Una decena de nicaragüenses baja del avión. Llegan de Estados Unidos. Deportados. Caminan en fila india y se cubren del sol con las chaquetas que en Norteamérica usaban para protegerse del frío. Las cámaras los esperan. Parece una escena feliz. Funcionarios del Gobierno los reciben con una bebida gaseosa para cada uno, un sándwich y 200 córdobas.
Detrás del rostro de cada deportado que arriba hay una historia. Algunos, como Miguel Ángel Bustamante, llegan confundidos, extrañados de estar en un país que no conocen. Otros, como Juan Carlos Lazo, se bajan pensando en la familia y la vida que dejan atrás. O como Juan Carlos Bow, pensando: “¿Y ahora qué haré para comer y para ganarme la vida?”
También hay inmigrantes que en el intento de llegar a Estados Unidos encuentran la muerte, como Rooney Guido y Nicolás Palacios, que después ser secuestrados y asesinados por el cártel de Los Zetas en México, volverán a su país en ataúdes. Porque la realidad empieza cuando se apagan las cámaras.
La pesadilla de volver
A las 3:11 de la tarde del 5 de mayo de 2012, después de contestar el teléfono, doña Doraldina Fonseca escuchó la voz de su hijo Rooney Guido por última vez. “Mami, me agarraron”, le dijo. Y sin más tiempo para cruzar palabras la llamada se colgó. Marcó insistentemente para volver a tener comunicación con él, pero más bien se topó con la voz desconocida de un hombre que le dijo que tenían secuestrado a su hijo. Quiso seguir llamando, pero ya definitivamente fue en vano, la línea se perdió. Rooney Guido, junto con su primo Nicolás Palacios, estaba intentando cruzar la frontera mexicana hacia Estados Unidos por segunda vez luego de haber sido deportado en una ocasión.
Pasaron ocho días desde aquella llamada. El 13 de mayo del mismo año, mientras doña Doraldina veía las noticias se enteró de que en México había ocurrido una masacre. En un camino de Cadereyta, Nuevo León, 49 cuerpos de inmigrantes centroamericanos y mexicanos fueron encontrados apiñados, degollados y sin brazos ni piernas. Unos vestidos, unos desnudos, otros en bolsas plásticas. El crimen se le atribuyó a Los Zetas.
Doña Doraldina Fonseca pensó en su hijo secuestrado. Llamó al coyote que lo había llevado pero no le dio razón de él y decidió buscar ayuda con las autoridades mexicanas. Informó que estaba desaparecido, se hizo pruebas de ADN, movió cielo y tierra. Una corazonada certera le decía que Rooney era una de las víctimas, pero aún guardaba las esperanzas de que no lo fuera. Así quiso creerlo, hasta la noche del 23 de noviembre de 2016.
Eran las 8:30 de la noche en la Embajada de México en Managua. La calle estaba silenciosa y desde la acera se escuchaban los llantos. En una especie de balcón, recostada al muro que da a la calle, doña Doraldina Fonseca lloraba desconsolada. Le acababan de confirmar que 2 de los 49 cuerpos encontrados en Cadereyta, Nuevo León, México, pertenecen a su hijo Rooney y a su sobrino Nicolás. “La esperanza era que no fueran ellos, pero la pruebas son positivas…”, dice con tristeza.
Ambos se fueron en busca del sueño americano. La primera vez pagaron 6 mil dólares a un coyote. Llegaron hasta Houston, pero al poco tiempo los deportaron. Cuando volvieron, doña Doraldina no pudo ver a Rooney porque ella, al igual que él, era inmigrante, pero en Costa Rica. Solo supo que cuando su hijo volvió no la pensó dos veces, debía volver a irse porque del primer viaje le quedaron demasiadas deudas.
“Muchos inmigrantes creen que en el camino se va fresco, pero los coyotes no les dan ni comida. Los ponen a cargar droga… Tan pronto la sal fue de ellos”, dice Gustavo Jiménez, esposo de Doña Doraldina. La última vez que vio a
los muchachos el único consejo que les dio fue que corrieran si se encontraban a la Policía.
