“La Iglesia en su conjunto, así como sus pastores, han de ponerse en camino como Cristo para rescatar a los hombres del desierto y conducirlos al lugar de la vida, hacia la amistad con el hijo de Dios, hacia aquel que nos da la vida, y la vida en plenitud”.
(Benedicto XVI)
En cierta oportunidad, nuestro actual Arzobispo Metropolitano, monseñor Leopoldo Brenes, durante la celebración de una solemne eucaristía, exhortaba vivamente a los feligreses a ser apóstoles, a ser misioneros. “¿Usted es apóstol? ¿Usted es misionero?”, preguntaba sonriente el alto prelado católico. “Aquí habemos unas mil doscientas o mil quinientas personas, pues bien, ¿qué ocurriría si cada uno de nosotros nos hiciéramos el propósito de hablar de Jesucristo, de comentar el Evangelio o participar del mensaje que recibimos en la homilía? Pues resultaría que si cada quien se encargara de evangelizar a sólo una persona, tendríamos mil quinientas personas evangelizadas”, sostuvo monseñor Brenes Solórzano en tal ocasión. Terminada la celebración eucarística, alguien se acercó a Monseñor para decirle: “Nunca había escuchado una práctica semejante, Monseñor, ahora me doy cuenta de que con la misa no todo acabó, sino que más bien quedamos comprometidos a ser cada vez mejores cristianos y misioneros evangelizadores de nuestro propio ambiente”.
En el campo de la evangelización no podemos dejarnos guiar por el pensamiento pesimista y desalentador de que “una golondrina no hace verano”, sino por la consoladora realidad de que la semilla de la palabra de Dios crece misteriosamente y tarde o temprano rinde frutos en los corazones de los hombres. En un ambiente aparente o claramente hostil, alérgico a todo lo religioso, en donde hablar directamente de Dios hace sentirse ofendidos a algunos, habla con tu vida, con tu comportamiento ejemplar del Jesús que llevas dentro… y no te extrañes si un día de tantos los mismos te preguntan algo sobre Dios, la fe… habrá llegado entonces el rescate del pecador: ¡Para Jesucristo!