En 1998 el deslave del volcán Casita arrasó dos comunidades enteras. Más de dos mil personas quedaron sepultadas en el lodo. Entre los supervivientes hay historias de éxito y de quienes dicen sobrevivir un día a la vez 18 años después de la tragedia
Tammy Zoad Mendoza M.
Antolín Díaz, de 57 años, se para al centro y empieza el recorrido imaginario. A ambos lados del ancho camino de tierra señala casitas en medio de solares divididos por cercos. Detrás de los solares divisa campos pardos recién arados o verdes anunciando cosecha. “Aquí los Gaitán, allá los Solano, más adelante la iglesia, la escuela”, dice Antolín. Habla de una comunidad rural en el ajetreo diario. Es lo que él dice ver, lo que recuerda.
Lo que se ve realmente entre los cañaverales, los plantíos de frijoles y la maleza son cruces sembradas en lo que alguna vez fueron los patios de las casas. Cruces de madera, de hierro, con flores. Una, dos, tres, siete cruces en hilera. “Ahí se fue la familia completa”, comenta Antolín. Como la de él: siete hijos, su esposa y sus padres. Todos arrastrados por el alud que bajó del cerro aquella mañana del 30 de octubre de 1998 y borró las comunidades Rolando Rodríguez y El Porvenir, de Posoltega, Chinandega.
La de Antolín es la historia de cientos que lo perdieron todo en cuestión de segundos: casa, alimentos, familia. Una historia de dolor, pero también de fortaleza y para algunos con final prometedor. Kelvin Maradiaga es ejemplo de ello. Tenía 11 años, seis hermanos, madre y padre, pero ese día quedó solo en medio del lodazal. Solo luchó por su vida y luego se reencontraría con el único hermano que sobrevivió. A sus 29 años cuenta la historia desde Jalapa, Nueva Segovia, en la franja fronteriza donde dirige un proyecto de un organismo internacional. Logró salir del lodo y de su comunidad. Pero otros no tuvieron el mismo destino y viven enfrentados al volcán que les cambió la vida.

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Lluvia. El cielo permanecía encapotado y el ruido ininterrumpido de la lluvia era como el molesto zumbido de un mosquito. Parecía que todas las nubes furiosas se habían sincronizado para instalarse sobre este valle hasta descargar su última gota.
En la radio hablaban del paso del huracán Mitch, una onda tropical que se formó en el océano Atlántico a inicios de octubre y para el 24 de ese mes se había convertido en un huracán categoría 5, la máxima en la escala Saffir-Simpson, que clasifica los ciclones tropicales según la intensidad del viento. El huracán Mitch iba azotando Honduras y Nicaragua con tormentas y vientos a más de 200 kilómetros.
En comunidades como la Rolando Rodríguez y El Porvenir, de Posoltega, Chinandega, los caminos eran surcados por fuertes corrientes de agua, los ríos se desbordaron y los cauces naturales mordisqueaban poco a poco los patios de las casas. La familia Maradiaga González se había dividido buscando refugio en casas vecinas porque la suya estaba a punto de ser tragada por el cauce con el que limitaba. Kelvin estaba asilado con sus padres, un hermano mayor y sus hermanos menores, gemelos, en un galerón que era comedor popular. Estaban dentro cuando oyeron el estruendo.
Luego vieron al gentío correr despavorido, gritando, tratando de escapar del deslave que bajaba del volcán Casita y arrasaba con todo a su paso.
“¡Andate, chiquito!”, le gritó su padre, que no podía caminar tras un accidente con una motosierra. Su hermano mayor agarró a los gemelos. “¡Andate!”, le ordenó otra vez su padre. Un enorme árbol de ceibo se derrumbó frente al comedor y Kelvin reaccionó. Salió por la puerta trasera y se escurrió entre los cercos de alambre. En la casa vecina estaba un niño y una niña pequeñita. “Agarré a la niña y me crucé el cerco con ella, los alambres me agarraron la espalda, pero seguí”, cuenta Maradiaga.
“Miré la ola negra, corrí y me metí a una casa que tenía forma de L, cuando estaba en la esquina sentí el golpe en la espalda, el lodo me agarró, me estrelló contra la pared y me arrebató a la niña”, recuerda Kelvin, quien asegura que nunca perdió la consciencia.
Fueron segundos, así como cuando en el mar una ola lo hace perder el equilibrio, lo bota y otras más lo envuelven, lo revuelcan. Así, dice Kelvin, pero diez veces más fuerte, más doloroso y asfixiante. La ola de lodo botaba, arrastraba, inmobilizaba. Ojos, nariz y boca tapados de lodo.
