Salvadora Debayle: La matrona de los Somoza

Reportaje - 13.12.2015
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Nieta de presidente, esposa de otro presidente y madre de dos presidentes más, Salvadora Debayle Sacasa fue la “mujer fuerte” del siglo XX en Nicaragua. Todo comenzó cuando la joven aristócrata se rebeló contra su familia para casarse con un plebeyo

Por Amalia del Cid

Los guardias sabían dónde encontrar la ropa que Salvadora Debayle Sacasa descartaba: en bultos flotantes arrastrados por las mansas aguas de Tiscapa. Todos los jueves nadaban para pescar los paquetes que la primera dama arrojaba a la laguna cuando volvía de hacer sus obras caritativas en el Leprocomio. Nomás entraba a la casa pasaba directo al baño diciendo: “No se me arrimen, no se me arrimen”. Metía su ropa en bolsas de basura, se echaba alcohol y se lavaba el pelo, porque no se le quitaba la idea de que un día de esos iba a contagiarse de lepra.

En el Leprocomio repartía comida y ayudaba en los bautismos. Su hija mayor, Lillian Somoza Debayle, lo cuenta en el libro La Hija del Dictador, de Gabriel Traversari, donde en entrevista describe los pormenores de la relación amor-odio que tuvo con su madre, una mujer convencional y a la vez compleja, “muy caritativa” con los necesitados pero amante de las sábanas de lino y los vestidos parisinos y con la habilidad asombrosa de rezar “una misa entera” mientras se aplicaba pomadas en la cara. En el testimonio de Lillian también queda claro que Salvadora sentía una marcada predilección por sus dos hijos varones, Luis y Anastasio, y leyendo entre líneas puede deducirse que era irascible, impulsiva y voluntariosa.

De joven se rebeló contra su aristócrata familia para casarse por amor con Anastasio Somoza García, quien por entonces era poco menos que un “pobre diablo”, en palabras del historiador Roberto Sánchez Ramírez. Y muchos años más tarde, cuando la vida de su esposo se apagaba en un hospital de Panamá, mantuvo la suficiente entereza para ordenar a sus hijos que siguieran los caminos que el padre de la dinastía había dejado trazados.

Agustín Torres Lazo narra este episodio en su libro La saga de los Somoza. Cuando se hizo evidente que la condición médica de Anastasio Somoza García era irreversible y que el dictador corría irremediablemente hacia la tumba, su yerno Guillermo Sevilla Sacasa llamó por teléfono a Luis Somoza Debayle para informarle que Chema Castillo se dirigía a Nicaragua con el documento que certificaba la incapacidad de Tacho, necesario para que el Congreso lo nombrara (a Luis) “presidente encargado”. Sevilla Sacasa explicó la situación, pero, según Torres Lazo, lo hizo con una diplomacia cantinflesca que le permitía hablar mucho sin decir nada:

“Tú sabes, Luisito ¿ah? La situación es sumamente delicada. El enfermo se mantiene en una condición estable ¿ah?, pero su mamá y la Lilliancita son mujeres muy cristianas y tienen mucha fe. Pero nosotros ¿ah? debemos estar preparados para cualquier cosa. ¿No cree usted, cuñado? Dentro de poco sale un avión especial que nuestros amigos, tú sabes ¿ah? nos han ofrecido muy gentilmente. ‘Chemita’ Castillo lleva un documento muy importante ¿ah? muy importante. Hay que manejarlo con sumo cuidado y, claro, tú y ‘Tachito’ ¿ah, cuñado? deben ser prudentes y actuar con mucha calma, ¿ah...?”.

En ese momento, afirma Torres Lazo, doña Salvadora perdió la paciencia, le arrebató el teléfono a su yerno y con “voz segura y dominante” orientó a su hijo:

—Luis, ya ustedes saben lo que tienen que hacer. Amárrense los pantalones y no se dejen fregar por nadie.

