Dos corazones latiendo en un mismo pecho. Un hígado para dos. En el 2005 Yurelia y Fiorella nacieron unidas por el tórax y abdomen. En el 2007 las separaron. Esta es la historia de las siamesas tico-nicas siete años después
Por Tammy Zoad Mendoza M.
Yurelia y Fiorella tienen casi la misma cicatriz. La marca empieza unos centímetros abajo de la clavícula, un camino torcido de piel clara, suave y brillante que baja por el pecho hasta el vientre, donde se pierde en una línea fina.
Si se les pone frente a frente es como si estuvieran viéndose en un espejo, no solo porque se parecen mucho, sino porque fue del mismo corte que resultaron aquellas señales. Yurelia y Fiorella Rocha Arias nacieron unidas por el tórax y el abdomen. Siamesas.
Su caso fue primera plana en los diarios de Costa Rica y Nicaragua. Nacieron allá, pero sus padres son de aquí. En ambos países la gente estuvo pendiente de sus historias a través de los noticieros y periódicos. Además del asombro de un nacimiento de bebés de este tipo, provenientes de una familia de migrantes la situación fue tema de discusión por meses y provocó todo tipo de mensajes, en su mayoría de apoyo, y gestos de solidaridad en ambos países.
Dos años más tarde las siamesas aparecieron nuevamente en la televisión y portadas de diarios. Esta vez la noticia era alentadora. Un equipo médico se encargaría de enmendar este “accidente de la genética”. Las siamesas fueron separadas.
Las hermanas Rocha Arias ahora tienen casi nueve años. En su natal Costa Rica, su familia y amigos les llaman las gemelas, aunque para la gente que conoció de su caso desde el 2005 siguen siendo las siamesas ticas, o nicas, según de qué lado se hable. Siete años después de aquella exitosa operación que les permitiera tener una vida independiente al cuerpo de su hermana, Magazine visitó a esta familia de origen nicaragüense para conocer la otra parte de la historia de las siamesas separadas por la ciencia médica, pero que permanecen cada día más unidas.
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Usted está embarazada —le informó el doctor después de ver los resultados de los análisis que tenía en mano.
—No puede ser, si a mí me ha venido la menstruación todos los meses —contestó ella—. Además, hace cinco años me operé —agregó intentando refutar el diagnóstico.
—Pero está embarazada —le confirmó el doctor, y le pidió acomodarse para un ultrasonido—. Y no solo está embarazada, va a tener gemelos... Doña María, sus bebés vienen pegados...
No recuerda qué día de abril sería, pero sí aquella conversación con el doctor Daniel Díaz, quien la atendió esa mañana en la clínica donde llegó por una hemorragia y con una hinchazón “anormal” en el vientre. “No sentía nada raro, lo único que el estómago lo tenía hinchado, y mi jefa en aquel entonces me insistió en que fuera al doctor. Ese mismo día me dijeron todo”, recuerda María Elizabeth Arias, de 50 años. “Sentí que el mundo se me venía encima”.
Había llegado en 1993 a Costa Rica vía San Carlos. Llegaba con tres de sus cinco hijos: Cinthia, de un mes de nacida; Milton, de 3 años, y Meyling, de 5, quien padece de una parálisis cerebral. La acompañaba Luis Rocha, su pareja, también indocumentado y el único que tenía contactos en ese país para trabajar.
Para el 2005, ya habían legalizado su situación en Costa Rica y tuvieron cuatro hijos: José, Kenyi, Brandon y Luis. Nueve hijos había parido María Elizabeth y le parecían suficientes. Así que luego del nacimiento de Luis, en el 2000, se sometió a una operación de esterilización.
Luis Rocha trabajaba como guardia de seguridad privado y ella laboraba como empleada doméstica para mantener a la prole a su cargo, todos dentro de una casita-cuarto en el asentamiento El Zancudo Dos, del barrio León XIII, en San José. La noticia de un embarazo múltiple en estas condiciones fue más que una sorpresa.
