.
Relevo generacional y reconocimientos
Hay teatro en Nicaragua y teatro para rato. Con el relevo generacional asegurado, esta reseña quiere ser una felicitación para los antes mencionados, para Olympia Flores, Dorling López,KeniaMartínez, David Rocha y tantos otros que han velado sus armas en el clown, los títeres y el cuenta-cuentos para experimentar luego los retos del teatro de autor, sin renunciar a sus raíces.
Y, por supuesto, un reconocimiento a quienes han hecho posible este montón de fecundas carreras que hoy comienzan a alumbrar nuestros escenarios: al Club del Clown de Tito Aguirre, al Justo Rufino Garay, al Teatro de Títeres Guachipilín, a la Escuela Nacional de Teatro, al Teatro Popular de Movitep, a Nicassitej y a tantos otros que han puesto en nuestros jóvenes la honrosa semilla del payaso, del titiritero, del cuenta-cuentos, para nutrir de esperanza la escena nacional.
• Dramaturgo español