Salvadora Debayle Sacasa, en esto coinciden quienes la conocieron, tenía un temperamento de hierro. Y para algunos, como el historiador Nicolás López Maltez, desde su bajo perfil incidió en las decisiones de su esposo mucho más de lo que se pueda creer. “Somoza García era un poco blandengue, como Somoza Debayle. No eran las fieras que dicen. Ella fue siempre su fortaleza”.

A lo largo de su intensa vida, Salvadora fue musa de Rubén Darío, sobrina, nieta, esposa y madre de presidentes, mujer poderosa y anciana exiliada. Para bien o para mal, un personaje de importancia indiscutible en la historia de Nicaragua.

Anastasio Somoza García y Salvadora Debayle Sacasa durante un juego de bingo.
Anastasio Somoza García y Salvadora Debayle Sacasa durante un juego de bingo.

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Por esas cosas del destino o del azar, según se mire, un día cualquiera, hace casi cien años, un mozalbete sanmarqueño muy bien trajeado, con peinado de figurín y más encanto que fortuna, conoció en el cuarto de un hospital de la fría Filadelfia a una muchacha leonesa. Logró colarse en esa habitación gracias a su amistad con el hermano de la joven y a que su alcahueta casera resultó ser una de las regentes del hospital.

Pero ni el destino ni el azar tendrían aquí más relevancia de la que poseen en cualquier otra historia, de cualquier otro ser humano, de no ser porque aquel joven era Anastasio Somoza García y la muchacha que lo observaba con desdén desde su cama de convaleciente, nada menos que Salvadora Debayle Sacasa. Estaba escrito que él sería un dictador y ella, la mujer que lo acompañaría hasta el último de sus días.

Somoza había llegado a Estados Unidos en 1913, “con más corazón que reales”, pues su padre, Anastasio Somoza Reyes, lo alejó de Nicaragua tras enterarse de que se había presentado como voluntario para participar en el levantamiento del general Luis Mena (la famosa Guerra de Mena), cuenta Nicolás López Maltez, quien trabajó como fotógrafo para los Somoza y fue amigo de Luis Manuel Debayle Sacasa, hermano de Salvadora.

“Allá Somoza tiene un pariente de su papa, toma un curso de asistente de contador y hace cualquier trabajo. Llegó a ser hasta estibador del muelle”, asegura López Maltez. “Entre otras cosas fue vigilante de la carga de contrabando de ron de Puerto Rico a Filadelfia. No era el dueño. Su misión era que los marinos no se robaran el ron, porque había una ley seca en Estados Unidos. Trabajaba con unos contrabandistas y se le pegó como masate a Luis Manuel Debayle, el cónsul honorario”. Según el historiador, fue Luis Manuel quien le encargó al joven Anastasio que hiciera de mandadero de Salvadora Debayle, en esos días hospitalizada por una reciente apendicitis.

Pero Isabel Leitemburge, regente del hospital y casera de Somoza, también hizo su parte. Le pidió a Sony (así llamaba a su inquilino) que diera compañía a la mayor de las hermanas Debayle Sacasa durante su recuperación. En la entrevista que aparece en el libro Historia de la Guardia Nacional, de López Maltez, la propia Salvadora cuenta cómo ocurrieron las cosas.

“La señora Leitemburge me llevó a ‘Tacho’, mi primera impresión fue que se trataba de un muchacho pretencioso; vestía de manera impecable, de acuerdo con la última moda. Llevaba zapatos combinados en blanco y negro, pantalón blanco y chaqueta azul de casimir e iba muy bien peinado. Estando frente a mí, doña Isabel le dijo: ‘Quiero que te enamores de esta muchacha; no quiero que te cases con una norteamericana’. Días después, un domingo, me acompañaba mi hermana Margarita. ‘Tacho’ llegó con un queque y un sweater muy bonito, rayado en negro y en terracota, pidiéndome que le aceptara esos obsequios que él había comprado especialmente para mí. Yo no los quería tomar; me parecía incorrecto recibir regalos de un muchacho al que estaba conociendo, pero mi hermana me hizo aceptarlo como gentileza de amigo”.

