Los impetuosos hermanos Cuadra

Reportaje - 15.05.2017
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Luciano. Abelardo. Manolo. Ramiro. Josecito. Gilberto. Poetas, militares, humoristas, exiliados políticos. Cada uno a su manera, los hermanos Cuadra Vega hicieron historia

Por Amalia del Cid

Ponga atención a este cuento, porque es real. Habla sobre una familia que vivió, hace más de un siglo, en el pequeño caserío que era entonces Malacatoya. La madre era una maestra blanca y asmática, de nombre Josefa Vega. El padre, un joven de sangre india llamado Manuel Cuadra. Era una familia cualquiera, excepto por tres cosas: de las diez casas del pueblo, únicamente la de los Cuadra Vega tenía tejas; la segunda es que solo ellos poseían una carreta de bueyes y, la última, pero era muy temprano para saberla, es que sus seis hijos varones pasarían a la historia.

Manolo sería el más conocido de todos. Abelardo, el más belicoso (primero asesino y luego admirador de Sandino). Luciano, el intelectual. Ramiro, el más humorista. Josecito, el poeta consagrado a su doña Julia. Gilberto, pianista y abogado, recordado por el saludo nazi con que se presentaba y por un alemán gutural que nadie, más que él, podía comprender en el mundo.

Era una familia esencialmente poeta, ya lo dijo José Coronel Urtecho. Pero a los Cuadra Vega también los unía el sentido del humor, ese humor que aparece en los diarios que Manolo escribió en la cárcel y el destierro, y en los apuntes que Abelardo llevó en el exilio, aunque Ramiro “Tipitapa” Cuadra siempre fue su principal exponente. Nadie que haya conocido al bigotudo fundador del partido de “Los Comesalteado” puede pronunciar su nombre sin reírse.

A menudo los nombres de unos hermanos se cuelan en los textos de otros. Vemos, por ejemplo, a Abelardo y a Manolo conspirando contra Anastasio Somoza García, y a Luciano presentándose en los sueños de Abelardo cuando el joven teniente de la Guardia Nacional esperaba su ejecución. De cuando en cuando, en la historia de los Cuadra Vega también aparecen personajes como José Figueres, Oliverio Castañeda, Pedro Joaquín Chamorro y Fidel Castro, mencionados sin pompa, como actores secundarios en las vidas intrépidas de los hermanos.

Preste mucha atención. Todo comenzó en un pueblito de diez casas, a orillas del río Malacatoya, donde nunca pasaba nada, hasta que aparecieron los Cuadra Vega.

Josefa Vega Fornos, madre de los hermanos Cuadra Vega. Nació el 27 de diciembre de 1880 y falleció por tuberculosis el 10 de enero de 1920. De ella viene la vena poética de los hermanos.

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En Malacatoya nacieron los primeros seis hijos de Josefa Vega y Manuel Cuadra. Julia, Luciano, Abelardo, María, Manolo y Mercedes, en ese orden. Chepita —como todos llamaban a Josefa— era amorosa y rezadora y tenía el cabello del color “de las espigas de trigo cuando está maduro”. El pelo de Manuel, en cambio, era oscuro y tieso, y sus bigotes recordaban a los de las cucarachas, cuenta el propio Abelardo, en su libro Hombre del Caribe.

La vena poética vino seguramente por el lado materno, pues Chepita fue “una mujer de extraordinaria sensibilidad que escribía poesía de tradición romántica”, señala José Coronel Urtecho en su ensayo Una familia poeta, “la más extraordinaria” que él conoció.

Los años más tiernos de los Cuadra Vega fueron como los de cualquier niño que crece en el campo. Días llenos de ganado y noches plagadas de zancudos. La madre, candela en mano, supervisando los mosquiteros. El padre, un comerciante trabajador. Y el aire saturado por el rumor del río.

La tranquilidad de aquella vida solo se veía interrumpida por las desapariciones esporádicas de Manuel, que a veces se sumaba a las revueltas de Emiliano Chamorro, el caudillo verde, contra el gobierno de José Santos Zelaya. Acaso la sangre aventurera y revolucionaria de los Cuadra Vega vino por el lado paterno.

Una de esas incursiones revolucionarias destruyó el primer hogar que conocieron los hijos de Manuel y Chepita. “Las tropas conservadoras avanzaban victoriosas después de ganar algunos combates, y como mi padre venía sumado a ellas, las fuerzas del gobierno liberal, en revancha, nos saquearon el negocio y tuvimos que huir hacia Granada, acompañados de la mayor parte de la gente del caserío”, relata Abelardo en su libro.