“Me morí, pensé, pero logré sacar la cabeza y sentí que la corriente me tiró a un lado, me detuvo en un carreta vieja y me quedé ahí no sé cuánto tiempo”, cuenta. Cuando abrió los ojos distinguió el plantío de bananos en el que estaba, tenía la pierna izquierda herida, pero aún no sentía dolor. Se lavó la cara en una charca y empezó a caminar.
“Todo había desaparecido bajo el lodo. Ver aquello era desolador, un sentimiento aplastante, pero el terror de morir ya lo había pasado, no podía quedarme ahí”. Caminó entre cadáveres de gente y animales. Una mano, una pierna, un quejido ahogado bajo el lodo espeso.
Fueron más de 1,200 milímetros de lluvia, según algunos reportes. El cono del volcán Casita se recargó de agua, la tierra no soportó y luego de seis días de lluvia la capa superficial se rompió. El deslizamiento fue tal que arrancó el bosque y las dos comunidades. Las cifras oficiales nunca fueron exactas, se habló de hasta 2,800 muertos por el deslave, más cientos de damnificados y daños millonarios.
En su momento se señaló la irresponsabilidad de las autoridades del gobierno del presidente Arnoldo Alemán al desatender las llamadas de alerta y ayuda que habría realizado la entonces alcaldesa de Posoltega, Felícita Zeledón. No le creían que en el lugar parecía haberse roto el cielo ni que del volcán los pobladoras oían ruidos raros y que la gente estaba atemorizada. El estruendo final anunció la catástrofe.
Kelvin caminó largo rato solo, subió una colina, llegó hasta una casa donde estaba una familia con una niña enlodada, igual que él, pero con el ojo fuera de su cuenca. Siguió y más adelante se encontró a Adriana, una compañera de clases del quinto grado. Caminaron hasta llegar a un campamento de autoevacuados, donde los recibieron. Ahí permanecieron hasta el domingo, entre el llanto y los quejidos de otros, con hambre, frío y sintiéndose morir, esta vez del dolor.
A sus 29 años Kelvin Maradiaga es ingeniero en Alimentos, tiene un máster en Seguridad Alimentaria y un posgrado en Formulación y Evaluación de Proyectos. Los fines de semana viaja a León para ver a su esposa y su hija. Tenía tenía 11 años cuando fue arrastrado por el alud del volcán Casita que enterró a su familia.

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Si salvarse de aquella mole es visto como un milagro, decir que toda la familia sobrevivió es algo portentoso. La familia de Isidora Acosta, de 67 años, quedó completa. De sus nueve hijos, seis vivían con ella y su esposo Benjamín Chávez, en la comunidad El Porvenir. Tres de ellos son ahora sus vecinos en la comunidad Santa María, a más de 15 kilómetros de su lugar de origen, donde fueron reasentados.
Santa María es un caserío con más de 300 familias, al menos la mitad víctimas del deslave. Está detrás de un cañaveral que en tiempo de zafra les da trabajo, pero cuando no hay cosecha trabajan por temporadas en otros cultivos o en construcción. Otros deciden migrar a los países vecinos cuando la situación del desempleo se vuelve agobiante. Los de mayor edad y los que están enfermos, como don Benjamín Chávez, quien padece de insuficiencia renal crónica, viven de la caridad de la familia que les queda.
“La vida allá era feliz”, dice pesarosa Isidora Acosta. “Uno criaba a sus animales allá y pasaba uno tranquilo. Tenía su tierrita para sembrar y comer, sembrar y vender. Aquí no hay lugar para nada”, reclama desde su casita de bloques; en las casi dos décadas después sigue añorando el caserón, el solar, su viejo El Porvenir. “Uno no es de aquí y tampoco puede volver al cerro, porque es peligroso”.
Además de la vivienda, provisiones temporales y la atención médica, Isidora dice que algunos de los damnificados recibieron atención psicológica. “A mí me sirvió mucho, porque yo me despertaba en la madrugada gritando, saltaba de la cama y corría, lloraba mucho. Me descontrolé”, admite.
Doña Isidora estaba en el fogón cuando oyó los gritos de su hija Azucena en la calle y se salió, entonces la vio corriendo horrorizada con su bebé de 40 días en los brazos. Cuando se giró para huir de la masa oscura que se deslizaba por el lomo del cerro sintió un golpe fortísimo en la espalda y sus piernas se dejaron de mover. Se agarró de un árbol y no se soltó hasta que la corriente se detuvo.
Azucena, quien entonces tenía 21 años, le había pasado el bebé a su esposo antes que la arrastrara el lodazal, pero a él también lo revolcó y le arrebató al bebé de las manos. Metiendo los brazos en el lodo, siguiendo el llanto ahogado, Azucena sacó a su bebé de las entrañas del lodo. Ese día Pedro Pablo volvió a nacer, esta vez de la tierra. Tiene 18 años, es moreno, cabello negro y una cicatriz atraviesa su pómulo derecho, como recuerdo físico de haber sobrevivido, pero él no recuerda nada. Su madre no habla de eso, llora, se descontrola o se sume en un profundo silencio. “Ella quedó malita. No puede hablar de eso, no lo ha superado”, comenta doña Isidora a manera de disculpa.