“Me asusté, me afligí, pero nunca pensé en no tenerlas. Una doctora me explicó que por la condición de las niñas tenían pocas esperanzas de vida, que yo estaba en mi derecho de interrumpir el embarazo, pero yo le dije que no. Con la ayuda de Dios mis niñas iban a nacer”, cuenta María Elizabeth Arias.
Y así fue. Con 41 años, tres meses de embarazo y más fe que miedo, Arias empezó un riguroso control médico. Los siguientes cuatro meses serían de entradas y salidas en el Hospital México, en San José, hasta que la dejaron internada con reposo absoluto y a la espera de cumplir los siete meses de gestación, tiempo en que sus hijas estarían listas para salir al mundo. Juntas.
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Chang y Eng Búnker, de Siam, fueron personajes muy reconocidos en su época. En 1811 nacieron estos gemelos unidos por el abdomen, compartiendo el hígado, pero relativamente independientes. Ante la peculiaridad del caso y el creciente auge de los circos con atractivos humanos, recibieron la oferta de viajar a Estados Unidos y sumarse al espectáculo de rarezas bajo el nombre de “Siamese Twins”.
Más de 200 años después, el término “siamés” se usa para referirse a los gemelos monocigóticos que no lograron una separación total o exitosa en las primeras semanas del desarrollo de los embriones y nacen unidos por alguna parte de sus cuerpos. Así como Yurelia y Fiorella, las gemelas siamesas.
“No entendía muy bien lo que me decían. Que venían pegadas, yo imaginaba una sola masa, pero mis niñas tenían sus piernitas, sus brazos, sus cabecitas separadas, era solo del pecho que estaban unidas”, comenta María Elizabeth Arias. “No me dieron una explicación clara de por qué pasó eso, solo que no se separaron en el momento que tenían que hacerlo”.
Según Gerardo Mejía, pediatra genetista, a pesar de las investigaciones médicas en el tema, no existen razones o causas para que esto ocurra, más que por razones fortuitas, azares biológicos, accidentes genéticos.
“Los siameses son originalmente gemelos monocigóticos; es decir, gemelos que se forman a partir de un cigoto, un solo óvulo fecundado, que se divide en dos cigotos, para formar dos embriones con la misma información genética. Pero en estos casos, y sin motivo aparente, la división no se da completamente, de modo que los fetos crecen unidos por alguna parte de su cuerpo”, explica el especialista.
Por el tipo de unión, Yurelia y Fiorella eran gemelas toraco-onfalópagas. “Al inicio los doctores veían un solo corazón, un hígado y decían que no tenían muchas oportunidades de vida en caso que nacieran, mucho menos posibilidad de separarlas. Yo estaba realmente asustada, pero nunca dejé de rezar”, recuerda la madre de las niñas. En efecto, las bebés compartían el hígado, la cercanía y ubicación de sus intestinos complicaba su situación, pero cada una tenía su corazón. Estaban uno juntito al otro, tan cerca que compartían una aurícula, lo que aumentaba el riesgo de una intervención, pero tampoco se trataba de un imposible.

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Las gemelas están por cumplir nueve años. Este 30 de agosto no se sabe si habrá pastel o brindis para celebrar. Las cosas no han sido fáciles para esta familia de migrantes.
Su padre sigue trabajando como guardia de seguridad para ganar dinero, por eso al llegar a casa, luego de su jornada en vigilia, permanece la mayor parte del día dormido. Su mamá trabaja dos veces a la semana, siempre como doméstica y se dedica a las labores del hogar junto a su hija Cinthia, quien se ha convertido sin querer en otra madre para esta familia con tantos miembros como necesidades. Entre Luis Rocha y María Arias suman un ingreso mensual de unos 320 dólares.
Con el poco dinero que entra, la madre se las ingenia para mantener arroz blanco y frijoles negros en la alacena desvencijada, el refrigerador se usa casi únicamente para guardar botellas de agua y en la cocina parece haber una huelga permanente a falta de víveres para cocinar.
Por la situación de pobreza y la falta a algunas medidas en el cuidado de las niñas, como la prohibición de tener animales, fue que el Patronato Nacional de la Infancia (Pani) recibió denuncias por las constantes recaídas de las niñas y en abril de 2010 las retiraron de la tutela de sus padres y las enviaron a un albergue temporal.