Cerca de cuarenta personas emprendieron el éxodo. Entre ellas, como sabemos, iban Luciano, Abelardo y Manolo. Lo estaban abandonando todo por razones políticas. Y volverían a hacerlo, incontables veces, a lo largo de sus vidas.

La familia ya nunca volvió a Malacatoya. Ramiro, el futuro “Tipitapa”, nació en San Juan del Sur; José y Gilberto en Granada. Y más tarde se asentarían en Masaya, en busca de un mejor clima para los débiles pulmones de Chepita.

Desde entonces Luciano era el más serio de todos o, mejor dicho, el menos bromista. Ayudaba a su padre en la tienda, mientras Manolo y Abelardo cantaban, recitaban y “organizaban veladas” con Julia, María y Mercedes.

Los tres hermanos mayores se convirtieron en instructores de boxeo de Masaya, usando guantes de trapo rellenos con plumas de gallina que “tras el golpe dejaban en la cara enrojecida del contrincante más de alguna pluma suelta”, cuenta Abelardo en Hombre del Caribe, un título aprobado por él e ideado por el escritor Sergio Ramírez Mercado, quien pasó en limpio las memorias del exteniente de la Guardia Nacional. Se trata de diarios, anotaciones y cartas con los pormenores de sus muchas batallas, todas perdidas, porque si en algo acertó Abelardo fue en elegir siempre el bando menos afortunado.

En enero de 1920 murió Chepita, víctima de la tuberculosis, a la temprana edad de 40 años. En su lecho de enferma se despidió de sus hijos, y a Abelardo le dijo: “Vos sos el primero que va a dejar tu patria”. Fueron palabras de profeta, pues en 1920, cuando él solo contaba 16 años de edad, faltaban seis para que se enrolara en su primera guerra y quince para que conspirara contra Anastasio Somoza García, cosa que lo llevó a ser condenado a muerte, luego encarcelado y finalmente exiliado.

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Atrás, los hermanos Ramiro y Gilberto Cuadra Vega. Enfrente, Luciano y Josecito Cuadra Vega.

 

“Los Cuadra Vega siempre fuimos inclinados hacia las armas y los bochinches. Hemos sido fanáticos de Napoleón Bonaparte, para nosotros era un genio. Seguimos muy de cerca las incidencias de la Primera Guerra Mundial. Leímos que en Rusia los bolcheviques hablaban de negociar la paz, pero el primer ministro del Gobierno Provisional, Alexander Kerensky, se oponía; entonces en un diario que circulaba en Masaya salió un titular a ocho columnas que decía: ‘¿Quién habla de paz? rugió Kerensky’. La frase nos gustó mucho, porque era de machos. Los Cuadra Vega tenemos cierto espíritu aventurero”, admitió Luciano, el mayor de los varones, nacido en septiembre de 1903, en una entrevista concedida a El País.

Él, como sus hermanos Manolo y Abelardo, siguió el camino de las revoluciones y los viajes. En el año 25 se dijo que tenía que luchar contra los liberales y se dedicó, con un grupo de chavalos, a andar reclutando indios de Monimbó, pero nunca pudieron agarrar a ninguno. En el 27 se fue a probar suerte a Estados Unidos. “Ahora es como viajar a Chinandega pero antes era algo emocionante”, decía.

Se fue sin saber nada, a trabajar de limpiamesas y recogeplatos y regresó 27 años más tarde convertido en periodista y extraductor de las Naciones Unidas. Allá en Nueva York, Luciano recibió la visita de Gilberto y de Manolo, quien se aburrió enormemente de los rascacielos. En ese tiempo también empezó a coleccionar libros en inglés que hablaban sobre Nicaragua. Así llegó a Nicaragua, sus gentes y paisajes, de Ephraim George Squier, el libro que lo haría célebre como traductor, pues su obra se considera de una calidad poética y lingüística insuperable.

Movido quizás por ese espíritu aventurero de los Cuadra Vega, en el año 53 dejó todo atrás, solo porque sí. Empezó a sentirse cansado, aburrido, angustiado, así que renunció a su empleo en las Naciones Unidas, vendió su apartamento, canceló su seguro de vida y volvió a Nicaragua a probar fortuna en los campos de algodón; en la apuesta perdió casi todo su dinero y entonces hizo lo que cualquier otra persona no haría: se fue a Corn Island a traducir el libro de Squier, sintiéndose todo un viejo lobo de mar.