“Los fenómenos naturales siempre han ocurrido y seguirán ocurriendo, pero situaciones como esta muestran la poca capacidad de prevenir desastres humanos por falta de planes de seguridad y cuando ocurren hay una deficiencia en el tratamiento de la salud mental y falta de planes de desarrollo humano”, advierte el sociólogo Cirilo Otero.

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Tenía unos seis años cuando su padre, motosierrista, se lo llevaba como compañía al trabajo en el campo. “Yo quiero que mi hijo sea abogado”, le decía. Kelvin Maradiaga, de 29 años, recuerda con cariño aquella época, la misma en la que después de la escuela se iba al patio con sus siete hermanos, trepaban a los árboles y jugaban tirándose entre las ramas.
A los 11, de repente, se vio sin padres, con un solo hermano, Eddy, y sin casa. Un tío los buscó, los encontró en el hospital y se los llevó a León. “Muchos pasamos por esa tragedia, unos vimos el evento como un quiebre, un salto en el tiempo, una oportunidad más, pero a otros el tiempo se les detuvo. Quedaron anclados en aquel día, no pudieron enfrentar la situación”, comenta Kelvin.
Terminó la primaria en León y por su entusiasmo y buenas calificaciones la directora le pagó los primeros meses de primer año del bachillerato técnico en el Politécnico La Salle. Luego ganó y mantuvo una beca académica hasta completar el ciclo. Marcó Ingeniería en Alimentos como su primera opción en la UNAN-León. Ahora es máster en Seguridad Alimentaria y Nutricional y tiene un posgrado en Formulación y Evaluación de Proyectos. Está a cargo de la implementación de un proyecto del Sistema de la Integración Centroamericana (SICA) para la prevención de la violencia en la franja fronteriza del norte.
Pero para lograr eso tomó mucho antes decisiones que definirían su destino. Se negó a una operación que podía dejarle inmóvil su pierna izquierda, aprendió un oficio, vendió raspados por las calles de León e hizo de cobrador de buses en sus fines de semana libres. De noche estudiar, estudiar, estudiar.
“Pesa menos un lápiz que un machete, pero mi realidad siempre me hubiera ofrecido un machete. Yo siempre elegí el lápiz”, dice Kelvin. Su trabajo lo ha mantenido en contacto con aquella vida del campo que tantos buenos recuerdos le trae, dice que desde su profesión ha procurado mejorar la calidad de vida y ampliar los horizontes de los habitantes de las comunidades.
Va y viene entre Honduras y Nueva Segovia todos los días. Los sábados sale de madrugada hacia León, donde está su esposa e hija. Una o dos veces al año vuelve a la Rolando Rodríguez, pero nunca un 30 de octubre. “No hace bien remover recuerdos tristes, ese día la gente revive su dolor y se ha vuelto una actividad más política que conmemorativa a las víctimas”, señala Kelvin.
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En el libro Historias y memorias de los sobrevivientes del deslave del volcán Casita, de la psicóloga Josefina Murillo, los testimonios como el de Isidora se repiten. Como parte del equipo de atención a las víctimas, Murillo documentó las historias de los supervivientes que además del duelo por la muerte repentina, brutal y masiva de familiares, se enfrentaron a la pobreza extrema. Algunos desarrollaron alcoholismo, adicciones y hasta se mencionan casos de prostitución.
Entre los comportamientos identificados por el equipo de psicólogos que les atendió y en algunos casos les dio seguimiento, está el del bloqueo emocional que se resiste a tratar el trauma, los que se aferraron a la tragedia como si arrastraran todavía los pies en el lodo y los que casi dos décadas después siguen esperando que sus parientes aparezcan.
“Mi Lauris está viva. Me la arrastró la corriente, nos perdimos y cuando llegué al hospital no la encontré. La busqué en todos los refugios. Anduve en hogares de huérfanos porque me dijeron que la habían visto en León con una gringa que la quería adoptar. Se me la llevaron”, dice Estela Amador, de 70 años, abuela de Lauris Tercero Amador, quien ahora cumpliría 29 años.