Poco después, relató Salvadora, se vieron en una fiesta de fin de año. Tacho llegó a saludarla y ella lo despreció.

—Estoy enamorado de usted —dijo él.

—Vaya a enamorar a otra —replicó ella.

—¿Bailamos?

—No. Usted me acaba de conocer.

“Allí corté el diálogo, pero él no se dio por vencido. Sacó a bailar a mi hermana Margarita para pedirle que me convenciera. Margarita me transmitió todo lo que él le había dicho, pero yo me mantuve firme. No le creo, quiere engañarme, debe tener otra novia, dije, y no lo acepté”.

Como sus galanteos no surtían efecto, Anastasio decidió invitar a salir a Margarita Debayle Sacasa para poder ver a Salvadora, quien siempre iba de chaperona. “Pero aquella mujer ni caso le hacía”, cuenta Lillian en La Hija del Dictador. La paciencia de Somoza se iba agotando y finalmente le soltó a Margarita un reclamo que de paso muestra en qué situación económica se encontraba en esa época: “Mirá, Márgara, decile a tu hermana que yo tengo que empeñar desde mi reloj de leontina hasta mi anillo para poder llevarlas al cine y que me complace mucho, pero que por lo menos tenga la decencia de hablarme de vez en cuando”.

Pobre y todo el sanmarqueño siguió insistiendo y al cabo Salvadora bajó sus defensas. A partir de entonces luchó a capa y espada para proteger su relación, en un tiempo en que los padres todavía decidían con quién se casaban sus hijos y se pensaba que las señoritas debían ser modosas y obedientes.

Según sus biógrafos, Salvadora y Anastasio se casaron el 31 de agosto de 1919, cuando él tenía 23 años y ella 24. Nicolás López Maltez asegura que fue en Filadelfia, en una sencilla boda civil y sin el consentimiento de sus padres. Lillian Somoza, en cambio, afirmaba que al volver a Nicaragua todavía eran novios.

1919. Foto de la boda civil de “Tacho” y Salvadora, tomada en un estudio en Estados Unidos, según el historiador Nicolás López Maltez.
1919. Foto de la boda civil de Tacho y Salvadora, tomada en un estudio en Estados Unidos, según el historiador Nicolás López Maltez.

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Ana Salvadora Debayle Sacasa, nacida el 27 de mayo de 1895, fue la segunda de los ocho hijos (cuatro hombres y cuatro mujeres) de Luis Henry Debayle Pallais y Casimira Sacasa Sacasa. Es decir, provenía de dos clanes de la más alta clase social y política de León. Su padre, conocido como el Sabio Debayle, era célebre por haber estudiado en Francia y se le consideraba un cirujano casi milagroso. Además tocaba el piano, escribía versos y era amigo íntimo de un poeta llamado Rubén Darío. Doña Casimira, por su parte, era una matrona de vestidos elegantes y toallas francesas, pulcra como la que más y, sobre todo, hija del expresidente Roberto Sacasa Sarria.

Naturalmente no les causó gracia la idea de emparentar con un plebeyo y cuando Salvadora y Anastasio volvieron a Nicaragua se opusieron a la relación. Hubo una pequeña guerra en la casa de los Debayle Sacasa cuando la hija mayor enfrentó a su padre y en protesta lanzó un quinqué contra el piso. Estuvo encerrada bajo llave durante varios días, para ver si entraba en razón, pero no hubo caso. La boda eclesiástica se realizó en 1920 en la Catedral de León, gracias a que un nuevo personaje entró en escena. Todos los historiadores, detallitos más, detallitos menos, cuentan la misma anécdota:

Los Debayle Sacasa, con más blasones que doblones, eran una familia económicamente venida a menos que necesitaba hacer préstamos para sostener su estilo de vida y se los hizo a Fernando Sánchez Reyes, acaudalado tío de Anastasio Somoza García. Un día este señor llegó a la casa del Sabio Debayle y anunció: “Aquí vengo a que me pague”. Cuando el doctor, perplejo, le preguntó por qué tanta premura si él estaba al día con sus cuotas, don Fernando respondió: “Si mi sobrino no es bueno para casarse con su hija, tampoco mi dinero es bueno para usted”.