Varios años antes, en 1937, por esas latitudes había estado su hermano Manolo, pero en una situación muy distinta: confinado al paraíso por ser opositor del naciente régimen de Anastasio Somoza García. De esa experiencia nació el diario, cargado de melancolía y humor, Itinerario en Little Corn Island, que el propio Manolo, siempre gran crítico de sí mismo, consideró su mejor obra. “El único libro que me gusta de los tres que llevo escritos es Itinerario. Almidón es fallido; Contra Sandino muy trabajado. Itinerario no tiene ninguno de esos defectos”, escribió en el año cuarenta en una carta dirigida a Luciano.

Itinerario es un libro pequeñito y delgado, forrado con pasta roja, como si se tratara del manual comunista de Mao Tse-Tung y no del canto de un poeta de 29 años abandonado a su suerte en una tierra reinada por los zancudos. Manolo empezó sus apuntes en mayo y los finalizó en julio, cuando creyó que estaba pronto a hundirse “en el desconocido mar tenebroso” de la muerte “de pie y verticalmente, como los barcos torpedeados a popa”, después de tragarse una espina de pescado.

Durante los meses de su destierro fue perseguido por el fantasma de Teté Chávez, la hermosa joven morena de la que nunca se pudo despedir (“Hay mucho sol y mucho mar y mucho cielo. ¿Pero para qué, si ella ya se ha muerto?), y por la espera de una carta que nunca llegó. Trabajaba en labores de machete y escoba, boxeaba, fumaba, practicaba un nudismo playero que escandalizó “a los negros más destacados” de la islita y alguna noche se entretuvo tejiendo frases “de vanguardia, como dicen los idiotas”: “Un mosquitero en Little Corn Island, sirve para que los zancudos puedan pasar decentemente por los agujeros del punto”; “De tanto vivir entre negros, mi sombra se ha teñido también”; “Un cigarrillo en la boca, es como un termómetro para medir el fastidio. Pero el fastidio acaba por fundir el termómetro”.

A Manolo le gustaban el ingenio y las palabras, y era excéntrico como solo él podía serlo. Cuando era un niño inventaba los titulares de diarios imaginados y salía a vocearlos a las calles. Ya de grande, viviendo ambos en San José, en medio de la miseria, su hermano Abelardo lo encontraba en tiendas de perros carísimos discutiendo la compra de una pareja; o bien, haciendo antesala en el Hotel Costa Rica para negociar su adquisición con el gerente.
Se encontraron fuera de Nicaragua en abril de 1941 cuando el hombre del Caribe ya estaba en el exilio y Manolo trabajaba como peón en plantaciones bananeras. Abelardo fue a buscarlo a Puerto Cortés, donde le dijeron que podía hallarlo.

“Llegué como a mediodía al campamento bajo un calor infernal, y uno de los nicaragüenses que encontré ahí me llevó a una barraca de madera y techo de zinc donde dormía Manolo”, cuenta Abelardo en su libro. “Clavado en el dintel de una de las puertas del galpón había un rótulo que decía: ‘Manolo Cuadra, poeta fracasado’”. Ahí, en una grada, el más belicoso de los Cuadra Vega se sentó por horas a esperar al más bohemio.

El poeta fracasado llegó como a las 6:00 de la tarde, “más sucio que un trapo de pirata”, y todo su huesudo cuerpo se “transformó de alegría” cuando miró a su hermano. Juntos acordaron establecer en San José una empresa promotora de boxeo, y comenzaron con la pelea de un tal Pambelé; pero aquel proyecto, que unas veces dejaba “tristes ganancias” y otras solo pérdidas, también estaba destinado al fracaso. Manolo se desesperó y se regresó a pie a Nicaragua. Abelardo se puso de zapatero, pero nada más por unos días.

 

Manolo Cuadra Vega, hacia 1943, en un retrato dedicado a su hermano Abelardo. Manolo nació el 9 de agosto de 1907 y falleció el 14 de noviembre de 1957.

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La historia de Ramiro Cuadra Vega corre paralela a la de sus hermanos más aventureros. Él no destacó por sus viajes, sino por su humor. Todo el mundo tiene una anécdota sobre el bigotudo de “Tipitapa”.

