El tataranieto de Rafaela Herrera

Reportaje - 14.06.2015
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Sin familia y sin memoria, Nicolás Mora, descendiente directo de la heroína Rafaela Herrera, habita en un asilo de ancianos de San Marcos. Lo único que exige es volver a Masatepe o una taza de café

Por Amalia del Cid

El día empezó tranquilo y gris, sin visos de novedad. A las 5:00 de la mañana el frescor de la madrugada sigue instalado en los corredores del asilo y en los frágiles huesos de los ancianos que recién salen de debajo de las sábanas. Nicolás Cubero Mora se viste de mangas largas, como si de nuevo fuera a asistir a una procesión religiosa en Masatepe, y después de tomar el desayuno, se sienta en silencio, dispuesto a escuchar el tumulto de su memoria.

Ahora es un anciano octogenario que a ratos cree que aún es un muchacho de 14 años. Padece demencia senil y, en el otoño de su vida, le ha dado por querer un quepis y por revivir el funeral de su madre. El 7 de junio de 2013, el Ministerio de la Familia lo trajo a este asilo para que dejara de vagabundear y los administradores del hogar no saben mucho de él.

No le conocen parientes, ni origen, ni fecha de cumpleaños. Lo único que han oído es lo mismo que comenta el pueblo de Masatepe: Nicolás es descendiente directo de Rafaela Herrera, la heroína más conocida en Nicaragua, estudiada por los niños desde la escuela primaria. La misma que según los libros de historia, la tarde del jueves 29 de julio de 1762, a la edad de 19 años, defendió a cañonazos el Castillo de la Inmaculada Concepción cuando era atacado por invasores ingleses y miskitos.

“Que me consigan un saco blanco”, solicita Nicolás. “Yo había traído dos y se perdieron aquí. Y traje tres camisas manga larga, se perdieron dos, blancas. Y ahora solo esta tengo”, balbucea. Y se golpea el corazón con la palma de una mano, susurrando: “Pam, pam, pam... pam, pam, pam...”.

—Nicolás, ¿usted recuerda que es descendiente de Rafaela Herrera?

—Más que pariente, soy como hermano con ella. Ella me reconoció, por dicha. Pam, pam, pam... Era mi pariente, casi como mi hermana. Yo siempre la miro como hermana... Pam, pam, pam... pam, pam, pam...

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Esta es la sala del Hogar de Ancianos Horizonte. Aquí pasa sus días Nicolás Mora, tataranieto de Rafaela Herrera, cuando no está tomando siestas o en el jardín.

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Nicolás Cubero Mora no es de apellido Cubero, pero así lo conoce el pueblo de Masatepe y de esa forma se presenta él, como lo hacía cuando era un niño rubio que protestaba si los vecinos le decían que el verdadero nombre de su padre era Juan Mora. A ellos les aclaraba: “Nooooo, que no se llama Juan Moaaaa, se llama Juan Cubeo”, recuerda doña Melba Ramírez Flores, de 80 años de edad, amiga de su infancia y conocida de su vejez. Pero Cubero es apodo, afirma. “La gente le puso así al papá porque vendía agua en cubas”.

A Juan Mora lo recuerdan serio, “altote” y bien parecido. A Juana Guadamuz, la madre de Nicolás, bonita y “medio loca”. Él de Masatepe, Masaya. Ella de Santa Teresa, Carazo. Ya estaban viejos, pero por su fisonomía se adivinaba lo guapos que habían sido, cuenta la profesora Teresa Cerda, masatepina de 78 años. Según doña Melba, “la Juana era murruquita y decía locuritas. A Nicolás le decía: ‘Cuando yo tenga reales, voy a hacer una casa linda, con un piso brillante, pero si vos escupís ahí, yo te pego’, y ¡pipof! le pegaba al chavalito”.

Vivían en la Calle Ronda de Masatepe, en una casa de tablas y tejas, y comían de lo que dejaba la venta de baldes de agua. Ganaban poquito, pero “antes la vida era barata” y aunque cada cuba costaba centavos, con cinco córdobas por día era suficiente. Eran cuatro. Juan, Juana, Nicolás y su hermana Priscila. “Más Petronio, un niño flaquito que se les murió”. La sangre de Rafaela Herrera —dice doña Melba— venía por Juan Mora, su bisnieto.

