Los últimos pescadores

Reportaje - 13.09.2015
Pescadores del lago Xolotlan , en Ba. de pescadores Los hermanos Ivan y Jose  Barrios.Foto Uriel Molina/LAPRENSA

Con más paciencia que suerte, un grupo de pescadores de Managua navega todos los días por el Xolotlán, el lago contaminado en el que nadie quiere nadar, pero donde ellos han encontrado su pan y su casa

Por Tammy Zoad Mendoza M.

La cicatriz que atraviesa su mejilla derecha lo hace ver más rudo, más viejo y huraño. Pero Wilfredo Pérez Cruz, de 64 años, es conversador y amable, siempre y cuando se le pregunte por lo único que sabe hacer en la vida: pescar.

Dice que de la vida en el lago hay muy poco que contar, porque para él es normal haber vivido más de cuarenta años sobre el Xolotlán, literalmente. Aquí en San Benito lo conocen como el Ñoco o como el hombre que vive en el lago, porque hasta hace poco su casa se levantaba en medio del lago sobre unas cuantas varas de guácimo y tigüilote. Era una choza que de lejos parecía levitar sobre el espejo de agua, como las casitas de “tambo” sobre la Costa Caribe. Ahora es una choza que la sequía dejó anclada en un estero que desemboca en el lago, es como un viejo barco encallado en una costa inhóspita.

“La vida del pescador no es fácil, pero aquí voy a estar lo que me quede de tiempo”, dice Wilfredo Pérez, el veterano de una docena de pescadores que llevan una vida solitaria a la espera de que los peces queden atrapados en sus redes.

Para ser pescador hay que tener más que paciencia, se requiere de técnica, fuerza y agallas para salir en una lanchita hecha de tablones de guanacaste y remar toda la noche. Los hermanos Iván y Douglas Barrios lo hacen dos veces por semana. A las 6:00 de la tarde salen del barrio Carlos Reyna, en Managua, y empiezan a remar por turnos hasta que llegan al punto elegido para soltar la red. En la negrura espesa de la noche deben saltar al agua para estirar la red de doscientos metros en la que después de “pimporrear”, o agitar el agua con una vara larga, los asustados peces se enredan entre los hilos de nailon.

Desde el viejo corazón del pueblón que creció frenéticamente para convertirse en una ciudad, hasta más allá de los límites desdibujados de la capital, ellos son una especie en extinción que forman parte del paisaje sobre un lago enfermo que aún no decide con quién acabar primero, si con los peces o con los pescadores.

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La vida del pescador no es fácil. Bien lo saben Iván y Douglas Barrios. Cuatro de los nueve hermanos Barrios han sido pescadores, como su padre José del Carmen, su abuelo don Carlos, su bisabuelo y tatarabuelo, el patriarca de una de las familias que le dio nombre a un antiguo y emblemático lugar de la vieja Managua, el barrio Los Pescadores. “Casitas asomadas en la barranca, cual garzas blancas que al morirse la tarde sonroja el sol con su arrebol, barquitos que se alejan de la ribera, como quimera blancas velas tendidas diciendo adiós”, suena la canción del compositor leonés Erwin Krüger.

“Somos los únicos pescadores que quedamos por aquí. Hay gente que sale del lado de la Quinta Nina (al este), pero esos solo pescan cuando es invierno, cuando hay más peces, nosotros salimos siempre”, asegura Iván Barrios, de 59 años, el hermano mayor y el capitán de una vieja lancha de remos. Dos veces por semana sale a buscar guapotes, tilapias y mojarras, las especies que como ellos sobreviven en un lago contaminado y en vías de saneamiento.

“La pesca está mala, los inviernos han sido malos, la gente compra menos pescado. Siempre salimos al lago, pero cuando no agarramos nada tenemos que rebuscarla”, cuenta Barrios. En buenos tiempos solían atrapar hasta 30 docenas de guapotes grandes y 20 de mojarras o tilapias gordas. Últimamente solo ajustan docena y media de guapotes, un par de docenas de mojarritas o de tilapias flacas. A 300 o 250 los pescados más grandes, a 60 o 50 la piña de 12 mojarras.

Remar. Saltar al agua. Acomodar el chinchorro. Pimporrear. Esperar. Pimporrear. Esperar. Recoger la red. Seguir remando. Salen por la noche, regresan por la madrugada. Con suerte y mucho trabajo habrán pescado unas docenas de animales que salen a vender después al Mercado Oriental. Esa rutina es la que los tiene con los brazos torneados, aun cuando sean un par de cincuentones de panza abultada.

