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Cuatro asesinos a sangre fría que conmovieron a Nicaragua

Dos hombres que con sus crímenes se ganaron el apodo de “chacales”; un asesino silencioso, elegante y despiadado; y un horrible asesinato que jamás se resolvió, pero que dejó establecido el periodismo sensacionalista en Nicaragua

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Mucho antes de que Nahum Bravo asesinara a su padre, su hermana y su madrastra, para después organizar una fiesta con piscina inflable sobre la fosa de los cadáveres, en Nicaragua existieron asesinos igual de despiadados. 

El caso de Nahum ocurrió en 2015 en la ciudad de Managua y aún sigue fresco en la memoria colectiva; pero hay crímenes que ya cumplieron más de medio siglo y todavía despiertan intriga, espanto, morbo e, incluso, fascinación. Así de grande es el impacto que han causado en las emociones de la sociedad nicaragüense.  

Estos son solo algunos de los casos que han conmovido al país, por la crueldad de los crímenes o las circunstancias particulares que los rodearon. 

Pompilio Ortega Arróliga, el Chacal de Tacaniste.

Pompilio, el “Chacal de Tacaniste”

A mediados de los años cincuenta un joven jornalero originario de Boaco empezó a llegar a la hacienda Tacaniste, ubicada sobre el kilómetro 19 de la carretera que conecta Managua con El Crucero. Pompilio Ortega Arrróliga, de 23 años, trabajaba en una finca vecina, llamada Los Placeres, pero había puesto los ojos en Celina, la nieta de los propietarios de Tacaniste.

La adolescente, sin embargo, no le correspondía y sus sentimientos no cambiaron ni siquiera cuando Pompilio se convirtió al protestantismo para intentar convencerla de que era un buen partido. Incapaz de aceptar un “no” por respuesta, el 7 de septiembre de 1957 el jornalero dejó caer su rabia sobre la joven y sus abuelos.

“Llegué a la casa y encontré a Celina en la cocina. Le dije que quería que fuera mi novia. Intenté abrazarla, pero me rechazó y escapó, gritando. Los abuelos, que se encontraban dentro, salieron armados de garrotes. Doña Eloísa —abuela de Celina— logró asestarme un golpe en la espalda, entonces la cargué a machetazos. No sé cuántos le dejé ir. Yo veía una nube roja ante mis ojos. Cuando don Juan quiso también golpearme, le dejé ir el machete”, declaró el asesino a la Policía de Camoapa, una semana después.

“Celina corrió por su vida, cruzó el campo de la hacienda, pero se resbaló en un barranco”, relata revista Domingo, de LA PRENSA, en el reportaje “Los grandes asesinatos de Nicaragua”. Pompilio la alcanzó en el despeñadero y ella le gritó: “¡Ya mataste a mis abuelos, ahora matame a mí!”. Entonces la asesinó a machetazos y abusó sexualmente del cadáver, para al final arrancarle los pechos con el machete.

A pesar de la saña exhibida por el asesino, durante el juicio no faltaron admiradoras de sus atributos físicos. Es recordado que una empleada del Teatro Margot, llamada Berta Fonseca, fue despedida de su trabajo por declarar ante los medios que Pompilio le parecía “guapo y sufrido” y que deseaba casarse con él.

Ocho años después, al amanecer del 13 de agosto de 1965, Pompilio murió a manos de la Guardia Nacional, luego de haber escapado de la cárcel El Fortín. Se hallaba prófugo desde el 10 de agosto, escondido en la hacienda Santa Teresita, en el departamento de León. 

Murió machete en mano, mientras corría hacia el monte. Tres disparos de Garand dieron en el blanco y el llamado “Chacal de Tacaniste” todavía caminó unos pasos antes de desplomarse en el suelo.

Foto familiar de Ruth Polanco y Oscar Espinoza, con los niños Miurel y Walter.

El “Chacal de Reparto Schick”

Muchos años después de que Pompilio Arróliga cometiera sus horrendos crímenes en Tacaniste, otro asesino hizo “méritos” para recibir el título de “chacal”. Lo que hizo Oscar René Espinoza Martínez el 21 de agosto de 1998 revivió en Nicaragua el debate sobre la pena de muerte e hizo que la pena máxima de 30 años de cárcel se viera ridícula. 

Cuando Oscar conoció a Ruth Polanco, ella tenía dos hijos de una relación pasada: Walter y Miurel, entonces de 1 y 7 años de edad, respectivamente. La pareja tuvo una relación tranquila durante tres años, hasta que decidieron ir al altar.

Una vez casado, el hombre insultaba a los hijos de su esposa y se paseaba desnudo delante de ellos. Miurel, que ya tenía 11 años, le puso quejas a su mamá y ella, priorizando a sus hijos, eligió separarse, por lo que le pidió a Oscar que se fuera de la casa, situada en Reparto Schick, Managua. Él respondió con una manipuladora intentona de suicidio con sábana, por lo que su estadía en la vivienda se prolongó por un tiempo, lo suficiente para planear el asesinato de los niños. 