Y la última vez que doña Doraldina vio a Rooney fue el 4 de enero de 2012, cuando él partió hacia Estados Unidos. Ella se fue al día siguiente hacia Costa Rica. Ambos inmigrantes, ambos buscando una mejor forma de vivir.
“Bienvenidos a Nicaragua ”
Cuando Miguel Ángel Bustamante, de 30 años, fue deportado, él junto con un poco más de cien nicaragüenses estuvieron retenidos en Texas por más de dos meses porque el país no los quería recibir. “El país donde yo nací no quería recibirme. El presidente había dicho que no estaba dispuesto a recibirnos”, asegura Bustamante.
Pero luego de la espera, finalmente el avión aterrizó en Nicaragua el 2 de diciembre de 2015 y fueron recibidos por el Gobierno con “un sándwich duro, una soda, 200 córdobas, una pasta de dientes y un papel higiénico”. Sin embargo, después de que les entregaron la ayuda y los medios de comunicación se fueron, no los querían dejar ir. “Nos apartaron como delincuentes. Nos pusieron en un lado. Veníamos como delincuentes, como terroristas, como traficantes”, cuenta.
Y, efectivamente, no los dejaron ir. A las 6:00 de la tarde, 21 de los inmigrantes deportados salieron del aeropuerto hacia las celdas de El Chipote sin ninguna explicación. Estuvieron despiertos hasta las 2:00 de la mañana sin comer.
“Es la experiencia más fea que he vivido en mi vida. Tus necesidades las hacías de pie, en un hueco. Había una pila llena de gusanos. La comida era asquerosa, nos daban huevo con moho. Nosotros no comíamos eso porque nuestras familias nos llevaban comida. Pero incluso a veces se robaban la comida de nosotros. Nos decían que estábamos bajo
investigación”, cuenta Bustamante.
Él se fue a Estados Unidos de forma legal a los 7 años porque su familia vivía allá. “Me mandaron a pedir para darme una oportunidad, porque aquí en Nicaragua no hay oportunidades. Lo que yo sé hacer allá no me pagarían bien aquí”, explica. Tenía una vida, una familia, un negocio de distribuidora de sodas. Pero un día también tuvo una pelea con un amigo cerca de la universidad y llegó la Policía. Lo tuvieron en un programa de “rehabilitación” para controlar la ira, ser más social y debía reportarse y firmar cada cierto tiempo. Pero el último día que llegó a firmar para recibir su diploma le dijeron que lo iban a deportar. Peleó el caso durante un año; sin embargo, no pudo evitar la deportación.
El primer día que amaneció en Nicaragua aún no creía lo que había pasado. Perdió la vida que había construido en Estados Unidos. Pero sus planes no son quedarse en Nicaragua. Esperará unos años para regresar a Estados Unidos, porque allá es donde, según él, se valora lo que sabe hacer. “Es algo que destruye tu vida. Y hay que tener la fuerza y el valor para volverte a levantar. Sentía que era una pesadilla. Solo los que han vivido allá y vuelven a Nicaragua saben lo que se sufre, cuando vuelves acá sabes lo que es. Nunca pensé que iba a pasar esto que me pasó”,
cuenta Bustamante.
Cuando lo sacaron de El Chipote le dijeron que todo estaba bien, que estaba limpio y, con una sonrisa, que era “bienvenido a Nicaragua”.
Sonrían a las cámaras

Miguel Ángel Bustamante tiene algo en común con Juan Carlos Lazo, de 39 años: ambos se fueron a Estados Unidos a los 7 años y ambos estuvieron retenidos en El Chipote cuando regresaron. Pero la historia de Lazo es diferente. Empecemos porque él se fue ilegal. No recuerda mucho, tenía 7 años y su mamá lo mandó al país norteamericano porque a su hermano mayor lo querían mandar al Servicio Militar Obligatorio durante los años ochenta. “Estuvimos en Honduras, nos fuimos para Guatemala y ahí nos asaltaron. Íbamos con coyotes, pero creo que ellos mismos nos mandaron a asaltar”, cuenta Lazo. Cuando llegaron a México dormían en el suelo. Era una casa de la que no podían salir. Pero cuando salieron lograron llegar a Estados Unidos.