“Eso fue una pesadilla. Los mismos medios que nos acosaban con la noticia del nacimiento de las niñas, también nos acosaron durante este tiempo. Gracias a Dios se demostró que no era falta de cuidado, las niñas son muy delicadas. Reconozco que fallamos en un par de cosas, pero yo nunca voy a dejar que se lleven a mis hijas”, dice María Arias, quien consiguió bajo acuerdos recuperar la tutela de sus hijas ese mismo año.
Todos los hijos que viven en casa de María Arias estudian, a excepción de Cinthia, quien no pudo ingresar a la universidad por falta de recursos. Ella quiere ser médico, pero de momento se conformaría con estudios en enfermería. Desde los más grandes hasta las gemelas van a la escuela por la mañana. Ellas cursan el tercer grado en un colegio público de Alajuelita, San José, y luego van a una guardería donde les brindan la dieta que sus cuerpos exigen desde la operación. Es un lugar donde, además de alimentación, les dan seguridad y reforzamiento escolar.
A simple vista Yurelia es la tímida. Esquiva miradas, habla poco y sonríe menos. Morena, delgada y un pelo negro, largo y ralo, con mechones que caen como lluvia enmarcando su cara larguirucha. Fiorella luce casi igual, pero con cachetes carnosos y pintos, con unas manchitas blancas que se extienden en sus brazos. Conversa un poco más que su hermana, pero prefiere chatear con sus amigas desde su celular.
Yurelia es diestra y justamente es la que nació al lado derecho de la mancuerna. No es coincidencia que Fiorella sea zurda, y la gemela de la izquierda al nacer. Los mismos ojos, como dos gotas de brea en medio de esferas blancas. La misma sonrisa que se asoma primero por un extremo de la boca, que se va abriendo poco a poco hasta dejar descubierto sus dientes grandes y cuadrados. Igual de flacas y cada una tirando al lado de la posición en la que nacieron. Izquierda y derecha.
Quien las ve por primera vez y no conoce su historia, vería con sospecha ese detalle de las gemelas al andar, un ligero balanceo a la derecha o la izquierda al sentarse y caminar. Pero es la cicatriz del tórax lo que delata que alguna vez estuvieron unidas físicamente. La cicatriz y ese huesito que se asoma cada vez más en su pecho.
El 12 de noviembre de 2007 un equipo de más de 50 médicos se encargó de dividir los cuerpos que por capricho habían decidido crecer juntos, pero da la impresión que aquel día los médicos hubieran dejado un trozo de imán en cada una. Yurelia y Fiorella son más que hermanas gemelas. A ratos se repelen, pero siempre vuelven una al lado de la otra. Se atraen.
Si Fiorella está en el comedor coloreando algún mapa o completando una tarea, Yurelia no tarda en aparecer con su celular en la mano. Da un par de vueltas, prueba a sentarse en uno y otro sillón, pero poco a poco se va acercando a su hermana, hasta que se sienta a su lado, en la misma silla. Izquierda y derecha. Siempre ha sido así.

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Dicen que todo niño trae su pan bajo el brazo. Que donde comen dos, comen tres, y en este caso, donde comen nueve, han de comer 11. Si esto no era cierto, las familias como los Rocha Arias lo hacen posible todos los días.
La noticia del embarazo de siamesas que para sus padres cayó como un balde de fría, fue reguero de pólvora en Costa Rica en 2005, con padres nicaragüenses, la nota también tuvo eco en Nicaragua. Por suerte, más allá del asombro y el morbo de unos cuantos, la historia de esta familia conmovió a personas que decidieron ponerse en contacto con la madre para ayudar.
“No teníamos nada para las niñas. Desde que me enteré del embarazo, como era de riesgo, permanecí en el hospital hasta los siete meses, y Luis ganaba menos en ese entonces, todo era para mantener a los demás niños”, cuenta María Elizabeth Arias.