Se casaron pues y a pesar de lo que tuvieron que superar, años más tarde Salvadora y Tacho se opusieron al matrimonio de su hijo Anastasio Somoza Debayle con la hermosa Bertha Zambrano y lo hicieron unirse con su prima Hope Portocarrero Debayle.

El matrimonio con Salvadora le dio a Anastasio Somoza García un estatus que no tenía y acceso al círculo aristocrático, pero al parecer todavía después de la boda por un tiempo siguió siendo un “pobre diablo”. Laboró para la Compañía Eléctrica de León, buscando conexiones ilegales, y ese “fue su trabajo más decente”, señala López Maltez. También fue inspector de sanidad, que consistía en andar revisando letrinas para comprobar que la gente había depositado en los pompones la reglamentaria media cuarta de creolina. Y, con todo, Salvadora no renegaba de su marido. O, al menos, no se tienen pruebas de que lo hiciera.

De acuerdo con el libro Historia de la Guardia Nacional, la suerte de la pareja cambió gracias a que Anastasio era primo de José María Moncada, lo que le permitió acercarse al poderoso coronel Henry Lewis Stimson para ponerse “a la orden” y mostrarle “su picardía, su dominio del inglés, su conocimiento de Estados Unidos y su potencial utilidad”. Además, durante su período presidencial (que empezó en 1929) Moncada lo elevó a jefe político de León y luego lo puso en otros importantes cargos, “por recomendaciones y presiones” del embajador estadounidense, Matthew E. Hanna. Después Somoza fue colocado por Estados Unidos en la jefatura de la Guardia Nacional —a la que terminó convirtiendo en cruel instrumento de sus intereses personales y familiares— y de ahí pasó a la Presidencia, no sin antes mandar a ejecutar a Augusto C. Sandino y darle golpe de Estado a Juan Bautista Sacasa, tío de Salvadora, pero esa es otra historia.

O tal vez no. Tal vez las decisiones que sentaron las bases de una dictadura de más de cuarenta años algo tuvieron que ver con Salvadora Debayle Sacasa.

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1929. Para el historiador Nicolás López Maltez, esta foto refleja la posición de Anastasio Somoza García dentro de la familia Debayle Sacasa en los primeros años de su matrimonio, pues mientras los demás posan con sus parejas, él aparece apartado y es el único que ve hacia otro lado (extremo derecho, arriba). Salvadora es la tercera en la fila de abajo (de izquierda a derecha); Lillian, la primera, y Luis y Anastasio están sentados frente a Margarita Debayle.

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“Yo sí creo que ella tuvo incidencia en las decisiones de Somoza García. En el seno de la familia descuella la figura de Tacho por todo lo que él era, pero él nunca pudo olvidar ni pudo ignorar que él era un intruso en esa familia y que si estaba ahí fue por haberse casado con la Salvadora, porque eso le dio acceso”, analiza el historiador Bayardo Cuadra. “La relación personal íntima con Somoza, aunque no está escrita, refleja que ella en alguna forma controló”.

Cuadra considera que aunque Salvadora no “hacía mucha exhibición pública del poder que podía tener en las decisiones de Somoza”, sí lo tenía. “Estoy seguro”, dice. “La prueba es que Somoza nunca se le opuso a ella en nada. Tal vez no lo pudo convencer en muchas cosas que eran de alta política, porque no era su fuerte, pero sí en cuanto al comportamiento y contenerlo y hacerlo más razonable”.

No es posible, sin embargo, conocer la magnitud de la influencia de Salvadora, sostiene el historiador. Para él, fue “por lo menos un elemento de contención, en el sentido de manejar a su marido dentro del ámbito familiar y un poco más allá, a su alcance, incidir en las decisiones de Tacho viejo”.