Después de 17 años de vivir allá les dieron residencia, pero empezó a acumular antecedentes penales. Conducir ebrio y peleas en bares fueron considerados felonías, o sea, una especie de traición o deslealtad al país y cuando se acumularon decidieron deportarlo. Cuando se cometen felonías, no importa si la persona es ciudadana o residente.
Pero Juan Carlos Lazo había estado 32 años en Estados Unidos hasta que lo deportaron. Tiene a su pareja y dos hijos allá. Él trabajaba en construcciones y ganaba hasta 4 mil dólares al mes, pero ahora que lo deportaron su compañera debe jugarse la vida con unos 2 mil dólares. “Estaba dejando a mi familia. La primera vez venía con miedo, me decían malas cosas de aquí y ha sido difícil”, cuenta.
Cuando el avión en el que vino deportado aterrizó en Nicaragua lo recibieron bien… bueno, o al menos bien ante las cámaras. “Se les acabó la alegría”, les dijeron. “Te hacen bien porque están las cámaras viendo, pero ya después que se fueron las cámaras es otra cosa, no pudimos salir”, cuenta Lazo, a quien también lo llevaron a El Chipote durante 12 días sin ninguna explicación. Y cuando salió se dio cuenta de que no quería seguir viviendo en Nicaragua. Agarró sus ahorros y le pagó a un coyote para que lo cruzara.
El costo para que un coyote lo cruce por la frontera ha venido en aumento en los últimos años. Según Víctor Clark Alfaro, director del centro binacional de Derechos Humanos en México, asegura que para 1994 un coyote podía cobrar entre 250 y 300 dólares por persona. Pero de esa cantidad pasó a 1,200 y 1,500 dólares y ahora cobran hasta unos 13 mil dólares.
Juan Carlos Lazo asegura que una vez en México los coyotes les preguntan a los inmigrantes que si quieren pasar droga hacia Estados Unidos, y les prometen que pasarán sin ningún problema si lo hacen. “Cuando los obligan es cuando los agarran Los Zetas, o la mafia del Golfo”, cuenta.
Él le había pagado 5 mil dólares al coyote. Iban caminando en la oscuridad. Pasaron ríos, espinales y cuando ya casi iban entrando a Houston el coyote habló por teléfono y dijo: “Allá van los pollos” y les dijeron que siguieran caminando. Avanzaron una cuadra más y salieron perros, helicópteros y los oficiales de Migración para agarrarlos. Y otra vez lo deportaron. La segunda vez que vino lo querían llevar a El Chipote, pero reconoció a un oficial y le dijo que él ya había estado ahí. Él lo reconoció y así se ahorró una visita a la Dirección de Auxilio Judicial por segunda vez. “Me tengo que adaptar aquí. No está mal… Voy a comenzar a trabajar otra vez, tal vez en los call
centers”, dice Lazo resignado.
“Te sentís vacío”
Juan Carlos Bow pidió una visa y se fue a trabajar a Estados Unidos porque quería ahorrar dinero para estudiar un máster de Periodismo en El País, España. Trabajó como ayudante de cocina, camarero, lavando carros, separando basura en una fábrica de reciclaje hasta que logró ahorrar lo que necesitaba. Regresó a Nicaragua después de seis años —más de lo que la visa le permite— para hacer su papeleo y se fue a España. Pero quería regresar a Estados Unidos para trabajar allá y ya no podía hacerlo de forma legal porque la primera vez se quedó más tiempo de lo permitido. “Mi plan no era quedarme en Nicaragua, mi plan era regresar a Estados Unidos”, dice. Se fue solo y llegó hasta México porque no tenía dinero para pagarle a un coyote. “Entre más te cobran uno tiene más confianza… y el mínimo son 10 mil dólares”, cuenta.