Estos pescadores se las ingenian haciendo de electricistas, albañiles o carpinteros cuando vuelven con las redes vacías, pero lo de ellos es estar en el agua. No solo son descendientes de los primeros pobladores del barrio, son también los últimos pescadores del barrio. “Nadie más en la familia quiere meterse a trabajar en el lago”, se lamenta Iván.

Wilfredo Pérez Cruz y sus dos hijos, Naval y Pedro,

Wilfredo Pérez Cruz y sus dos hijos, Naval y Pedro, vivieron sobre el lago durante años, como se aprecia en esta fotografía de archivo a la izquierda. Pero en el último año la sequía fue dejándolos en la tierra pelada. Ahora están anclados a la orilla del estero San Antonio, la choza de ramas y plástico está a pocos metros del agua como se observa en la imagen de la derecha. Wilfredo sale todos los días a tender y recoger sus redes. “El último año ha sido malo, sin invierno, sin lluvia, los peces no salen”, se queja Pérez.

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A pesar de la mala fama del lago, que ha sido llamado hasta cloaca de Managua, los peces que salen de aquí siempre encuentran compradores y platos en los que terminar servidos. “¿Usted cree que si estos pescados estuvieran envenenados nosotros estuviéramos vivos? ¡Estos pescaditos están buenos! Ahora salen más pequeños y más flaquitos, pero ellos están buenos”, asegura el Ñoco.

Es cierto que la fauna del lago sigue viva, pero ha recibido desde 1927 millones de litros de aguas negras o servidas provenientes de las tuberías y cauces de la capital. Durante la administración del presidente Adolfo Díaz Recinos el lago, que era espejo de Managua, se convirtió en el desagüe para el primer proyecto de alcantarillado de la ciudad.

Para colmo de males, el lago se tragó los desechos tóxicos de la Pennwalt, la fábrica de cloro y soda cáustica, que desde 1967 hasta 1992 vertió sus desechos en el Xolotlán. El mercurio, una de las diez sustancias químicas más perjudiciales para la salud, según la Organización Mundial de la Salud (OMS), es parte de los componentes del lago. La principal vía de exposición humana al mercurio es el consumo de pescado y marisco contaminado con metilmercurio, compuesto orgánico presente en esos alimentos.

Pero aún con ese pasado turbio, los peces siguen nadando y los pescadores, como el Ñoco, se han mantenido a flote. Comen ellos, venden en la zona y cuando hay invierno bueno les da para vender a otros departamentos.

José Ramón Raudez Pérez, hermano de Wilfredo, antiguo pescador, es ahora su principal comprador. Dos veces por semana llega a la costa de San Benito Agrícola a traer el pescado. Por una docena de guapote negro él paga 150 córdobas, la mojarra la paga a 50 y la tilapia, cotizada por las cocineras de la zona, le cuesta 300 la docena.

Con eso Wilfredo debe comprar la provisión para él, su hijo Pedro y el nuevo miembro de su tripulación: Douglas Martínez, de 11 años. Es su sobrino, su familia no podía mantenerlo y el niño buscó el lago. Wilfredo es como su padre, lo cuida, lo alimenta y le ha enseñado a ganarse el pescado de cada día. Douglas ya tiene un año pescando, por ser tan menudo y escurridizo se ha ganado el mote del Caracol.

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Cuando Ephraim George Squier llegó a Nicaragua, en 1849, Managua aún no era capital. Aquel lugar al que bautizaron como “Santiago de Managua”, en 1846, era más bien una villa que creció a lo largo de las costas del lago Xolotlán. Era la ciudad de los pescadores.

Un lago agitado, palmeras en fila, casitas entre la vegetación y botes flotando en el agua, con la península de Chiltepe de fondo, fue el paisaje que dibujó el diplomático y explorador estadounidense Squier. Casi cien años después, Antonio Ruiz Ruiz contempló ese paisaje de Managua que se le quedó como estampa en la memoria. Dice que todavía ve en su cabeza los barquitos empujados por velas blancas.

“Yo vine aquí en 1941. Siempre ha sido un barrio humilde, las casitas de madera y tejas, el lago clarito y los botes que iban y venían, una cosa linda ver eso. Esto era de puros pescadores y vendedoras, uno llegaba y se podía montar en las lanchas para dar un paseo”, recuerda Antonio Ruiz, quien a sus 92 años es uno de los pobladores más viejos del rebautizado barrio Carlos Reyna. Vive aquí desde hace cuarenta años, cuando el barrio entonces tenía su nombre histórico, barrio Los Pescadores. El mismo que inspiró a Erwin Krüger a componer el popular tema del mismo nombre.

Era territorio de pescadores, había también lavanderas tendidas en la orilla con los cerros de ropa, vivanderas del viejo Mercado San Miguel que llegaban a comprar los guapotes gordos, las rojas mojarras o los patos, cusucos y tortugas que también se cazaban en la zona.