Nicolás y su hermana Priscila “son los únicos que en Masatepe reconocemos como descendientes de Rafaela Herrera. Todo lo demás son puros cuentos”, sostiene el historiador Roberto Sánchez Ramírez, originario de ese municipio.

Los hermanos eran todavía jóvenes cuando quedaron huérfanos. Juan Mora “murió de viejo”, asegura Francisco Mora Chavarría, de la familia Mora que vive por la quebrada de Masatepe. Y hay muchas anécdotas sobre la muerte de Juana Guadamuz, pero todas coinciden en que fue por tétanos. “La gente dice que se agitó porque estaba tostando maíz y después se fue a sentar debajo de un palo de mamón”, comenta la profesora Teresa. “Dicen que estaba criando, una niña bien linda, que le dio tétanos porque estaba recién parida”, señala Rosa Marina Mora Chavarría, hermana de Francisco.

Las historias sobre la muerte de la mamá de Nicolás se han esparcido por el pueblo y a la fecha algunas madres masatepinas, para atemorizarlos cuando después de “agitarse” se exponen a temperaturas frescas, advierten a sus hijos: “A vos te va a pasar lo que le pasó a la Juana Guadamuz”.

Aquí en el asilo de ancianos Horizonte, situado en San Marcos, Carazo, Nicolás también piensa en su madre. En la telaraña de su mente sigue dolorosamente claro el día del funeral.

—Mi mamá murió. Murió ahí en Masatepe —dice como para sí mismo—. Le mandaron a poner un par de piedras, como cuando uno muere. Uno pequeño lo que hace es llorar y llorar, a ver si puede volver a ver a su mamá, como que si con llorar iba a volver... El hoyo estaba hondo, como nueve varas tenía el hoyo. Pam, pam, pam... pam, pam, pam...

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Rafaela Herrera, la tatarabuela de Nicolás Cubero Mora, era española nacida en Cartagena de Indias, hija del comandante Joseph Herrera y Sotomayor y de María Felipa Uriarte. Para cuando sucedió el episodio que le dio un pasaporte a la historia, llevaba nueve años viviendo en la fortaleza del Castillo de la Inmaculada Concepción, en el río San Juan de Nicaragua, construida para proteger Granada de piratas y otros potenciales invasores. Ahí fue donde Rafaela, probablemente en largas horas de ocio, aprendió de su padre el uso del cañón. Montar, cargar, apuntar y disparar.

De acuerdo con documentos de la época, el 15 de julio de 1762 el comandante Herrera y Sotomayor murió a causa de una “influsión en la garganta”, y apenas 14 días después, a las 4:00 de la mañana, se oyó un “tiro de pedrero, río abajo”. A las 11:00 aparecieron siete grandes piraguas, dispararon “nueve tiros de pedrero a bala y metralla” y pronto sitiaron la fortaleza.

Eran ingleses de Jamaica, con aliados miskitos, que se habían enterado de la muerte del comandante y querían aprovechar el momento para tomarse el Castillo. Eso cuenta la propia heroína en una carta escrita casi 20 años después, firmada el 16 de marzo de 1780, en la que, viuda y en la miseria, suplica la ayuda del rey de España, Carlos III.

Abundan versiones sobre su hazaña. Algunas la retratan echando al río sábanas empapadas en aguardiente, encendidas sobre ramas secas para iluminar el campo de batalla, o bien, para darles a los ingleses justo en la superstición. Otras la hacen decir: “Que los cobardes se rindan y que los valientes se queden a morir conmigo”, dirigiéndose a los soldados del Castillo. Sin embargo, por esta vez, baste la que ella misma narró en su carta:

“A las primeras hostilidades, y a la primera intimación que hicieron los enemigos para que se rindiese el Castillo quisieron entregar sus llaves los soldados negros y mulatos que le guarnecían. Pero la suplicante, aunque joven de solo 19 años, animada del espíritu español de su difunto padre y abuelos, y conociendo el riesgo a que se exponía su honor y virginidad con la barbarie de los zambos y moscos, se opuso fuertemente a tan pública afrenta de las armas españolas; y para su remedio, mandó cerrar la puerta del Castillo, tomó sus llaves y puso centinelas. Después cargó el cañón y principió a hacer fuego a los enemigos. Quiso Dios que fuese con tanto acierto, que al tercer cañonazo que dirigió a la tienda del Comandante inglés, quedase muerto y toda su gente en confusión, que, poniendo el cadáver en un tapesco, se retiraron huyendo y dejaron libre el Castillo y guarnición”.