Lo atraparon cruzando la línea por Tijuana y lo llevaron a la “Hielera” una especie de cuarto frío que funciona como cárcel para todos a los que atrapan intentando cruzar la frontera. Solo les dan una colcha para dormir y algunos lo hacen en el suelo. Anduvo de cárcel en cárcel y al final pidió que lo deportaran. Hay dos vías para hacerlo: en la rápida usted debe pagar su boleto de avión y en la normal debe esperar a que un avión se llene de nicaragüenses deportados para llevarlos a todos a su país de origen. Pasó 24 y 31 de diciembre en las cárceles de Estados Unidos hasta que el avión estuvo listo y pudo regresar.
“Aquí nos recibió el Gobierno con una galletita, una latita de gaseosa y 200 córdobas. Te regresan tus documentos. Me pasaron dejando por el Huembes y ya. Regresaba a un sitio donde no quería estar, te sentías perdido, muy ‘¿qué vas a hacer?’ Perdiste tiempo, dinero… ¿Y ahora qué? Te sentís vacío, había estado mucho tiempo fuera y ya las cosas no eran como las había dejado. Pero tengo que quedarme acá”, expresa Bow.

Hay que admitir que no todos los inmigrantes nicaragüenses van a trabajar honradamente a Estados Unidos. De hecho, según el Departamento de Seguridad Interna de Estados Unidos, del total de deportados en 2013, último año del que se tiene registro, el 51 por ciento tenía antecedentes penales. Y para muestra, vamos a contarle otra historia, la de Lenin Martínez. La primera vez que él se fue lo hizo porque sus padres lo mandaron a traer. Tenía 9 años. Pero la primera vez que lo deportaron fue porque lo acusaron de cinco crímenes: intento de asesinato en primer grado, intento de asesinato en segundo grado, asalto en primer grado, asalto en segundo grado y asalto en tercer grado. “Todas tenían una condena de 25 años e intento de asesinato en primer grado era una vida en prisión”, cuenta Lenin Martínez. El cargo por intento de asesinato ocurrió porque una noche salió de fiesta con su pareja y al regresar a casa tuvieron una discusión. “No tuve control de mi persona la escapé de matar. Los paramédicos que la asistieron dijeron que estaba muerta. La había golpeado con una lámpara más de 30 veces. Perdió mucha sangre y no me pude contener. Los vecinos llamaron a la Policía y me corrí. Me dispararon con un arma eléctrica y luego me arrestaron”, cuenta.
Lo deportaron después de que se declarara culpable y cumpliera tres años y medio de prisión. Pero una vez en Nicaragua empezó a consumir drogas.
Su padre le preguntó si quería regresar a Estados Unidos y él le dijo que sí. Pero estaba en un centro de rehabilitación por su adicción cuando el director lo llevó a El Salvador y después a México. “Conocí a la famosa mafia mexicana y empecé a hacer mis contactos”, cuenta. Creyó que ya había vencido su adicción, pero empezó a seguir consumiendo marihuana. “Empecé a hacer contactos y a mover drogas en grandes cantidades y a vender en gramos”, asegura. Se fue a Estados Unidos y empezó a vender droga allá. Una vecina le “echó” a la Policía. “Ya tenía más de dos años siguiéndome y me llegaron a buscar la DEA, el FBI y los de ICE y me agarraron con dos kilos y medio de marihuana y dos pistolas y 7,500 dólares y me arrestaron y me juzgaron en una prisión federal”, dice Martínez, quien ahora está en un centro de rehabilitación y, según él, “ha cambiado”.
Si cruzar la frontera es difícil, regresar como deportado también lo es. Muchos inmigrantes dejan allá su vida entera y regresan a un país que casi no conocen y donde no tienen nada. Unos buscando mejor vida encuentran la muerte y otros al regresar obligados se encuentran en situaciones difíciles de pobreza, desesperación y frustración.