Hace 18 años doña Estela llegó también a Santa María, Posoltega. Ella tiene una historia triste entre las más tristes. De los 15 hijos que tuvo, seis vivían con ella en El Porvenir. A tres se los llevó el alud y le tocó ver morir a uno. “Cuando me arrastró el lodo fui a parar a un árbol. Escuché que me decían ‘mamita, mamita, vení’, era mi muchacho, estaba con sus tripitas de fuera el pobrecito. Me dijo que lo perdonara si había sido mal y hijo y que le diera mi bendición”, cuenta Amador con la mirada perdida, acariciándose las manos. Le cerró los ojos, le besó la frente y siguió arrastrándose por el lodo. Tenía que buscar a los demás.
“Yo desde ese día, desde que estoy aquí, vivo por vivir”, dice y se sume en un silencio profundo con la mirada perdida en su jardín, el más verde y florido de la calle. Como a Estela Amador a muchos el tiempo se les detuvo a las 11:30 de la mañana del viernes 30 de octubre.

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“Allá hay una parte de gente que se regresó, están felices criando a sus animales y sembrando”, suelta como un reclamo Isidora Acosta, desde su casa en Santa María. Ella añora sus tierras, pero no volvería, le tiene miedo al volcán. “Aquí no hay vida, pero aquí vamos a morir”, dice.
Antolín Díaz, quien tiene nueva familia, una esposa y dos hijos, dice que tampoco volvería. A él no le ha ido nada mal. En Santa María instaló una venta que abastece de productos comestibles, tiene un billar y dos vehículos que ha comprado con mucho trabajo y esfuerzo. Siempre tuvo un espíritu de comerciante, en la vieja comunidad Rolando Rodríguez, la que él ve en su cabeza cada vez que llega de visita, tenía un solar de tres manzanas donde cultivaba frijoles, maíz y algunas frutas. Tenía su camioneta roja, un negocio próspero y una casona donde vivían sus siete niños y su esposa y un negocio próspero.
“Nunca voy a recuperar lo que tenía, pero tampoco podía echarme a morir. Dios sabe por qué hace las cosas. Me dejó solo, pero vivo. Estuve muy mal, muy mal, pero me devolvió las fuerzas para levantarme y aquí estoy. Extraño a mi familia, pero también amo a los que tengo ahora y doy gracias por estar aquí. No pienso volver al cerro”, dice Antolín Díaz.
Cirilo Otero, sociólogo, cree que fue una buena decisión no reinstalar a las familias nuevamente en las faldas del volcán Casita y que quienes volvieron, como la familia de Inés Vanegas y su vecina Danelia Mayorga, se exponen a muchos riesgos.
“En pláticas con la gente reasentada se quejan de que no tienen sus tierras, que no pueden tener ganado, que no es su estilo de vida, pero eso pasa también porque les dieron las cosas pero no se les orientó un plan de desarrollo comunitario. Como sociedad la gente se ha acomodado a las políticas asistencialistas que resultan ser una trampa, la gente se ha atemperado y pierde la capacidad de transformarse. No es toda su culpa, pero depende también de ellos cambiar su realidad”, advierte Otero.
En 18 años, El Porvenir se ha convertido en decenas de huertas. Maizales, cañaverales, frijoles y cruces. En la Rolando Rodríguez las familias que volvieron superan la docena. Viven como antes, de sus cosechas y del ganado, siguen sin agua potable, sin luz y sin miedo. “A mí el lodo me arrastró, a toda mi familia, pero nos reencontramos y decidimos volver. Nos dicen que si no tenemos miedo de morirnos en algún invierno si el cerro se vuelve a reventar, pero yo les digo que igual si me voy allá afuera no tendría vida”, sentencia Inés Vanegas, de 52 años, sobreviviente.
La Nicaragua traumada
Para el sociólogo Cirilo Otero, el país ha vivido por más de un siglo de estrés en estrés y de trauma en trauma. Guerras, terremotos, huracanes que han dejado un rastro de víctimas con traumas sin superar que derivan en otros problemas sociales, apunta el especialista.
“Ante cada situación que altera el orden emocional de las personas debe haber atención en salud mental, no solo por el tema del duelo, sino para hacerles reflexionar sobre sus realidades, sus limitaciones, pero sobre todo sus perspectivas a futuro, ver y buscar sus oportunidades más allá de la desgracia”, enfatiza Otero.
Según el sociólogo, un programa estructurado de atención a salud mental se trata, además de la atención psicológica, de implementar estrategias de desarrollo para ampliar la perspectiva de vida que tienen las personas que atraviesan estas situaciones, no solo de dádivas como un paliativo.
“El presidente Ortega ha sido uno de los grandes promotores de crear un estado de ánimo decadente en una sociedad que espera que el Gobierno solucione todo. Dar, sin un plan estructurado para que ellos mismo se proyecten a largo plazo, hace que la gente pierda la iniciativa. No hay que dejarlos sentados esperando a recibir, hay que darles ánimos y herramientas para que se levanten y avancen por sí mismos”, apunta Cirilo Otero.