Después de esto Rafaela se trasladó a Granada, donde residió hasta su muerte. En esa ciudad se enamoró de Pablo Mora, un criollo español granadino, y se casó con él. Tuvieron seis hijos, “dos de ellos baldados”. “Posiblemente con parálisis cerebral”, según el historiador Nicolás López Maltez. Ese apellido, el Mora, es el que perduró hasta estos tiempos.

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La escena de Rafaela Herrera enfrentando a los invasores ha sido representada en al menos tres billetes de circulación nacional. Este fue usado en el período 1960-1979.

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“En el año de 1762 en el Castillo la Concepción hubo una gran batalla con los ingleses piratas. La eródica señorita de 19 años Rafaela Herrera tomo el mando despues que su padre fue muerto por los piratas, y ella los des roto con pedazos de su fustán, los mojó con gasolina y los aplastó” (sic). La tinta es roja, la caligrafía casi ilegible y la narración bastante fantasiosa, porque ni Rafaela quemó su ropa interior para atacar ingleses ni su padre murió a manos de invasores. Pero con estas palabras empieza un texto que para los Mora Chavarría es muy valioso: el árbol genealógico de la familia.

Hace 25 años, el 31 de octubre de 1990, Carlos José Mora detalló en una hoja de cuaderno rayado la procedencia de su familia, para memoria de las siguientes generaciones. Aunque son morenos y bajitos, sus hijos dicen que son sobrinos de Nicolás Cubero Mora, blanco y de ojos verdes. “Mi abuela Rosa Mora era prima hermana de Juan Mora, el papá de Colacho. Eran bisnietos de Rafaela Herrera”, asegura Rosa Marina, de 69 años.

Cuando eran niños y asistían a la escuela, en la clase de historia la profesora anunciaba: “¡Aquí tenemos unos parientes de Rafaela Herrera!”, se acuerda Francisco. Y algunos compañeritos se reían, incrédulos, pero otros los felicitaban.

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La familia Mora Chavarría, de Masatepe. Hijos, nietos y bisnietos de Carlos José Mora, quien a su vez era hijo de Rosa Mora, prima hermana de Juan Mora, bisnieto de Rafaela Herrera.

Rosa Marina solía visitar a su abuela Rosa en su casa de la Managua preterremoto y de ella escuchó por primera vez la historia de un “cuadernito negro con letras doradas” que contenía detalles sobre las propiedades que Rafaela Herrera recibió por haber defendido la Fortaleza del Castillo.

El cuaderno —dice— hablaba “de una tabacalera y una caballeriza en Guanacaste”; sin embargo, a falta de pruebas, “el libro de oro” de los Mora ha quedado como una leyenda familiar. “Mi marido es loco picado”, admite Rosa Marina, y a veces cuando se echa unos tragos, grita: “Somos parientes de Rafaela Herrera. ¡Nos robaron las tierras!”.

Lo cierto es que solo se conoce de dos propiedades que pertenecieron a Rafaela, con nombres que casualmente se parecen a los que mencionan los  Mora Chavarría: la hacienda La Calera, antes conocida como El Guanacaste, y la hacienda Los Malacos. La primera se encuentra entre Santa Teresa y Nandaime. La otra en Granada. Carlos III le entregó estas tierras, después de que la viuda  suplicara “clemencia”.

La Calera “siempre  fue ganadera. Rafaela Herrera no la logró desarrollar porque fue viuda y sus hijos no fueron emprendedores, uno se dedicó a andar en los botes ahí en el lago de Granada, otro supuestamente no hizo nada. Parece que ella tuvo que venderla”, cuenta Juan Ramón Arnesto Soza, dueño de la hacienda desde hace 22 años.

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En este momento de su vida, a Nicolás no podrían importarle menos las propiedades que alguna vez fueron de su famosa tatarabuela. Tampoco le importaban antes, cuando vagabundeaba por las calles de Masatepe, descalzo, sucio y mechudo, con un saco al hombro. En el pueblo es conocido por sus muchos años de indigencia, y por ser pariente de Rafaela. Pero algunos también lo recuerdan como el Cristo de las Judeas.