Sergio Ramírez Mercado cuenta esa de la vez que Ramiro contrató una barata para que anunciara por toda Granada la muerte del caudillo Emiliano Chamorro, que en realidad estaba muy vivo y coleando. Y el historiador Bayardo Cuadra recuerda especialmente la escena que armó “Tipitapa” allá en 1972, cuando Managua amaneció hecha escombros tras el terremoto del 23 de diciembre. Ramiro tomó un Niño Dios y lo llevó chineado de Tipitapa a Managua; por el camino le preguntaban: “¿Para dónde llevás al Niño Dios?” y él, muy serio, respondía: “Llevo a este jodidito a que vea lo que hizo su papa”.

“Con solo verle la cara daba risa, porque algo estaba maquinando”, comenta Julia Cuadra, hija del poeta Josecito, penúltimo de los Cuadra Vega. Dice “Ramiro” y no puede evitar el brote espontáneo de una sonrisa. Es el efecto “Tipitapa”.

En la casa de Julia hay fotografías de todos los hermanos Cuadra Vega. Flacos, de mandíbula fuerte, ceño fruncido y mirada inteligente. Pero entre ellos, por el bigotón y el sombrero vaquero, destaca la figura de Ramiro. También usaba botas, pañuelo y cordón al cuello, aunque sus cercanos no recuerdan si alguna vez tuvo vacas. Sí se sabe que vivía de una gasolinera, o quizás era una ferretería, llamada La Diabólica, comenta Ramírez Mercado.

Era bueno para poner títulos y nombres. Muchos adornan sus casas con letreros que rezan “abogado y notario” o “médico y cirujano”; de modo que, siguiendo esas correctas normas sociales de presentación, él colocó en la pared de la suya una placa que decía: “Ramiro ‘Tipitapa’ Cuadra. Ebrio y Pendenciero”. “Ah, Ramiro... Zángano y serio. Completamente extrovertido e inteligentísimo”, lo describe el esposo de Julia, Bruno Urroz, con quien “Tipitapa” solía tomar algunos tragos los viernes, cuando ya el corazón empezaba a jugarle malas pasadas.

Son memorables sus postalitas de humor político en el Diario La Prensa y, cómo no, la fundación de su partido de “Los Comesalteado”, en 1966, una nueva fuerza que prometía no “dar tregua” a los “cometodoslosdías” y a los “comemierda”. “La pobretería por primera vez se sintió representada”, sostiene Guillermo Rothschuh Villanueva en su artículo Mi candidato ideal. Ramiro escogió Masaya para lanzar su candidatura y su maestro de ceremonia, el hombre que lo proclamó líder de “Los Comesalteado”, fue nada más y nada menos que un sordomudo.

Sobran las anécdotas que dan fe de su extraordinario sentido del humor. Existe, por ejemplo, la del telegrama. Sucedió que se puso a beber con unos amigos y en medio de la farra aprovechó un descuido para ir a la oficina de Correos y enviar un mensaje a la preocupada esposa de uno de ellos.

El telegrama, recuerda Julia, decía algo así: “Bernardo flotando tranquilas aguas río Tipitapa. Solo nariz asoma. Urge rescate”. Naturalmente, y no podía esperarse otra cosa, la familia de Bernardo movilizó hasta a los bomberos para ir a buscar su cuerpo, mientras él seguía, tranquilo, echándose sus tragos. El resultado, se cuenta, fue que Ramiro tuvo que huir a Chontales por un tiempo, medio muerto de la risa, porque algunos airados parientes de la exviuda lo andaban buscando.

Cuando quería, también tenía el don de hacer enojar a la gente. Como cuando fue enviado a Costa Rica para averiguar el estado de salud de un moribundo Manolo y redactó un brevísimo telegrama informando sobre la situación: “Manolo mejor. Ya no palma”. “Mis tías se pusieron arreeechas. Lo mandaron a traer y enviaron a mi papá, que era un amor de Dios, para que cuidara a mi tío Manolo”, relata Julia.

Su padre, Josecito, tenía un humor pícaro, pero inocente. Era un malabarista de las palabras, a juicio de José Coronel Urtecho, y consagró toda su obra poética a su esposa, doña Julia.

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Llamaba “cabroneta” a su camioneta Datsun y a sí mismo el Flecha Veloz. Todo era broma, por supuesto. Josecito era tan lento que lo “multaban por andar demasiado despacio”, afirma entre risas Luis Rocha, quien fue amigo de los hermanos Cuadra Vega.