Nicolás López Maltez va más lejos y asegura que la esposa de Somoza García fue su fortaleza, la persona que lo apoyó cuando se enfrentó a la misión de ejecutar a Sandino y la que “lo empujó a dar el golpe de Estado a su tío Juan Bautista Sacasa”. Después de todo, dice, hablamos de la mujer que el 21 de septiembre de 1956, cuando Rigoberto López Pérez “le pegó cuatro balazos a su marido, llamó por teléfono a sus dos hijos y les dijo esto: ‘Ustedes no se muevan, ustedes se quedan en Managua y me aseguran a la Guardia y al Gobierno, yo me encargo de su papa’”.

Sin embargo, Roberto Sánchez Ramírez, también historiador, cree que la incidencia de Salvadora no era mucha. “Los dictadores son bien individualistas”, argumenta. “Ella hacía su papel de primera dama, muy elegante, porque nunca dejó de ser una Debayle Sacasa, altiva, saludaba a la distancia, un pavorreal”.

“Yo la conocí bien, mi familia era del Gobierno. No creo que haya tenido mayor influencia en las decisiones de Gobierno. Únicamente lo hizo a favor de su familia. Los Debayle gobernaron este país y los Sacasa. Estaban en todo. Sus hermanos eran embajadores, sus sobrinos también. Cuando muere doña Casimira (su mamá) hubo un tren expreso a León para ir a las honras fúnebres de esa señora. Pero ella (Salvadora), influir en la política de Estado, no creo... no creo...”

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Era celosa, tremendamente celosa y “bastante ingenua”, razones suficientes para sufrir por el carácter pícaro de su esposo. Odiaba los chistes de doble sentido, porque para ella “eran una falta de respeto”. “Lo que pasa es que, en realidad, no los entendía”, comenta Lillian Somoza Debayle en La Hija del Dictador. En el libro de Gabriel Traversari reconoce que nunca tuvo una buena relación con su madre, que para Salvadora ella era el “demonio” y los dos varones, Luis y Anastasio, sus “querubines”.

Pueden encontrarse en el texto detalles que revelan el carácter fogoso de Salvadora. Por ejemplo, que una noche agarró a pellizcos a Tacho cuando él le tapó la boca a Lillian, todavía bebé, para que dejara de llorar. O que un día, cuando vio que su hija, entonces de 5 años, volvía corriendo de la calle, agitada y temblorosa, se acercó para darle una bofetada y preguntarle a gritos: “¿Qué estabas haciendo?”.

Lillian la describe como una mujer que “no te pelaba jamás una cebolla” ni era de “andar chineando” niños; que solo comía pollo (y Somoza solo carne) y desechaba sus vestidos cuando pasaban de moda; que era caritativa y que rezaba mucho, pero solo por su esposo y sus hijos (sin preocuparse nunca por Lillian); que dejó a cargo de su hija mayor el cuido de los dos menores, aunque la diferencia de edades era mínima, y que nunca habló con ella de lo que pasa en la primera noche de bodas, porque “¡Jesús, por Dios!”.

Salvadora Debayle con su hija Lillian Somoza.
Salvadora Debayle con su hija Lillian Somoza.

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En sus tiempos de gloria y poder muchos la llamaban Salvadorita o Mama Yoya, unos por cariño y familiaridad, otros por servilismo. En el oficialista diario Novedades se referían a ella como “ilustre matrona” y daban amplios reportes de cada una de sus apariciones en público, incluso cuando ya Tacho Somoza estaba muerto y la importancia de Salvadora Debayle radicaba en que era la madre de Luis y Anastasio. La invitaban a numerosos actos públicos y en 1966, a los 71 años, fue consagrada “Mujer de Nicaragua”.

En esa época “ya no se metía mucho con los hijos, pero ellos la respetaban. Ya estaba bastante entrada en años y a veces hablaba de una cosa y se brincaba a otra”, recuerda Porfirio Berríos, quien fue fotógrafo del diario Novedades.