El Club de Leones de Tibás, a través el señor Luis Alfaro, entró en contacto con ella y apoyó a la familia con donaciones de pañales desechables y la fórmula especial que habían recetado a las niñas al nacer. El Instituto Mixto de Ayuda Social (IMAS) se ofreció alquilar una vivienda temporal para que al nacer las niñas no tuvieran que ir a la casita entre el lodazal y el hacinamiento de El Zancudo Dos, León XIII.
La casa en la que hoy habitan en Alajuelita, una construcción pequeña pero segura, con tres cuartos, una sala cocina y un patio lateral, fue donada por la Asociación de Cámara de Vivienda de Interés Social (Acavis). Al fin las siamesas y su familia tendrían un hogar digno en el que vivir.
El 30 de agosto de 2005 María Elizabeth Arias entró al quirófano del Hospital Nacional de Niños a las 9:00 de la mañana. Antes de mediodía sus hijas estaban fuera de su vientre, en la sala de neonatos, aisladas del resto de niños y conectadas a aparatos médicos de asistencia y monitoreo. María no despertaría hasta un par de horas más tarde.
“Me habían trasladado de hospital, pero yo quería verlas. Ya me había hecho una idea, pero tenía un poco de miedo. Mi esposo cuenta que él quedó en shock”, recuerda Arias. “Cuando las vi, me quedé inmóvil. Eran una pelotita de carne, no distinguía bien dónde empezaba una y terminaba la otra. Me entró un miedo porque no sabía cómo cargarlas, cómo cambiarlas, cómo alimentarlas...”.
No tomaron leche del pecho de su madre porque luego de la cesárea sufrió una infección que duró varios días y desde entonces tuvieron que alimentarlas con fórmula. A veces podían hacerlo una a la vez, pero si se impacientaban, doña María Elizabeth necesitaba un asistente que sostuviera la pacha de Fiorella, que se recostaba a la izquierda, mientras Yurelia mamaba de su biberón, siempre viendo a la derecha.
Con los brazos entrelazados, como formando una hamaca, su madre empezó a cargarlas. Tenía miedo de lastimarlas, de ponerlas en una posición muy incómoda o inadecuada. Tenía miedo que después de haberlas cargado con tanto cuidado por siete meses en su vientre, en un descuido se cayeran de sus brazos. Poco a poco ella, su esposo y sus demás hijos aprendieron a cargar a las dos bebés.
Descubrieron cómo acomodar los pañales de modo que protegieran a ambas y evitaran que saliera el orín por un lado y los desechos por el otro. Pero con cualquier tipo de bebé estos son los accidentes inevitables. Vestirlas fue otro reto. De calcetines y pantaloncitos que las protegieran del frío inclemente que hace por las noches en San José, pero para cubrir el resto de sus cuerpos había que ingeniárselas. Abotonadas en los costados, dos camisitas de botones se convertían en una pieza. Los vestidos de broches y botones, y unos hechos especialmente para ellas por una costurera nicaragüense, fueron parte de los regalos recibidos.
Yurelia y Fiorella no recuerdan nada de esto. Ven con un asombro discreto las decenas de fotografías en sus álbumes, cuchichean entre ellas y se ven una y otra vez como tratando de reconocer su otra mitad. “¿Se acuerdan cuando estaban juntas?, ¿de los viajes?, ¿después de la operación”. Sonríen y se frotan las manos. “Me acuerdo cuando estaba chiquita y jugaba con Fiorella, pero ya aquí en la casa”, dice Yurelia. “Yo no me acuerdo de nada de eso, solo desde que iba a la escuela”, dice Fiorella. Han de sentirse incómodas ante los extraños que quieren saber qué se siente vivir pegado a otra persona. Desde hace siete años las gemelas están separadas, han olvidado qué es ser siamesas.
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“Hola, señor reportero, leí una nota suya sobre las niñas siamesas de Nicaragua unidas por el tórax. La organización de California Healing the Children está dispuesta a ayudarles. Soy médico guatemalteco. Nuestra organización fue quien trajo a las siamesas guatemaltecas unidas por la cabeza, quienes fueron operadas exitosamente en el hospital de niños de Universidad de California, Los Ángeles (UCLA)”, escribió a mediados de 2006 el doctor Werner Cajas Dubón al periodista José Mendoza, quien le dio seguimiento a la historia para un diario nicaragüense.