Chepito, que también así lo llamaban, “era totalmente distinto de Ramiro, pero se querían mucho” y era “muy diferente de Manolo, pero era el que más lo cuidaba, era como su enfermero”, dice Rocha. En realidad, sostiene, “nunca oí a ninguno de los Cuadra Vega hablar mal de otro, o que tuvieran un pleito, salvo tirarse sus chinitas con ironía”.

Cuando la “cabroneta” salía a hacer de las suyas, los niños de la Colonia Centroamérica le seguían el paso: “¡Adiós Chepe Cuadra!”, gritaban. Allá iba Flecha Veloz, el autor de un saludo-retahíla que nadie recuerda con exactitud, pero que, según Bruno Urroz, rezaba más o menos así: “Perro a su guaro, tigre a su portañuela, despropasado a su zíper, una cuarta, cuatro dedos, para las idas y las venidas”.

Don Josecito Cuadra Vega con su esposa, “Doña Julia”, la mujer a la que consagró toda su poesía.

Todo su mundo era doña Julia y cuando ella falleció, en 2011, él la sobrevivió apenas tres meses. Ambos murieron a los 97 años y fueron sepultados juntos. ¿Pero cómo vivieron ese amor del que tanto se ha hablado? “Mi papá era una persona extraordinaria. Suave, dulce. Sumamente cariñoso, cooperador. Para la Semana Santa, cuando mi mamá hacía almíbar, ahí estaba él moviendo el almíbar en la cocina”, cuenta su hija Julia. “Para las fiestas de agosto, ahí estaba ayudando a mi mamá. Llegaban amigos. No fallaba Juan Aburto. Y había que preparar la comida. La chicha que les encantaba. Compartían lo cotidiano, pero en cosas de literatura mi mamá se quedaba en la casa, solo asistía cuando había homenajes para él”.

La lápida de José y Julita estaba lista, grabada e instalada, desde muchos años antes de que ellos murieran. Tenía el epitafio y las fechas de nacimiento, solo faltaba la de partida, esa que nadie quiere saber.

La leyenda en la tumba es una perfecta muestra del estilo poético de Chepito: “Aquí yacen ambos, dos bajo la eterna y clara eternidad de Dios”.

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¿En qué piensa un hombre condenado a muerte? Abelardo Cuadra Vega pensaba en la vida, mientras daba vueltas en su estrecha celda. Adentro, la cama limpia, un cajón de pino y un pichelito con agua fresca. Afuera, una puesta de sol. “La última que mis ojos van a ver”, se dijo. Luego escuchó los solitarios ladridos de un perro, y se lamentó diciéndose: “Ese perro me va a sobrevivir”. A eso de las 9:00 de la noche le leyeron su sentencia de muerte. Sería ejecutado antes del amanecer. Era 1935 y él solo tenía 31 años, pero ya había participado en el asesinato de Sandino y ahora, aprovechando el disgusto de los soldados por una injusta reducción salarial, se había rebelado (con la cooperación de Manolo) contra el mismísimo Anastasio Somoza García, entonces jefe de la Guardia Nacional.

Sabemos que la sentencia no se cumplió y que Abelardo murió viejo y pobre en Venezuela, en 1993. Su ejecución fue postergada y finalmente la pena de muerte conmutada por cárcel. Lo llevaron a la famosa 21, donde conoció al más galán de los envenenadores, Oliverio Castañeda, poco antes de que lo mataran aplicándole la Ley Fuga.

En su agitada vida, el militar volvería a anotarse en cuanta oferta de invadir Nicaragua y derrotar a Somoza le hicieron; estaría a cargo de un batallón de mil hombres en Cuba y pelearía en Costa Rica contra las fuerzas de José Figueres. Sus diarios son una aventura de principio a fin. Pasan por barcos llenos de inmigrantes chinos y por la desolada playa de Cayo Confites, donde compartió campamento con un joven llamado Fidel Castro —el único que se dejaba puesta la ropa cuando el resto de la tropa jugaba beisbol en traje de Adán—, entre moscardones y mejunjes a base de malanga, preparándose para atacar al régimen de Rafael Leónidas Trujillo en República Dominicana. Otra misión fracasada.