Salvadora se negó hasta el último momento a salir de Nicaragua. “No puedo dejar solo a mi único hijo. Yo no me voy. Andate vos que tenés a tu marido y a tus hijos. Yo no tengo a nadie más que a Tachito”, le dijo a Lillian. Por esas ironías de la vida, vio morir a su esposo y a sus dos hijos y pasó sus últimos días en Washington, Estados Unidos, bajo el cuidado de la hija por la que menos se preocupó.

Lillian logró llevársela “días antes de que iniciaran los combates en mayo” de 1979, poco antes de la caída de la dinastía somocista.

“Al final del camino fui todo lo que le quedó. Yo y sus nietos. Ya en sus últimos años la bañaba, la vestía, la peinaba (…). Podía estar viendo una película y de repente pasaban imágenes violentas en la pantalla y mi mama empezaba a llorar como una niña porque se acordaba de mi papa y de mi hermano”, relata en el libro de Traversari. “No te pongás así, le decía yo (…). ‘Pero es que me he quedado sola en el mundo’, me decía. ¿Y qué soy yo, el pilar de esta casa nada más?’, le reclamaba indignada. ‘No hijita, no es eso. Pero es que no es chiche perder a tu marido y a tus hijos’”.

A veces, cuando notaba que su hija le daba demasiadas atenciones sentía culpa y le pedía: “Ay, amorcito, no estés aquí conmigo todo el tiempo. Viví tu vida”. Pero a Lillian le gustaba estar con su mamá, había comprendido que para Salvadora ella fue más “una compañera” que una hija. Un mes antes del final se dedicó a cumplir todos los caprichos de la anciana, pues los médicos le habían advertido: “Su madre no está enferma. Su corazón simplemente está empezando a fallarle. Deje que viva hasta que ella lo decida”.

La Mama Yoya murió en el exilio en 1987, a los 92 años de edad, y en su testamento legó todas sus propiedades a su hija. Se fue tranquila, “como una palomita”, agarrando la mano de Lillian. “Acababa de desayunar y de repente le entró un profundo sueño”.

—¿Te sentís bien? —preguntó su hija.

—Sí, hijita, es que estoy cansada —respondió ella.

—Dormite pues, amor... —dijo Lillian y la acomodó en su cama por última vez.

Origen de los Debayle

A mediados del siglo XIX, a la ciudad de León llegó el soldado francés Louis Emmanuel Debayle Montgolfier, quien pasó por Nicaragua cuando Napoleón III Bonaparte mandó a estudiar posibles rutas para el Canal Interoceánico (que finalmente se construyó en Panamá). En ese viaje se enamoró de Salvadora Pallais Bermúdez, a quien llamaban la Peineta, cuenta el crítico de cine Franklin Caldera, descendiente de los Pallais.

Salvadora debía el mote a sus dientes superiores, chiquitos y separados —señala el historiador Nicolás López Maltez—, y era hija de un francés asentado en León: Henri Pallais (tatarabuelo de Caldera). Louis cortejó a la muchacha, regresó a Francia y luego volvió para casarse con ella. Él y Salvadora fueron los padres de Luis Henry Debayle Pallais, papá de Salvadora Debayle Sacasa.

Louis Debayle Montgolfier nació en Francia en 1830 y murió en Nicaragua en 1893. Salvadora Pallais falleció el sábado 9 de diciembre de 1905. El diario El Comercio, de esa época, cuenta que a los funerales de ella asistieron cadetes, matronas, maestros, huérfanos, militares, magistrados, médicos, el club social, el jefe político de León y hasta el presidente de la República: José Santos Zelaya.

Sobre doña Yoya

Salvadora Debayle Sacasa era la mayor de cuatro hermanas. Le seguían Margarita, inmortalizada por Rubén Darío en el poema A Margarita Debayle; Blanca, cuya belleza fue célebre, y María. Su hermana más cercana era Margarita.
Rubén Darío escribió versos para Casimira Sacasa y Luis H. Debayle. También le dedicó un poema a Salvadora, pero no trascendió como el de su hermana. Se llama A Salvadora Debayle, aquí dos estrofas:

En esta vida de ansia infinita,
todos buscamos la salvación;
¡ay Salvadora, Salvadorita,
salva primero tu corazón!