“A partir de ahí ellos se pusieron en contacto conmigo y por medio del periodista envié una carta al doctor Werner. Cuando las niñas cumplieron seis meses, viajamos por primera vez para que las evaluaran”, dice María Arias.
Era pronto para cantar victoria. No hubo un hospital ni equipo médico que se hiciera cargo del caso, las niñas empezaron con un ciclo de enfermedades derivadas de su condición clínica.
“Ya había pasado por un embarazo difícil, la recuperación de la cesárea fue dura y ellas estaban débiles. Yo no quería ver a mis hijas crecer así, las veía pelearse cuando una quería sentarse y la otra no, cuando una despertaba antes que la otra y la arañaba, cuando empezaron a ponerse de pie y querían ir cada una por su lado... Yo oraba y nunca perdí la fe en Dios de que iba a permitir que me las separan”, confiesa la madre.
En julio de 2007 harían su segundo viaje a Estados Unidos, esta vez para una evaluación definitiva que cambiaría la vida de esta familia. Un equipo médico de 60 personas del Lucile Packard Children’s Hospital donaría su trabajo para operar a las siamesas y darles seguimiento en su recuperación, mientras que la organización Mending Kids International coordinó el viaje y la estadía de las niñas y su madre.
Además de las incomodidades propias de estar pegadas una frente a la otra, Yurelia y Fiorella tuvieron que soportar las molestias y el dolor provocado por los expansores que les colocaron en el pecho de cada una, y otro más en el área compartida del abdomen, para que su piel estirara lo suficiente y cubrir el hueco posterior a la cirugía de separación. Dormían sentadas, cargadas por su madre, se alimentaban con cuidado y debían estar en constante supervisión para evitar que durante algún juego accidentalmente se lastimaran. Un golpecito o una simple gripe podía arruinar la oportunidad de sus vidas.
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12 de noviembre de 2007. 4:00 a.m. Yurelia y Fiorella son sedadas. 6:45 pasan al quirófano. 7:00 empiezan a retirar expansores. 9:20 a.m. inicia oficialmente la cirugía de separación. A las 2:00 de la tarde llegó el anuncio para doña María Arias: “Hay bebés nuevas”, y ella solo estalló en llanto mientras oraba hincada en un pasillo del hospital. 11:00 de la noche, las niñas son trasladadas a cuidados intensivos para su recuperación, cada una fue intervenida de manera independiente por dos equipos de cardiólogos y cirujanos plásticos.
No saldrían del hospital hasta dos meses después, cuando hubiesen evolucionado bien y aprendieran a manejar sus nuevos cuerpos. “Cuando despertaron había que tener cuidado de que no se arrancaran los aparatos o se lastimaran, porque ellas se buscaban, lloraban, estiraban los brazos buscándose, se calmaban hasta que les ponían una muñeca en el pecho...”, recuerda su madre.
Yurelia era un poco más pequeña que Fiorella, y sus órganos también tenían menor tamaño, ahora la diferencia es casi imperceptible.
A sus 9 años han aprendido a vivir con las secuelas de su condición de nacimiento y los detalles que la cirugía de separación no podía corregir. Son cardiópatas, por lo que además de un pediatra, las evalúa con regularidad un cardiólogo. También las atiende una gastroenteróloga, un ortopedista, una nutricionista y tienen pendiente una cita con el cirujano plástico.
Pero ellas no lucen preocupadas por nada. Son niñas bien portadas, educadas, de hablar suave y pausado, de saludar, pedir permisos y dar gracias. De los pocos niños que a su edad se autorrestringen de los excesos o de las cosas que podrían hacerlas enfermar.
“No tomamos cosas heladas por el asma”, “no nos asoleamos por la piel”, “no podemos agitarnos porque después nos sentimos mal”, dice una y la otra.
Yurelia escribe canciones y quiere ser cantante, pero es tímida y su hermana canturrea en alto las letras que ella compone. Fiorella quiere ser veterinaria, aunque los médicos han prohibido el contacto con los animales por las dolencias pulmonares de ambas. Pero tiene un plan B. Podría ser bailarina profesional.