“Salir en la Judea era ser un personaje, y además él era Jesús. La gente lo escogía por su físico. Él se dejaba crecer la barba” y llegado el gran día, “le ponían una peluca”, recuerda Roberto Sánchez Ramírez, quien fue amigo y compañero de juegos de Nicolás. De niño era “dundo, medio curcucho, pero bien buena gente”, y ya de grande “se posesionó del papel de Jesús”. “No iba a cantinas ni a prostíbulos, pero sí iba mucho a las procesiones, de manga larga, y camisa blanca”.

Cuando no estaba ocupado siendo Jesús, Nicolás lustraba zapatos en el parque de Masatepe, y era el que más brillo les sacaba.

—Nicolás, ¿cuántos años tiene usted?

—Tengo 29 años —afirma, sentado en el corredor del hogar de ancianos Horizonte.

—¿Y a qué se dedica?

—A buscar trabajitos, ya me mandaron a llamar de Masatepe. Voy a irme para ver si allá me acomodo. Lustro zapatos. Me acaban de robar todo. Mi cajita, ahí tenía las dos cajas de pasta. Pero no hay que andar con cólera ni nada... ¿Ya vio la cruz que me tienen en Masatepe? Me van a presentar como Jesús. Nicolás va a recibir la cruz. Oh, cruz, bendita, venite a descansar en mi hombro. En el nombre del padre, del hijo, que Dios los bendiga...

A veces también se acuerda de su hermana Priscila. Hace muchos años ella no vive en Masatepe. Reside en Chinandega y casi nunca llega al pueblo.

Después de que sus padres murieron, Nicolás perdió el terreno que la familia tenía en la Calle Ronda. Todavía estaba lúcido cuando le contó a Roberto Sánchez Ramírez que un día un militar enviado por Anastasio Somoza García se le llevó los documentos y nunca más los volvió a ver. Según doña Melba Ramírez Flores, lo que pasó fue que vendió la tierra y quiso ser prestamista, pero nadie le pagó. “Ni siquiera sabe quién le quedó debiendo sus realitos. La gente es mala”.

Más tarde empezó a deambular y fue entonces que el pueblo empezó a hablar más de él y sus orígenes. “Tal vez si hubiera tenido dinero le habrían hecho algo de bullita”, dice doña Melba. Aunque fuera en septiembre.

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Cuando doña Melba Ramírez Flores cumplió 80 años fue a visitar a Nicolás Mora al asilo. “Ahí lo tienen bien cuidado. Está hermosísimo, ¿verdad?”, dice.

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No tiene hijos y nadie de su familia llega a preguntar por él. Pero algunos masatepinos que le tomaron cariño, lo visitan en el asilo y le llevan baterías para su radio. Él quiere volver al pueblo y todos los días se acerca al portón del Horizonte esperando que alguien lo lleve. “El día que muera don Nicolás va a quedar aquí sepultado, a menos que lo vengan a reclamar. Nosotros tenemos bóveda aquí en San Marcos”, comenta en voz baja Blanca Concepción Cerda, directora del hogar, mientras observa al anciano caminar por el jardín.

Nicolás avanza a pasitos melancólicos, cortando “teresitas” para adornarse las orejas. Las flores le gustan casi tanto como el café negro que exige cada tarde.

—Nicolás, ¿usted sabe quién fue Rafaela Herrera?

—Claro —dice—, era una profesora que dio clases en Granada—. Y sonríe desde algún lugar de su memoria.

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Sus parientes no llegan a preguntar por él, pero de vez en cuando recibe visitas de algunos masatepinos que le tomaron cariño y le regalan detallitos. Siempre está pidiendo café y que lo lleven de regreso a Masatepe. Todavía le gusta rezar.

Rafaela contra los ingleses

Es la heroína más conocida de Nicaragua. La figura de Rafaela Herrera, imaginada por dibujantes, ha aparecido en billetes y en septiembre decora murales escolares. Era española, nacida en Cartagena de Indias, y su padre y su abuelo también eran españoles.

Su hazaña fue defender el Castillo de la Inmaculada Concepción, en el río San Juan de Nicaragua, cuando era atacado por invasores ingleses y aliados miskitos, en julio de 1762. Con solo 19 años se puso detrás del cañón para iniciar la defensa de la fortaleza, y hundió una nave del enemigo. Vino a Nicaragua con su papá cuando tenía 10 años de edad y nunca más se fue. En Granada se enamoró del español criollo Pablo Mora, y aquí quedó su descendencia.

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