Ruth era gerente de calidad en una Zona Franca de Carretera Norte y su esposo, asesor financiero en una empresa que vendía piezas automotrices.

El día que quedaría grabado para siempre en la memoria de los nicaragüenses comenzó como otro cualquiera. Ruth dejó a sus hijos en la escuela y se fue a trabajar. Oscar hizo lo mismo, pero volvió a casa a eso de las 12:30 del mediodía, eligió un cuchillo en la cocina y fue directamente al cuarto donde los niños miraban televisión. Ahí degolló a Miurel y luego se abalanzó sobre su hermanito, de 5 años, lo alzó de la silla y le clavó el arma en el estómago, para después degollarlo. En seguida se dirigió al patio, donde Alba, la empleada doméstica, de 35 años, lavaba la ropa. Tomó un machete y se lo clavó en la nuca. Luego acomodó los cuerpos boca arriba, con los brazos abiertos en forma de cruz y las cabezas juntas, como formando un trébol de cadáveres. 

Después volvió a su trabajo. 

Cuando comenzaba la noche, Ruth volvió a casa y le extrañó ver las luces apagadas. El corazón se le aceleró y no podía encontrar las llaves. En eso su marido entró a la casa y fue hacia los cuerpos, Ruth lo siguió y, al descubrir la horrenda escena, gritó a través del llanto: “¡Vos mataste a mis niños!”. 

Ante la obviedad de los hechos, el asesino se dejó capturar por la Policía y fue condenado a 30 años de cárcel, pero en 2009 lo dejaron libre por buen comportamiento y horas de trabajo cumplidas. Ante la indignación nacional en 2014 fue apresado nuevamente y en la cárcel se convirtió en pastor evangélico.

Oliverio Castañeda, el alegre envenenador de León, durante el juicio por el asesinato de su esposa y dos miembros de la familia Gurdián.

Oliverio Castañeda y Castigo Divino

En Nicaragua hay pocos crímenes tan emblemáticos como los cometidos por el guatemalteco Oliverio Castañeda. Los hechos, acontecidos en el León de la primera mitad del siglo XX, sirvieron de inspiración para el libro Castigo Divino, de Sergio Ramírez Mercado. 

Oliverio Castañeda y su esposa Martha Jerez llegaron a la ciudad de León una tarde de 1932 y se instalaron en la habitación con mejor vista del segundo piso del hotel La Esfinge. En la esquina opuesta quedaba la casona de una de las familias más adineradas de la ciudad, los Gurdián, y no pasó mucho tiempo para que Castañeda entablara amistad con sus vecinos.

Había llegado a la “ciudad universitaria” para terminar sus estudios de Derecho y pronto se reveló como un alumno sagaz y un hombre carismático, educado y seductor, refinado como pocos y con un “sex appeal” especial. Siempre de lentes, saco y corbata. Siempre bien peinado.

En febrero de 1933, cuando su esposa Marthita murió repentinamente, presa de insoportables dolores estomacales, a nadie le extrañó que el viudo se hospedara “como invitado en la casa de la familia de don Enrique Gurdián, empresario y administrador de la empresa aguadora de León”, relata Magazine en el reportaje “Oliverio Castañeda, la historia de un asesino”.

Pasaron nueve meses antes de que otras muertes misteriosas llamaran la atención de los leoneses. Enna Gurdián falleció a inicios de noviembre y su padre, don Enrique, una semana después. Oliverio era el único sospechoso.

De acuerdo con el documento “Proceso Castañeda”, las autopsias y los reportes de toxicología revelaron que tanto Martha Jerez como los dos miembros de la familia Gurdián murieron por envenenamiento con estricnina. Y muchos recordaron que a comienzos de ese año Oliverio había liderado “una purga de perros callejeros”, espolvoreando estricnina en trozos de carne cruda que se colocaron como señuelo en distintos puntos de la ciudad de León.

“Los dedos acusadores de la élite leonesa apuntaban hacia él, mientras el resto del pueblo empezó a verlo con conmiseración”, detalla Magazine. “Las causas de los crímenes se debatían entre dinero, pasión o simple patología criminal”.

En diciembre de 1933, Oliverio fue procesado por los tres crímenes y su abogado acusador cayó de la gracia de la población leonesa, que solía insultarlo cuando se atrevía a andar por la calle.

Castañeda, de 25 años, tenía un abogado defensor, pero en la mayoría de las audiencias recurrió a la autodefensa. “Yo nunca le di medicinas ni a Enna, ni al señor Enrique. No hay pruebas de eso”, decía. “¿Quién en su sano juicio comería una pierna de pollo que sabe amargo? ¿Cómo no van a encontrar sustancias tóxicas en un cuerpo que está en descomposición?”.