Llegó a Venezuela en 1949, en la más completa miseria, tras escapar de Costa Rica. Se deshizo de su vieja pistola, dejó a esposa y sus niños viviendo en una carpintería de Maracaibo y se fue a probar suerte a Caracas, donde vendió lotería, pero era tanta su pobreza que se hizo operar una hernia para poder tener los tres tiempos de comida. Poco después las cosas mejoraron y la leyenda dice que se hizo pastor protestante. Pero no es del todo cierta. La verdad es que encontró trabajo como profesor y luego se convirtió a la religión presbiteriana.

Abelardo Cuadra Vega, el hombre del Caribe, cuando pertenecía a la Guardia Nacional.

En la iglesia encontró, finalmente, la paz que no halló en la guerra. Volvió a Nicaragua en varias ocasiones durante los años ochenta. Una de ellas para cooperar en la búsqueda de los restos de su admirado Augusto C. Sandino, en una expedición arqueológica que también fracasó y de la que salió hecho una furia cuando alguien se atrevió a poner su memoria en tela de duda. La última vez que vino, recuerda Sergio Ramírez Mercado, Abelardo trajo consigo el reloj de oro de Sandino y se lo vendió en seis o siete mil dólares a Humberto Ortega Saavedra.

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Manolo murió en Managua, en brazos de Josecito, víctima de un cáncer renal que detuvo sus andanzas a la edad de 50 años.

Lentamente se fue apagando el vivaz autor de Almidón, el hombre que peleó contra Sandino y luego aprendió a admirarlo. El boxeador, el peón de bananera, el periodista, el exiliado, el poeta.

El recuerdo del humor de Manolo también provoca sonrisas. “Una vez un guardia lo persiguió y cuando lo capturó le dijo: ‘¿Por qué te ibas corriendo?’. Y él respondió: ‘Ideay, pues porque me iban siguiendo’”, cuenta Bruno Urroz, en medio de una carcajada. Y a Ramírez Mercado le gusta, particularmente, esta anécdota, que aparece en Almidón, la novela irónica que Manolo escribió en 1944, con la ciudad de Masaya por cárcel:

Después de ser sorprendido pegando volantes en las paredes de Managua, de madrugada, con lluvia y teniendo cuidado de que los colores armonizaran primorosamente, Manolo es trasladado a prisión y protesta ante sus captores afirmando que es un diputado.

Un cabo informa a sus superiores: “Ya lo agarramos. Dice que es chofer, pero lo sorprendimos pegando hojas sueltas. Además, asegura que es diputado”. Y acto seguido se dirige a Manolo, diciéndole:

—Diputado: el capitán quiere saber que en qué período lo eligieron.

Entonces Manolo, como si toda su vida se hubiera estado preparando para ese momento, contesta serenamente:

—En el período glacial.

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En morir, Manolo fue el primero de los Cuadra Vega. Josecito habría de ser el último. A ambos se les recuerda principalmente como poetas. A Luciano más por traductor, aunque también escribió versos muy buenos y sacó a luz su primer libro de poesía a la edad de 91 años.

Además, siendo un cincuentón participó en la aventura de Olama y Mollejones (jefeada por Pedro Joaquín Chamorro contra la dinastía de los Somoza), algo que le valió siete meses de cárcel. Lo que sucede, coinciden los conocedores, es que como traductor Luciano fue extraordinario. Como extraordinario fue Ramiro en los asuntos de la risa y Abelardo en las aventuras quijotescas.

De los varones, Gilberto fue el que menos destacó, pero aún se habla de sus apariciones en las tertulias y de su gran talento como pianista.

Manolo y Abelardo tuvieron las vidas más intensas. Escribieron y vivieron volcados hacia sí mismos, hacia sus propias verdades. Gracias a ellos, sabemos de episodios como aquel en el que un joven Abelardo se marcha hacia su primera guerra montado en un camión y al pasar por su casa grita algo como: “Manoloooooo, Manolooooo, llevame a la estación mi sombreeeeroooo”. Pero Manolo no llega. Es más, ni siquiera se da cuenta de que Abelardo necesita su sombrero, porque a esa hora está lejos, componiendo versos para unas mujeres.

Julia Cuadra, hija de Josecito Cuadra Vega y doña Julia Robleto, con su esposo Bruno Manuel Urroz.

 

Sobre los Cuadra Vega

* Luciano Cuadra Vega publicó su primer libro de poemas a la edad de 91 años. Se casó con Anita Gómez, cuyo abuelo, en palabras de Luciano, fue “un usurero” que quitó a los Cuadra Vega una hacienda de 41 manzanas. Es el único que no dejó descendencia. Murió en 2001, a la edad de 98 años.