Don Antonio también recuerda al chavalero jugando beisbol o elevando lechuzas, ellos serían el relevo de sus padres y abuelos. “De aquí todos los pescadores se han ido, han cambiado de trabajo o se han muerto, solo quedan unos muchachos de apellido Barrios, allá viven en la mera orilla del lago, donde están unas palmeras”, dice don Antonio y desde la esquina de su casa señala hacia el norte.

A media cuadra termina la hilera de casas, unas con paredes de bloques, otras con latas formando un cerco. El pavimento del andén se corta de repente y la maleza crece salvaje hasta el borde donde empieza el lago. El nombre del barrio y los pescadores se han ido poco a poco, pero la pobreza se resiste a salir del caserío. En la esquina hay un mojón que recuerda que esta zona es de riesgo y que si la lluvia es recia y el lago crece, se volverá a tragar las primeras casitas. Pero para eso tendría que ocurrir “un milagro”, uno que suba el nivel del lago hasta cuarenta metros sobre el nivel del mar.

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El Ñoco ha llevado el sol a cuestas toda su vida. Su piel luce un moreno brillante, tan tostada y cuarteada por el sol que parece más bien coraza. Hasta las canas blancas se le han tostado. Es pequeño y da la impresión que su figura se reduce con los años.

En el 2012 no solo lucía más joven, sino que se veía también más recio y más rudo. Ese era el aspecto que tenía en las fotos por las que dejó el anonimato. Wilfredo Pérez Cruz, el pescador ermitaño del lago, salió de su fin de mundo para limpiar su nombre ante un juez. Habían utilizado sus datos para usarlo como testigo ficticio en el proceso que le concedió una identidad nicaragüense al narcotraficante costarricense Alejandro Jiménez, el Palidejo. Era inocente.

De los 64 años que tiene, más de 40 ha pasado en este lago. No sabe leer ni escribir, pero es el más sabio de esta pequeña tribu de pescadores que ahora lo rodea. También es el mayor de nueve hermanos y el que aún se dedica exclusivamente a la pesca. Lo aprendió de su padre, cuando vivió en La Bocana, el viejo barrio de pescadores de Tipitapa.

Cansado de posar, de ser expulsado de tierras ajenas y de tener patrones, hace veinte años se metió en su lancha, sembró unos postes en el fondo del lago, juntó un montón de ramas hasta formar un piso sobre la base y puso el esqueleto de madera de lo que sería su casa desde entonces. Unos siete kilómetros recorridos en lancha, más otros siete de un camino de tierra lo separan del bullicio y la gente que vive en el empalme de San Benito.

Vivió solo y en sus idas y venidas al pueblo para vender sus pescados consiguió pareja y tuvo tres hijos. Ella nunca lo acompañó en su choza del lago. Siguió yendo y viniendo. Solo sus dos hijos varones, Naval y Pedro, se sentían como peces en el agua en la construcción primitiva de unos diez metros cuadrados sobre el lago. “A mí me gustaba vivir en el agua. Si me aburría, me tiraba al lago”, recuerda Pedro, de 14 años. Desde los 8 años vive con su padre; su hermano Naval, de 16, ya alzó vuelo. Ahora trabaja en tierra firme.

Sus días empiezan a las 4:00 de la madrugada. “Cuando clarea nos levantamos. A esa hora salimos a remo a revisar las redes que dejamos la noche anterior. Ya volvemos como a las 7:00”, dice el Ñoco. Entonces el viejo pescador deja a un lado las redes y empieza su labor como amo de casa. Si hay café lo toman, amargo. Si las gallinas están generosas, desayunan huevos. Si quedan provisiones, aparta lo del almuerzo: arroz, frijoles. Si hay suerte lo acompañan con queso, pollo, conejo o garrobo. El pescado es el pan de cada día, a cualquier hora el día. Si el hambre aprieta y no hay nada más, toca sacrificar uno de los productos para la venta. Solo saca uno del viejo cajón de refrigeradora que sirve como termo y lo tira a la cazuela. Asado, frito o en sopa, el pescado es el sustento del cuerpo y de la casa.

“Ahorita sí que ha estado malo. No hubo invierno, hay gente que pesca con redes muy pequeñas y se lleva a las hembras (de peces) ponedoras”, explica. Con la crisis de sequía en una zona agrícola, hay jóvenes que le han seguido el rastro al Ñoco y el viejo solitario ahora tiene 16 vecinos que salen a tender sus redes en esta zona del lago.