Al final lo condenaron por asesinato atroz, pero no hubo unanimidad para dictar pena de muerte, por lo que fue a prisión. “Yo sí creo que Oliverio era culpable”, expresó Sergio Ramírez Mercado en entrevista con Magazine, en noviembre de 2012. “Somoza era arribista, se había casado con una mujer de la alta sociedad leonesa y quería quedar bien con el círculo. Le aplicaron la ‘ley fuga’”.

Confinado en su celda, los guardias le ofrecieron un uniforme para que se fugara camuflado en un jeep militar y luego escapara por su cuenta. Pero cuando se preparaba para correr le dispararon y dejaron su cuerpo tirado cerca del panteón San Felipe.

Sobre su tumba, una de las más buscadas en el cementerio leonés Guadalupe, alguien colocó hace unos años una lámina que rezaba: “Mía es la venganza-Heb. 10:30”.

Así publicó LA PRENSA el testimonio de Estebana Munguía. Luego la testigo cambiaría su primera versión, desvariando mucho, y sería diagnosticada como “enferma mental”.

Milagritos Cuarezma 

Sobre el caso de Milagritos de Cuarezma han corrido ríos de tinta. A mediados del siglo pasado, el asesinato de la niña horrorizó al país entero e instauró el periodismo sensacionalista en los medios de comunicación de aquella aldeana Managua, que en ese momento contaba con unos 112 mil habitantes. 

El caso, que en las siguientes semanas generaría una ola de especulaciones, se publicó por primera vez el 9 de agosto de 1949 en el diario LA PRENSA, bajo el título de “Espantoso asesinato”. Según ese reporte periodístico, el día anterior un niño que buscaba garrobos en la costa del lago había encontrado lo que quedaba del cuerpo de una pequeña de 6 años, medio comido por zopilotes. “Hallan esqueleto regado por el suelo cerca del muelle de Managua. Entre los huesos, una latita color rojo y cerca un tarro de lata”. 

Unas 500 personas se amontonaron en la escena del hallazgo y Juan Pablo Cuarezma tuvo que abrirse paso entre el gentío para informar que su hija Milagritos estaba desaparecida desde las 6:00 de la mañana del 1 de agosto, cuando fue a la venta, a 100 metros de su casa, para comprar medio litro de leche. Poco después apareció Juana Castellón, madre de la niña desaparecida, y estalló en llanto cuando reconoció la batita de su hija y la lata que usaban para comprar la leche. 

Más de mil personas llegaron a la vela y unas 500 acompañaron el féretro hacia el panteón general, mientras siete periódicos se disputaban cualquier novedad sobre el caso que tenía en vilo a la ciudad, con el diario LA PRENSA liderando la competencia. 

Pronto apareció una sospechosa prometedora: Olga Vega López, una mujer blanca, de ojos claros, que llevaba una vida libre y liberal a unos pocos cuartos de la pieza alquilada por la familia Cuarezma Castellón. Quien la acusó fue la abuela de la niña, con quien Olga había tenido una fuerte discusión poco antes de la desaparición de Milagritos. “Ella me dijo que me iba a arrepentir una y mil veces y por eso creo que ella mató a mi nieta”, declaró Isaura Castellón. 

En los siguientes días dos testigos acapararon los diarios: Estebana Munguía, joven de 22 años que trabajaba como doméstica en una casa del vecindario, y un niño vivaracho y hablador conocido como Chumequita. Él aseguró que había visto cómo Olga y Estabana hervían durante dos días, en una lata, las carnes de Milagritos. Por su parte, la joven doméstica afirmó que Olga le había dado a la niña una poción facilitada por uno de sus amantes, para luego cortala en pedacitos y llevar sus restos a la costa de lago. 

En el cuarto de Olga se incautaron un cuchillo aparentemente ensangrentado y un vestido con manchas que se asemejaban a la sangre seca, además de una foto con manchas rojas y un tarro que contenía cabello. Sin embargo, ninguna de estas evidencias demostró la culpabilidad de la sospechosa, pues las pruebas de laboratorio señalaron que lo que parecía sangre era anilina roja o rastros de óxido, y que el cabello en el tarro correspondía a una persona adulta y no a una niña. 

Además, los testimonios de Estebana y Chumequita no se sostuvieron, porque ella fue diagnosticada por un médico como “neurótica y enferma mental” y él admitió que había inventado su historia. Uno a uno fueron descartados todos los sospechosos y, finalmente, en septiembre de 1950, Olga fue puesta en libertad luego de diez meses y diez días en la cárcel La Aviación. A la fecha no se sabe quién mató a Milagritos Cuarezma. 

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