* Tres de los Cuadra Vega fueron miembros de la Guardia Nacional: Abelardo, Manolo y Ramiro.
Abelardo y Manolo combatieron a Augusto C. Sandino, pero al cabo terminaron admirándolo a él y a su lucha. Abelardo incluso formó parte del escuadrón que ejecutó al guerrillero. Es famosa su frase: “Catorce asesinos y conmigo quince”.

*Dos de las hermanas Cuadra Vega, Julia y Mercedes, murieron en Estados Unidos, donde vivieron sus últimos años.
María Cuadra Vega fue la madre del poeta y escritor Mario Cajina Vega. Ella murió en el parto y su hijo fue criado por Lola Vega y Simeón Cajina.

*Ramiro Cuadra Vega murió por complicaciones del corazón en diciembre de 1978. Al final de sus días, ya no era el mismo, afirma Sergio Ramírez Mercado. La tragedia tocó la casa de “Tipitapa” cuando unos delincuentes golpearon a uno de sus hijos.

*Los Cuadra Vega están emparentados con Pablo Antonio Cuadra y con Vicente Cuadra, quien fue presidente de Nicaragua de 1871 a 1875.

*El verdadero nombre de Manolo Cuadra es Manuel Antonio.

*En su agonía, Manolo Cuadra recibió cortésmente la visita del sacerdote, pero a las 3:00 de la tarde del 14 de noviembre de 1957, cuando sintió que la muerte llegaba, lo despidió apurado: “¡Adiós, padre! ¡Gracias!”.

*Mario Cajina Vega cuenta magistralmente los últimos momentos del poeta en su texto Manolo en la memoria:
“A las cuatro y cuarto de la tarde, Manolo llamó a su hermano José, quien lo había cuidado maternalmente:
—¡José! —dijo.
José llegó. El latido fue más débil. Ya no se le puso la inyección. Manolo se agarró al Cristo. Respiró. Suspiró. Y así expiró, ayer, el mejor de los poetas que he conocido”.

Familia de poetas

José Coronel Urtecho, poeta, traductor, ensayista, dramaturgo, historiador y uno de los fundadores del movimiento vanguardista nicaragüense, fue amigo cercano de los Cuadra Vega. En su ensayo “Una familia poeta”, Coronel Urtecho hace una gran caracterización de cada uno de los hermanos:

Luciano: Alto, magro, largo, recto, serio, seco, severo como Dante. Un poeta empeñado en no serlo. “En no escribir él pone la pasión que otros ponen en escribir poesía”. Sin cambiarlo en nada, mejoró grandemente el estilo de Squier. Y en cada página de “Nicaragua, sus gentes y paisajes”, está presente como un poeta invisible.

Abelardo: El poeta de sueños militares. “Aunque no escribe poemas, narra episodios que resultan como epopeyas o canciones de gesta, por las que se sospecha que su vocación es la del poeta épico”. Como buen Quijote, hizo lo que Don Quijote quería hacer: “abandonar el ejercicio de la Caballería Andante”.

Ramiro: Fue en un tiempo el más conocido, después de Manolo. “Es el poeta del humor político o del humor de la política, o quizá mejor dicho, de la política del humor”. El personaje creado y encarnado por Ramiro “tiene la misma fuerza poética imborrable, la comicidad plástica indeleble y la misma eficacia sociopolítica de las películas de Chaplin”.

Gilberto: Es el poeta del humor doméstico, matrimonial, familiar, cotidiano y conversacional. “Es un poeta no quijotesco, ni chaplinesco, sino cervantino”. “Inspira en uno las ocurrencias más inesperadas y fantásticas, a propósito de las cosas más triviales y ordinarias”.

José: “Tan exclusivamente poeta”, como todos los Cuadra Vega. “Aunque escribía desde pequeño, le costó la vida y tiempo dar con su propio estilo inconfundible”. “Fue descubriendo que su poesía era su amor a la poesía, de igual manera que su lengua su amor a la lengua”.

Manolo: “La poesía y la lengua no eran más que su vida y las usaba solo como expresión de él mismo y de su mundo, por lo que su poesía, su lengua y su expresión no son más que Manolo, un hombre verdadero, triste y compasivo que se llamó Manolo”.

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