Cuando resuene la hora suprema,
cuando te llegue la hora del amor,
no pongas hieles a tu poema,
no martirices tu ruiseñor.

Anastasio Somoza García acostumbraba molestar a su esposa con el poema, cuenta Lillian Somoza en La Hija del Dictador, de Gabriel Traversari. “Ay ‘Yoyita’”, le decía. “Qué sabio Darío (…). ‘Ay Salvadora, Salvadorita, no martirices tu ruiseñor. ¿Cómo habrá sabido ese hombre que me ibas a fregar tanto?".

El dictador y su esposa eran polos opuestos, describen quienes los conocieron. Él usaba sábanas de algodón, ella solo de lino. Él comía carne, ella solo pollo. Él era gran bailarín de charleston, mambo, foxtrot y buggy buggy, ella con costo bailaba un vals, la primera pieza. Él tenía arte para socializar; ella era más bien distante.

En el libro Lillian comenta que cuando le llegaron rumores de que su papá tenía aventuras con otra mujer, lo confrontó, y Tacho, echándose a llorar “como un niño”, le respondió: “Yo no sería capaz, hija mía, estas son cosas de tu mama. Además, ¿vos creés que en mi posición me puedo dar el lujo de generar un escándalo?”.

Según Lillian, su mamá se dio cuenta de la existencia de José R. Somoza, el primer hijo de Tacho, tres años después de casarse con él, y “le escribió una carta garantizándole apoyo incondicional” a la madre del muchacho. Anastasio Somoza García estableció el 27 de mayo, cumpleaños de Salvadora, como Día del Ejército de la República. Y en La Gaceta del 26 de mayo de 1941 decretó que la fecha se celebraría como Día de Fiesta Nacional dedicado al Ejército.

Salió por una ventana

Entrega de la Embajada de Washington, como la narró el escritor Erick Blandón a la Revista 7 Días, en julio de 2003:
“Ya había caído la dictadura de Somoza (Debayle) y a mí me tocó ver a su hermana (Lillian), a su cuñado (Guillermo Sevilla Sacasa) y a su madre (Salvadora Debayle Sacasa) en el momento final, terrible y dramático de que se les terminaba para siempre el poder y el imperio de los Somoza (…). Venimos a tomar posesión de la residencia del embajador de Nicaragua en Estados Unidos (…).

Una empleada nos contó que la señora (Salvadora) se puso muy nerviosa, puesto que estaba bien anciana y muy excitada. Dijo que doña Salvadora no dejaba de repetir que ella sabía que los cachurecos se habían tomado el poder, (que) por eso ella siempre había pensado que después del asesinato de 1956, debieron haber eliminado a todos los cachurecos (...).

Hubo un momento en que estuvimos conviviendo allí en la misma casa, creo que fue durante dos días. En una parte de la casa estábamos nosotros (...) y en la otra seguían estando los anteriores ocupantes de la casa (…).

A la mañana siguiente no todo el mundo estaba presente, algunos compañeros nuestros habían salido porque andaban en otras actividades. En ese momento quedamos unas pocas personas y entonces vimos que en los jardines se empezó a mover una limosina, todo fue muy rápido, muy bien preparado. De repente me asomé por una ventana del lado de la cocina y vi a doña Salvadora, a quien estaban bajando desde el cuarto de servicios en una especie de ascensor hecho de mimbre.

Era muy anciana, pero iba muy bien maquillada, vestida con esmero. La estaban sacando de esa manera bastante incómoda porque ellos nunca la expusieron al contacto directo con nosotros. Tendrían sus temores, por ser la figura que ella representó en Nicaragua. Ella iba bajando con mucha serenidad, totalmente silente. Fui la única persona que tuvo un contacto visual con ella, durante un breve tiempo. Luego se la llevaron en la limosina”.

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