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Entre las 7:00 de la mañana y las 4:00 de la tarde, hay muy poco que hacer aquí en la orilla del estero San Antonio. En más de cinco kilómetros a la redonda no hay árboles que den sombra ni vecinos que les socorran en caso de emergencia. El patio es un campo montoso y el frente es el cauce de un río que a pocos metros desemboca en el lago. En medio de este lugar de nadie, hay tres chozas. El Ñoco, Pedrito y el Caracol viven en la del centro, la más compacta.

Tres piedras en el suelo hacen de cocinero. Una hamaca y un par de sillas plásticas es toda la mueblería. Las provisiones cuelgan del techo junto con unas patas secas de garrobo como trofeo del último banquete en esta casa. Con otras varillas amarradas a medio metro de altura, el Ñoco hizo unos “camarotes”, como le llama a los nichos donde duermen. Están preparados por si sube la marea y toca vivir de nuevo con el agua a los pies. No solo están preparados, desean que eso pase.

Mientras ese milagro que piden llega, se entretienen con pláticas, escuchando música en un viejo radio de baterías o jugando beisbol con los vecinos. El Ñoco no juega, solo se carcajea de ver las arrastradas que se pegan intentado anotar carreras o hacer un out en medio de este polvazal. Cuando el calor sofoca, solo caminan tres metros y se tiran al agua. Todos han aprendido a nadar a la brava.

Al caer la tarde, los pescadores que quedan a uno y otro lado de la costa, salen otra vez en sus botes. Tienden sus redes y esperan. Rezan por que vuelva el invierno, que caiga la lluvia, que se multipliquen los peces para ellos poder comprar sus panes.

Wilfredo Pérez, “El Ñoco”

Wilfredo Pérez, el Ñoco, sale a remo acompañado de su sobrino Douglas Martínez, de 11 años. El Caracol es quien recoge las redes y arranca los peces atrapados en ellas, para luego volverlas a tender. Su hijo Pedro (al fondo a la derecha) camina hasta dos kilómetros en la zona pantanosa, hasta llegar a otro punto donde también tienden sus redes.

Managua, la mala novia

En 1927, el Xolotlán dejó de ser el novio de Managua, para convertirse en su vertedero de desechos. Durante la presidencia de Adolfo Díaz se desarrolló el primer proyecto de alcantarillado de la ciudad, el cual conducía todas las aguas residuales de viviendas y cauces hasta el lago.

En febrero de 2009, se inauguró la planta de tratamiento de aguas residuales de Managua, parte del programa de saneamiento del lago Xolotlán.

Para entonces, los 120,000 metros cúbicos de aguas residuales que producía la capital empezaron a ser procesados. Su capacidad máxima de tratamiento es de 180,000 metros cúbicos de aguas servidas por día.

Costó alrededor de 90 millones de dólares, más de la mitad del dinero fue donación de Alemania, los países nórdicos y el Banco Interamericano de Desarrollo (BID).

Al sistema de 13,000 kilómetros de alcantarillado de la ciudad están conectados más de 115,000 usuarios (un 65 por ciento de la población, según datos de Enacal). Pero además del aumento de usuarios y el volumen de aguas negras, la basura sólida en cauces y la conexión de algunas tuberías aún ensucian el lago.

Nadar en mercurio

Pennwalt, una planta productora de cloro y soda cáustica, se instaló en las orillas del lago Xolotlán, en 1967.

Operó sin reglas ni supervisión de las autoridades sanitarias y usó el lago como basurero. Según estimaciones, la empresa pudo verter unas 40 toneladas de mercurio, más altas cantidades de ácido sulfúrico y cloro líquido. Alrededor de 350 personas trabajaron en la empresa y casi un centenar de empleados resultaron contaminados por mercurio, según los análisis que realizaron autoridades de salud en ese entonces. En septiembre de 1992 se decretó el cierre de esa fábrica.

La Ley General de Higiene y Seguridad del Trabajo (618) no regula el uso de químicos tóxicos como el mercurio, considerado por la Organización Mundial de la Salud (OMS) como uno de los productos más perjudiciales para la salud.

El Centro para la Investigación en Recursos Acuáticos (CIRA), de la Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua (UNAN-Managua), encontró depósitos de mercurio en las instalaciones de la fábrica hace un par de años durante un monitoreo que quedó inconcluso por falta de permisos para revisión de la propiedad privada. Pero en los peces y en el agua del lago también se encontraron concentraciones de mercurio.

En 2013 un grupo de extrabajadores de la Pennwalt se organizó para solicitar la revisión de su situación clínica y obtener una indemnización. Se quejan de fuertes dolores renales, problemas respiratorios, digestivos y cutáneos. Los ojos, el sistema nervioso y el inmunitario también son afectados por el mercurio.

El envenenamiento y los efectos negativos de este químico en el cuerpo humano es gradual y degenerativo, afecta también a segundas generaciones.

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